Me escocían los ojos. Tiré de la abuela, la arrastré hacia la puerta trasera y la empujé en dirección al patio.
– ¿Estás bien? -le pregunté.
– Iba a matarme. Y a ti también.
– Sí.
La abuela se volvió y miró la casa.
– Es una suerte que no todos sean como Kenny. Es una suerte que algunos seres humanos sean decentes.
– Como nosotras.
– Sí, supongo que sí, pero yo estaba pensando en Harry el Sucio.
– Vaya discursito.
– Siempre quise pronunciarlo. Supongo que no hay mal que por bien no venga.
– ¿Puedes ir tú sola hasta el frente del edificio? ¿Puedes buscar a Morelli y decirle que estoy aquí?
La abuela se dirigió con paso vacilante hacia la entrada de coches.
– Si está allí, lo encontraré.
Cuando salimos pitando, Kenny se encontraba en el otro extremo del sótano. O bien había subido o bien aún seguía allí, arrastrándose e intentando llegar a la puerta trasera. Yo apostaba por esto último. Arriba había demasiada gente.
Me encontraba de pie a unos cinco metros de la puerta y no estaba segura de lo que haría si Kenny aparecía. No tenía pistola ni pulverizador de gas. Ni siquiera una linterna. Lo mejor sería que me largara y me olvidase de Kenny. La comisión no merecía la pena, me dije.
Pero ¿a quién quería engañar? No se trataba de dinero. Se trataba de la abuela.
Se produjo otra pequeña explosión y las llamas salieron por las ventanas de la cocina. En la calle la gente gritaba, y oí las sirenas a lo lejos. De la puerta del sótano surgió una columna de humo y revoloteó en torno a una forma humana. Una criatura horripilante, recortada contra el fuego. Kenny.
Se inclinó, tosió y abrió la boca en busca de aire. Sus manos colgaban a los costados. No me parecía que pudiera encontrar un arma. Qué suerte. Lo vi mirar a un lado y a otro y avanzar directamente hacia mí. El corazón casi se me salió del pecho, hasta que me di cuenta de que él no me veía. Me encontraba entre las sombras, cortándole el camino. Su intención era rodear el garaje y desaparecer en los callejones del barrio.
Avanzó furtivamente y en silencio, entre el rugido del fuego. Se hallaba a un metro y medio de mí cuando me vio. Se detuvo en seco, sobresaltado, y nuestras miradas se encontraron. Lo primero que pensé fue que huiría corriendo, pero en lugar de eso se arrojó sobre mí maldiciendo y ambos caímos, pateando y arañando. Le di un buen rodillazo y le metí un pulgar en un ojo.
Dejó escapar un grito, se apartó e intentó incorporarse. Tiré de su pie y volvió a caer, golpeándose las rodillas. Seguimos rodando en el suelo, pateando, arañando y maldiciendo.
Él era más grande y fuerte que yo, y probablemente estaba más chiflado. Aunque respecto de esto último hay quien piensa lo contrario. Pero yo contaba con la ventaja de mi furia. Kenny estaba desesperado, pero yo estaba cabreadísima.
No quería limitarme a detenerle… quería hacerle daño. No está muy bien, lo reconozco. Nunca me había considerado mezquina y vengativa, pero ¿qué le iba a hacer?
Apreté fuertemente los puños y los descargué sobre él. Oí un crujido y un resoplido y lo vi agitar los brazos en la oscuridad.
Lo cogí de la camisa y grité pidiendo ayuda.
Sus manos me rodearon el cuello y sentí su aliento caliente en la cara.
– Muérete -dijo entre dientes.
Quizá, pero él lo haría conmigo. Me aferraba a su camisa con todas mis fuerzas. Para escaparse tendría que quitársela. Si me asfixiaba y perdía el conocimiento, no podría separar mis dedos de la tela.
Estaba tan concentrada en no soltarlo que no advertí la presencia de Morelli.
– ¡Suéltalo! -me gritaba en el oído.
– ¡Escapará!
– No va a escapar. Lo tengo.
Miré más allá de Morelli y vi a Ranger y Roche doblar la esquina de la casa seguidos de dos polis.
– ¡Quítamela de encima! -chilló Kenny-. ¡Mierda! ¡Esta y su jodida abuela son unas malditas bestias!
Oí otro crujido en la oscuridad y sospeché que Morelli había roto accidentalmente algo perteneciente a Kenny. Como su nariz, tal vez.
15
Había envuelto la jaula de Rex en una gran manta azul para que no se resfriara mientras lo transportaba. Lo saqué cuidadosamente del asiento delantero del Buick y cerré la puerta con el trasero. Qué agradable volver a mi apartamento. Y qué agradable sentirme a salvo. Kenny estaba entre rejas y yo esperaba que siguiese así por mucho tiempo. Con suerte, toda la vida.
Yo y mi hámster subimos en el ascensor. Las puertas se abrieron en el primer piso y cuando salí me sentí enormemente a gusto. Me encantaba mi pasillo, me encantaba el señor Wolesky y me encantaba la señora Bestler. Eran las nueve de la mañana e iba a ducharme en mi propio cuarto de baño. Me encantaba mi cuarto de baño.
Abrí la puerta. Más tarde iría a la oficina para recoger mi comisión. Luego iría de compras. Quizá comprase una nevera nueva.
Puse la jaula de Rex sobre la mesita, al lado del sofá, y descorrí las cortinas. Me encantaban mis cortinas. Permanecí quieta allí por un rato, admirando la vista que tenía del aparcamiento y pensando que también me encantaba el aparcamiento.
Mi hogar, pensé. Tranquilo. Intimo.
Alguien llamó a la puerta.
Acerqué el ojo a la mirilla. Era Morelli.
– Supuse que querrías enterarte de los detalles.
Abrí y di un paso atrás.
– ¿Kenny ha cantado?
Morelli entró en el recibidor. Su postura era de relajamiento, pero sus ojos escudriñaban todo lo que lo rodeaba. Siempre el poli.
– Lo suficiente para armar el rompecabezas. Resulta que había tres conspiradores, como pensamos… Kenny, Moogey y Spiro. Cada uno tenía llave del depósito del guardamuebles.
– Uno para todos y todos para uno.
– Más bien nadie confiaba en nadie. Kenny era el cerebro. Planificó el robo y tenía un comprador en el extranjero para las municiones robadas.
– Los números de teléfono de México y El Salvador.
– Sí. También le dieron un sustancioso adelanto.
– Que se gastó enseguida.
– Así es. ¿A que no adivinas qué pasó cuando fue al almacén a prepararlo todo para el transporte?
– No había nada.
– Has acertado de nuevo. ¿Por qué llevas la cazadora puesta?
– Acabo de llegar. -Volví la cabeza hacia el cuarto de baño, con expresión anhelante. Estaba a punto de ducharme.
– Ya veo.
– Nada ya veo. Habíame de Sandeman. ¿Qué pitos tocaba?
– Sandeman oyó algunas conversaciones entre Moogey y Spiro y sintió curiosidad. De modo que echó mano de una de las múltiples habilidades adquiridas durante su vida de delincuente, sacó la llave del depósito del llavero de Moogey y, mediante un largo proceso de eliminación, encontró el guardamuebles.
– ¿Quién mató a Moogey?
– Sandeman. Se puso nervioso. Creyó que Moogey acabaría por entender lo del camión de la mueblería que tomó prestado.
– Y Sandeman, ¿se lo explicó todo a Kenny?
– Kenny puede ser muy persuasivo.
No me cabía duda.
Morelli jugueteó con la cremallera de mi cazadora.
– Hablando de la ducha…
Tendí el brazo y señalé la puerta con un dedo.
– Fuera.
– ¿No quieres enterarte de lo de Spiro?
– ¿Qué hay de Spiro?
– Todavía no lo hemos pillado.
– Seguro que se ha metido bajo tierra.
Morelli hizo una mueca.
– Es el sentido de humor de los enterradores -añadí.
– Otra cosa. Kenny contó algo interesante sobre cómo se inició el fuego.
– Mentiras. Puras mentiras.
– Podrías haberte evitado muchas situaciones incómodas si hubieses conservado el micrófono en el bolso.
Entrecerré los ojos y me crucé de brazos.
– Más vale olvidarse de ese tema.
– ¡Me dejaste con el culo al aire en medio de la calle!
– Te di tu pistola, ¿no?
– Tendrás que darme más que eso, cariño.
– Olvídalo.
– Ni lo sueñes. Me debes una.
– ¡No te debo nada! Si alguien debe algo a alguien, eres tú a mí. ¡He capturado a tu primo!
– Y entretanto quemaste la funeraria de Stiva y destruíste miles de dólares de propiedad gubernamental.
– Bueno, si vas a ponerte quisquilloso…
– ¿Quisquilloso? Cariñito, eres la peor cazadora de fugitivos de la historia.
– ¡Basta! Tengo cosas mejores que hacer que estar aquí escuchando tus insultos.
Lo empujé fuera de mi apartamento, hacia el pasillo, cerré de un portazo y eché el cerrojo. Presioné la nariz a la puerta y miré por la mirilla.
Morelli sonrió maliciosamente.
– Es la guerra -le grité.
– Qué suerte la mía -contestó-. Soy bueno dando guerra.