Spiro era bajo y moreno, de nudillos velludos y cara dominada por una nariz prominente y una frente inclinada. La cruel verdad es que parecía una rata que toma esteroides, y el rumor acerca de sus recortes de uñas no hizo nada por mejorar la imagen que se tenía de él.
Era amigo de Moogey Bues, pero no parecía que la muerte de éste lo hubiese alterado. Yo había hablado con él, pues su nombre aparecía en la libreta de Kenny. Su reacción fue reservada y cortés. Sí, en el instituto formaba parte de la pandilla de Moogey y Kenny, y sí, continuaron siendo amigos. No, no se le ocurría un motivo para el asesinato de aquél. No, no había visto a Kenny desde que lo detuvieron y no tenía ni idea de dónde podía estar.
En el vestíbulo, Constantine brillaba por su ausencia, pero Spiro, que lucía un impecable traje negro y camisa blanca almidonada, dirigía al tráfico.
La abuela lo examinó como si fuese una basta imitación de una buena joya.
– ¿Dónde está Con?
– En el hospital. Tiene una hernia discal. Ocurrió la semana pasada.
– ¡No! -A la abuela se le cortó la respiración-. ¿Quién se encarga del negocio?
– Yo. De todos modos, ya estoy prácticamente al frente de él. Además, contamos con Louie.
– ¿Quién es Louie?
– Louie Moon. Probablemente no lo conoce, porque trabaja sobre todo de mañana y a veces conduce. Lleva seis meses con nosotros.
Una joven franqueó la puerta, se detuvo en medio del vestíbulo y, mientras se desabrochaba el abrigo, miró alrededor. Spiro la saludó con una leve inclinación de la cabeza, como se suponía que debía hacer un enterrador. La joven le devolvió el saludo de igual modo.
– Parece interesada en ti -dijo la abuela.
Spiro sonrió, mostrando unos dientes tan torcidos que habrían hecho las delicias de cualquier dentista.
– Muchas mujeres se interesan en mí. Soy un buen partido. -Abarcó la estancia con un movimiento del brazo-. Un día todo esto será mío.
– Supongo que podrías mantener muy bien a una mujer.
– Pienso ampliar el negocio. Quizá otorgar una franquicia.
– ¿Has oído eso? -me preguntó la abuela-. Qué agradable encontrar a un joven ambicioso.
De continuar mucho tiempo esa conversación, yo iba a vomitar sobre le traje de Spiro.
– Hemos venido a ver a Danny Gunzer -dije dirigiéndome a Spiro-. Ha sido agradable hablar contigo, pero más vale que entremos, antes de que los Caballeros de Colón ocupen todos los asientos buenos.
– Lo entiendo perfectamente. El señor Gunzer está en la sala verde.
La sala verde solía ser el locutorio. La idea era que fuese una de las mejores estancias de la funeraria, pero Stiva la había pintado de un verde bilioso y había instalado luces tan potentes que habrían podido iluminar un campo de fútbol.
– Odio esa sala -comentó la abuela Mazur, siguiéndome-. Está tan iluminada que a una se le ven todas las arrugas. Eso es lo que pasa cuando dejan que Walter Dumbowski se encargue de la instalación eléctrica. Esos hermanos Dumbowski no saben nada de nada. Oye, si Stiva trata de amortajarme en la sala verde, tú me llevas a casa. Preferiría que me pusieras en la acera para que me recogiese el basurero. Si eres importante te toca una de las nuevas salas de atrás, con las paredes revestidas de madera. Todo el mundo lo sabe.
Betty Szajack y su hermana se hallaban al lado del ataúd abierto. La señora Goodman, la señora Gennaro, la anciana señora Ciak y su hija ya se habían sentado. La abuela Mazur se apresuró y colocó su bolso en una silla plegable de la segunda fila. Una vez asegurado su lugar, se dirigió con paso vacilante hacia Betty Szajack y le dio el pésame, mientras yo me quedaba en la parte de atrás de la sala, hablando con algunas personas. Me enteré de que Gail Lazar estaba embarazada, que el departamento de sanidad había citado a comparecer a Barkalowski, el de la tienda de ultramarinos, y que a Biggy Zaremba lo habían detenido por exhibicionismo. Nada sobre Kenny Mancuso.
Me mezclé entre la concurrencia. Sudaba bajo mi camisa de franela y mi jersey de cuello de cisne e imaginé que mi cabello debía de estar rizándose a causa del calor y la humedad. Para cuando llegué al lado de la abuela Mazur, resollaba como un perro.
– Mira esa corbata. -La abuela observaba fijamente a Gunzer-. Tiene cabecitas de caballo. ¿No es fantástico? Casi me hace desear ser hombre, para que me entierren con una corbata como ésa.
En la parte trasera de la sala se oyó el movimiento de pies al arrastrarse y las conversaciones cesaron al aparecer los Caballeros de Colón. Se adelantaron en parejas y la abuela Mazur se puso de puntillas y giró sobre sus tacones a fin de verlos bien. Un tacón se enganchó en la alfombra y la abuela se inclinó hacia atrás con el cuerpo rígido como una tabla.
Antes de que yo pudiese evitarlo, cayó sobre el ataúd; agitó los brazos en busca de apoyo y finalmente se aferró a un pedestal sobre el que había un gran florero de cristal lleno de gladiolos. El pedestal aguantó el peso, pero el florero se tambaleó y fue a parar estrepitosamente sobre Danny Gunzer, a quien golpeó en la frente. El agua se metió en las orejas de Gunzer y goteó por su barbilla. Los gladiolos se esparcieron sobre el traje gris oscuro. Todos los presentes quedaron sin habla, casi como si esperaran que Gunzer se levantara y gritase, pero éste no hizo nada.
La abuela Mazur era la única que no había quedado petrificada. Se enderezó y se alisó el vestido.
– Bueno, qué suerte que esté muerto -observó-. Así no hay problema.
– ¿Que no hay problema? ¿Que no hay problema, dice? -chilló la viuda de Gunzer, fuera de sí -. Mire su corbata. Está hecha un asco. Pagué un suplemento por esa corbata.
Me disculpé en nombre de la abuela y ofrecí pagar la corbata, pero la señora Gunzer estaba demasiado histérica para oírme.
Amenazó a la abuela con un puño cerrado.
– Deberían encerrarla. A usted y a la chiflada de su nieta. ¡Cazadora de fugitivos! ¿Quién ha oído hablar de algo así?
– ¿Qué ha dicho? -Entrecerré los ojos y puse los brazos en jarras.
La señora Gunzer dio un paso atrás (probablemente temía que le disparara) y yo retrocedí. Cogí a la abuela Mazur del codo, reuní sus pertenencias, la guié hacia la puerta y, con las prisas, casi eché a Spiro al suelo.
– Fue un accidente -explicó la abuela dirigiéndose a Spiro-. Mi tacón se enganchó en la alfombra. Podía haberle pasado a cualquiera.
– Claro. Estoy seguro de que la señora Gunzer se habrá dado cuenta.
– No me he dado cuenta de nada -tronó la señora Gunzer-. Esta mujer es una amenaza pública.
Spiro nos condujo hacia el vestíbulo.
– Espero que este incidente no les impida regresar. Nos gusta que nos visiten las mujeres bonitas. -Se inclinó hacia mí y, con tono conspirador, me susurró al oído-: Quisiera hablar contigo en privado acerca de un negocio del que necesito que te encargues.
– ¿Qué clase de negocio?
– Necesito que encuentres algo, y me han dicho que eres muy buena buscando. He hecho algunas averiguaciones después de que me interrogaras acerca de Kenny.
– Ahora estoy bastante ocupada. Y no soy una investigadora privada.
– Mil dólares de comisión si lo encuentras.
El tiempo pareció detenerse por un instante, mientras me gastaba el dinero mentalmente.
– Claro que, si lo mantenemos en secreto, no veo por qué no ayudar a un amigo. -Bajé, la voz-. ¿Qué buscas?
– Ataúdes -susurró Spiro-. Veinticuatro ataúdes.
Cuando llegué a casa, Morelli estaba esperándome en el pasillo, con la espalda apoyada contra la pared y las piernas cruzadas.
– Deja que adivine -dijo-. Sobras.
– Vaya, ahora sé cómo lograste convertirte en detective.
– Puedo hacerlo mejor. -Olfateó-. Pollo.
– Pareces un sabueso.
Cogió la bolsa mientras yo abría la puerta.
– ¿Has tenido un día difícil?
– A las cinco de la tarde ya no podía serlo más. Si no me quito esta ropa pronto, me llenaré de moho.
Se apartó, entró en la cocina y sacó de la bolsa un trozo de pollo envuelto en papel de aluminio, además de un recipiente con relleno, otro de salsa y otro de puré de patatas. Metió la salsa y el puré en el microondas, y preguntó:
– ¿Cómo te ha ido con la lista?
Le di un plato y cubiertos y saqué una cerveza de la nevera.
– Mal. Nadie lo ha visto.
– ¿Tienes idea de qué podemos hacer ahora?
– No.
¡Sí! ¡El correo! Había olvidado que tenía el correo de Kenny en mi bolso. Lo saqué y lo extendí sobre la encimera de la cocina: una factura de la compañía telefónica, una factura de la tarjeta de crédito, un montón de propaganda y una tarjeta recordando a Kenny que le tocaba la revisión dental.
Morelli echó una ojeada a la vez que añadía salsa al relleno, al puré y al pollo frío.
– ¿Es tu correo?
– No mires.
– ¡Mierda! ¿No hay nada sagrado para ti?