Di las llaves de las taquillas a Eula, cogí el recibo de la entrega, y salí por la puerta trasera.
Morelli me esperaba en el aparcamiento, apoyado contra mi coche, con las manos metidas en los bolsillos, fingiendo ser un chico duro de la calle, lo que probablemente fuese.
– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó.
– No mucho. Y tú, ¿alguna novedad?
Se encogió de hombros.
– Ha sido un día aburrido.
– Ya veo.
– ¿Tienes alguna pista sobre Kenny?
– Nada que compartiría contigo. Anoche me birlaste el recibo del teléfono.
– No te lo birlé. Olvidé que lo tenía en la mano.
– Entonces, ¿por qué no me hablas de esos números mexicanos?
– No hay nada que decir.
– No me lo creo. Y no creo que te esfuerces tanto por encontrar a Kenny porque eres un buen chico de familia.
– ¿Tienes alguna razón para dudarlo?
– Tengo una sensación extraña en la boca del estómago.
– Puedes llevarla al banco -dijo Morelli con una sonrisa maliciosa.
Estaba claro que debía enfocar las cosas de otra manera.
– Creí que formábamos un equipo -dije.
– Hay toda clase de equipos. Algunos equipos trabajan de manera más independiente que otros.
– A ver si te entiendo -repliqué, poniendo los ojos en blanco-. Se trata de que yo comparta toda la información y tú no. Entonces, cuando encontremos a Kenny te lo llevarás por razones que aún desconozco e impedirás que me paguen mi comisión, ¿no?
– No, no es así. Por nada del mundo impediría que te pagaran tu comisión.
¡Vaya por Dios! Yo necesitaba un respiro, y los dos lo sabíamos.
3
Morelli y yo nos habíamos enfrascado en varias batallas, cada uno con efímeras victorias. Sospeché que ésta sería otra guerra, por así decirlo. Y supuse que tendría que aprender a aguantarme. Si me enfrentaba a él, me haría la vida de cazadora de fugitivos difícil, por no decir imposible.
Pero eso no significaba que fuese a convertirme en su felpudo. Lo importante era dar la impresión, en los momentos oportunos, de que lo era. Decidí que ése no era uno de esos momentos y que debía mostrarme enfadada y ofendida. No resultaría fácil, puesto que así me sentía en realidad. Salí apresuradamente del aparcamiento de la comisaría y fingí saber adonde iba, aunque de hecho no lo sabía. Faltaba poco para las cuatro de la tarde y por el momento no tenía más datos que constatar acerca del caso de Mancuso, de modo que enfilé hacia casa, repasando por el camino mis progresos.
Sabía que debía ir a ver a Spiro, pero la idea no me entusiasmaba. Al contrario que a la abuela Mazur, no me gustaban los tanatorios. De hecho, la muerte me parecía ligeramente horripilante. Como de todos modos no estaba de muy buen humor, la demora me pareció adecuada.
Aparqué detrás de mi edificio y decidí subir por las escaleras, puesto que las tortitas de arándano del desayuno todavía rebosaban por encima de mis Levis. Entré en mi apartamento y a punto estuve de pisar un sobre que alguien había metido por debajo de la puerta. Era un sobre blanco corriente, con mi nombre impreso en letras plateadas, de esas que se pegan. Lo abrí y leí las dos frases del mensaje, también escrito en letras pegadas.
«Tómate unas vacaciones. Será bueno para tu salud.»
No había folletos turísticos adjuntos, así que supuse que no se trataba de propaganda para un crucero.
Pensé en la alternativa. Una amenaza. Por supuesto, si era una amenaza de Kenny, eso significaba que todavía se hallaba en Trenton. Y, mejor aún, significaba que yo había hecho algo que le preocupaba. Aparte de Kenny, no imaginaba quién podía amenazarme. Quizá un amigo de Kenny. Tal vez Morelli. Posiblemente mi madre.
Saludé a Rex, dejé caer mi bolso y el sobre en la encimera de la cocina y escuché los mensajes en el contestador automático.
Mi prima Kitty, que trabajaba en un banco, me informaba de que, como le había pedido, estaba vigilando la cuenta de Mancuso, pero que no había nuevos movimientos.
Mi mejor amiga de toda la vida, Mary Lou Molnar, que ahora se llamaba Mary Lou Stankovic, me preguntaba si aún seguía en este mundo, ya que hacía un montón de tiempo que no sabía nada de mí.
El último mensaje era de la abuela Mazur.
«Odio estos estúpidos aparatos. Siempre me siento como una boba, hablando con nadie. He leído en el periódico que esta noche habrá un velatorio por el tipo ese de la gasolinera, y me vendría bien que me llevaras. Elsie Farnsworth dijo que me acompañaría, pero odio ir con ella porque tiene artritis en las rodillas y a veces el pie se le queda pegado al acelerador.»
Un velatorio por Moogey Bues. Merecería la pena. Crucé el pasillo para pedir prestado el periódico al señor Wolesky. El señor Wolesky tenía la tele encendida día y noche, y yo siempre debía aporrear su puerta. Entonces abría y decía que con tanto golpe iba a tirar la puerta abajo. Cuando hace cuatro años tuvo un infarto, llamó a una ambulancia, pero se negó a que se lo llevaran hasta que no hubiese terminado un programa de concursos.
El señor Wolesky abrió y me miró airadamente.
– No tienes por qué aporrear la puerta. No estoy sordo, ¿sabes?
– Me preguntaba si podría prestarme su periódico.
– A condición de que me lo devuelvas enseguida. Necesito la programación de la tele.
– Sólo quería ver la sección necrológica.
Abrí el periódico y eché un vistazo a la sección necrológica. Moogey Bues se encontraba en la funeraria de Stiva. A las siete.
Le devolví el periódico al señor Wolesky y le di las gracias.
Telefoneé a la abuela Mazur y le dije que la recogería a las siete. No acepté la invitación a cenar de mi madre, le prometí que no me pondría téjanos para ir al velatorio, colgué el auricular y, para controlar el daño hecho por las tortitas, busqué algo que comer en la nevera que fuese bajo en calorías.
Estaba dando buena cuenta de una ensalada cuando sonó el teléfono.
– ¡Hola! -Era Ranger-. Apuesto a que estás cenando ensalada.
Hice caso omiso de su comentario, y pregunté:
– ¿Tienes algo que decirme sobre Mancuso?
– Mancuso no vive aquí. No viene aquí de visita. No tiene negocios aquí.
– Oye, sólo por pura curiosidad, si tuvieras que buscar veinticuatro ataúdes perdidos, ¿por dónde empezarías?
– ¿Están vacíos o llenos?
Mierda, había olvidado preguntarlo. Cerré fuertemente los ojos. Por favor, Diosito, que estén vacíos, rogué.
Colgué y marqué el número de Eddie Gazzara.
– Eres tú quien paga la llamada -dijo.
– Quiero saber en qué caso está trabajando Morelli.
– La mitad de las veces ni siquiera su capitán sabe en qué asunto está trabajando.
– Lo sé, pero oyes rumores, imagino.
Gazzara dejó escapar un suspiro, y dijo:
– Intentaré averiguar algo.
Morelli era miembro de la brigada antivicio, lo que significaba que estaba en otro edificio, en otra parte de Trenton. La brigada trabajaba mucho con la DEA, el departamento para la lucha contra la droga, y la dirección de aduanas, y mantenía sus proyectos en secreto. De todos modos, los hombres hablaban en los bares y el personal administrativo y las esposas cotilleaban.
Me quité los téjanos y me puse panties y un traje adecuado a las circunstancias. Me calcé unos zapatos de tacón, me apliqué laca en el cabello y rímel en las pestañas, di un paso atrás y me miré. No estaba mal, pero no creía que si Sharon Stone me veía se muriese de rabia y celos.