Regresé al vestíbulo y vi que Roche ya no estaba junto a la mesa del té. Spiro se encontraba solo en la puerta principal, con cara de haber bebido vinagre.
– No encuentro a la abuela Mazur -le dije.
– Enhorabuena.
– No es divertido. Estoy preocupada.
– Deberías estarlo. Está chiflada.
– ¿La has visto?
– No. Y eso es lo único decente que me ha ocurrido en dos días.
– Creo que debería buscarla en las salas de atrás.
– No está allí. Cierro las puertas con llave en horas de visita.
– Puede ser muy ingeniosa cuando se le mete algo en la cabeza.
– Si hubiese logrado entrar en una de esas salas, no se habría quedado. Fred Dagusto está en la mesa número uno, y te aseguro que no es un espectáculo muy bonito. Ciento cuarenta horribles kilos de carne, más de lo que puede abarcar la vista. Tendré que embadurnarlo de grasa para meterlo con calzador en el ataúd.
– Quiero mirar en esas salas. Spiro consultó su reloj.
– Tendrás que esperar a que acabe la hora de visita. No puedo dejar a estos morbosos sin supervisión. Cuando hay tanta gente, algunos se largan con recuerdos. Como no vigiles la puerta trasera podrías perder hasta la camisa.
– No necesito un guía. Dame la llave. -Olvídalo. Soy responsable cuando hay un fiambre en las mesas. No pienso correr ningún riesgo después de lo de Loosey. -¿Dónde está Louie? -Es su día libre.
Salí al porche y miré al otro lado de la calle. Las ventanas del piso franco estaban a oscuras. Seguro que Roche se encontraba allí, escuchando y vigilando. Era posible que Morelli también. Me preocupaba la abuela Mazur, pero todavía no estaba dispuesta a mezclar a Morelli en eso. Por el momento más valía dejar que vigilara el exterior del edificio.
Bajé del porche y caminé hasta la entrada lateral. Inspeccioné el aparcamiento y me dirigí hacia los garajes de atrás, donde ahuequé las manos para ver a través de las ventanillas de los coches mortuorios, examiné el vehículo de las flores y golpeé la tapa del maletero del Lincoln de Spiro.
La puerta del sótano estaba cerrada con llave, pero la puerta de servicio que daba a la cocina se hallaba abierta. Entré y volví a registrar la casa; intenté abrir la puerta de la sala donde se embalsamaba a los cadáveres, pero estaba cerrada, como se me había advertido.
Entré en el despacho de Spiro y telefoneé a casa de mis padres.
– ¿Está allí la abuela Mazur? -pregunté.
– ¡Ay, Dios mío! -exclamó mi madre-. Has perdido a tu abuela. ¿Dónde estás?
– En la funeraria. Estoy segura de que la abuela está aquí, en alguna parte. Es sólo que hay tanta gente que me cuesta encontrarla.
– No está aquí.
– Si aparece, llámame a la funeraria de Stiva.
Marqué el número de Ranger y le conté mi problema; añadí que podría necesitar su ayuda.
Regresé adonde se hallaba Spiro y le dije que si no me dejaba hacer una visita a la sala de embalsamiento electrocutaría su inútil pellejo. Se lo pensó por un momento, giró sobre los talones y pasó frente a las salas de visita a grandes zancadas. Abrió de golpe la puerta del pasillo y me dijo que me apresurara.
– No está aquí -anuncié al regresar junto a Spiro, que mantenía la puerta abierta y miraba con ojos de lince por si detectaba bultos anormales en los abrigos que indicaran que un deudo había robado un rollo de papel higiénico. -¡Vaya sorpresa!
– El único lugar donde no he buscado es el sótano.
– No está en el sótano. Tiene la puerta cerrada con llave. Como ésta. -Me da igual.
– Escucha, seguro que se ha largado con otra vieja y ahora está en un restaurante volviendo loca a la camarera.
– Déjame entrar en tu sótano y te juro que ya no te molestaré.
– Eso suena bien.
Un anciano puso una mano sobre el hombro de Spiro.
– ¿Cómo está Con? ¿Ya ha salido del hospital?
– Sí. -Spiro pasó de largo, rozándolo-. Ha salido del hospital. Se reincorporará al trabajo el lunes de la semana que viene.
– Apuesto a que estás contento de que vuelva.
– Sí, estoy brincando de alegría.
Spiro cruzó el vestíbulo abriéndose paso entre los presentes, sin hacer caso de algunos y mostrándose amable con otros. Lo seguí hasta la puerta del sótano y esperé con impaciencia a que encontrara la llave adecuada. Yo estaba temerosa de lo que pudiese hallar al pie de la escalera.
Deseaba que Spiro tuviera razón. Deseaba que la abuela estuviese en algún restaurante con una de sus amigas, pero no me parecía probable.
Si la hubiesen sacado de la casa a la fuerza, Morelli o Roche habrían reaccionado. A menos que la hubiesen sacado por la puerta trasera. Ese era su punto débil. No obstante, lo compensaban con micrófonos ocultos. Y si los micrófonos funcionaban, Morelli y Roche me habrían oído buscar a la abuela y estarían haciendo lo suyo… fuera lo que fuese.
Encendí la luz de la escalera y llamé.
– ¡Abuela!
La caldera rugió en un rincón alejado y oí el murmullo de voces de las salas de arriba. Un pequeño círculo de luz iluminaba el suelo del sótano al pie de la escalera. Entrecerré los ojos y agucé el oído para detectar el menor sonido, por tenue que fuera.
De pronto, el corazón me dio un vuelco. Había alguien allí abajo. Lo sentía, como sentía el aliento de Spiro en mi nuca.
La verdad es que no soy heroica. Tengo miedo a arañas y a los extraterrestres y ocasionalmente siento la necesidad de mirar debajo de la cama por si acaso hay tíos babosos con garras. Si llegara a encontrar a uno saldría del apartamento, corriendo y gritando, y nunca regresaría.
– El contador está funcionando. ¿Vas a bajar, sí o no?
Saqué el 38 de mi bolso y bajé con él en la mano. Stephanie Plum, cazadora de fugitivos gallina, baja por las escaleras, peldaño a peldaño, casi ciega porque su corazón late con tanta fuerza que le enturbia la vista.
En el último peldaño hice lo posible por calmarme, tendí el brazo hacia la izquierda y pulsé el interruptor. Nada.
– Oye, Spiro, la luz no se enciende. Spiro se asomó desde arriba. -Debe de ser un cortocircuito. -¿Dónde está el cajetín? -A tu derecha, detrás de la caldera. Mierda. A mi derecha todo estaba oscuro. Metí la mano en el bolso para sacar la linterna, pero antes de que consiguiese hacerlo, Kenny surgió de entre las sombras. Me golpeó y caímos estrepitosamente al suelo; el impacto me dejó sin aliento; con la sacudida solté el 38 que salió volando en la oscuridad, más allá de mi alcance. Me levanté torpemente y recibí un golpe en el pecho. Sentí una rodilla en la espalda, que me presionaba contra el suelo, y el pinchazo de algo muy afilado en un lado del cuello.
– No te muevas, zorra -masculló Kenny-. Como te muevas un milímetro te clavaré este cuchillo en la garganta.
Oí que la puerta se cerraba y Spiro bajaba corriendo.
– ¿Kenny? ¿Qué diablos haces aquí? ¿Cómo has entrado?
– Por la puerta del sótano. Usé la llave que me diste. ¿Cómo, si no, iba a entrar?
– No sabía que pensaras regresar. Creí que lo habías guardado todo anoche.
– He vuelto para ver cómo iban las cosas. Quería estar seguro de que todo siguiese aquí. -¿Qué diablos quieres decir con eso? -Quiero decir que me pones nervioso. -¿Que yo te pongo nervioso? Ésa sí que es buena. ¡Mierda! Tú eres el caprichudo y dices que yo te pongo nervioso.
– ¿A quién llamas caprichudo? -Deja que te explique la diferencia entre tú y yo. Para mí esto es un negocio. Soy un profesional. Alguien robó los ataúdes, de modo que contraté a una experta para encontrarlos. No anduve por ahí disparándole a la rodilla a mi socio sólo porque estaba cabreado. Y no fui tan estúpido como para usar una jodida arma robada para matarlo y dejar que me pillara un poli que no estaba de servicio. No fui tan rematadamente loco como para creer que mis socios conspiraban contra mí. Nunca creí que se trataba de un jodido golpe de estado. Tampoco perdí la chaveta con la tía esta. ¿Sabes cuál es tu problema, Kenny? Que cuando se te mete una idea en la cabeza no hay quien te la quite. Te obsesionas y no ves nada más. Y siempre tienes que andar fanfarroneando. Pudiste deshacerte de Sandeman sin armar un follón, pero no, tenías que cortarle el jodido pie.
Kenny se echó a reír.
– Y ahora voy a decirte cuál es tu problema, Spiro. No sabes cómo divertirte. Siempre andas por la vida como un sepulturero. Deberías intentar clavar esa enorme aguja en algo vivo, para variar.
– Estás enfermo.
– Sí. Pero tú tampoco estás tan cuerdo. Has pasado mucho tiempo observando mi magia.
Oí a Spiro moverse a mi lado.
– Hablas demasiado.
– No importa. Esta puta no va a contárselo a nadie. Ella y su abuela van a desaparecer.
– Me parece bien. Pero no lo hagas aquí. No quiero mezclarme en eso.
Spiro cruzó la estancia, pulsó el interruptor general y las luces se encendieron.
Contra la pared había cinco ataúdes; la caldera, en medio, y una serie de cajones y cajas amontonados junto a la puerta trasera. No hacía falta ser un genio para adivinar el contenido de los cajones y las cajas.