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– Mira esa falda -soltó mi madre en cuanto abrió la puerta-. No me sorprende que con esas faldas cortas haya tanto crimen por ahí. ¿Cómo puedes sentarte con una falda así? Se te ve todo.

– Me llega cinco centímetros por encima de la rodilla. No es tan corta.

– No tenemos todo el día para hablar de faldas -intervino la abuela Mazur-. He de llegar a la funeraria. Tengo que ver cómo arreglaron a ese tipo. Espero que no hayan tapado demasiado los agujeros de las balas.

– No te hagas ilusiones. Creo que en este caso el féretro estará cerrado.

No sólo habían disparado contra Moogey, sino que le habían practicado una autopsia. Imaginaba que habrían necesitado unas cuantas horas para juntar los pedazos.

– ¡Un ataúd cerrado! Eso sería condenadamente decepcionante. La gente dejará de asistir a los velatorios si sabe que Stiva cierra los ataúdes. -La abuela se abrochó la rebeca sobre el vestido y se metió el bolso bajo el brazo-. En el periódico no decía que el féretro estaría cerrado.

– Te espero luego -me dijo mi madre-. He hecho pastel de chocolate.

– ¿Estás segura de que no quieres venir? -le preguntó la abuela Mazur.

– No conocía a Moogey Bues. Tengo cosas mejores que hacer que ir al velatorio de un perfecto desconocido.

– Yo tampoco iría, pero estoy ayudando a Stephanie con esta caza. Puede que Kenny Mancuso se presente, y en ese caso Stephanie necesitará ayuda. En la tele he visto que para pararle los pies a alguien hay que hundirle los dedos en los ojos.

– Es tu responsabilidad -me advirtió mi madre-. Si le metes los dedos en los ojos a alguien, será culpa tuya.

La puerta de la sala estaba abierta a fin de que entrasen todas las personas que habían ido a ver a Moogey Bues. De inmediato, la abuela Mazur se abrió paso a codazos, arrastrándome con ella.

– ¡Vaya! Qué jeta -comentó al llegar a las sillas de primera fila-. Tenías razón. Le han bajado la tapa. -Entrecerró los ojos-. ¿Cómo sabremos que el que está dentro es realmente Moogey Bues?

– Estoy segura de que alguien lo ha comprobado. -Pero no lo sabemos con certeza. La miré en silencio.

– Tal vez debiésemos echar una ojeada para averiguarlo. -¡No!

Todos dejaron de hablar y volvieron la cabeza hacia nosotros. Me disculpé con una sonrisa y rodeé a la abuela con un brazo para contenerla.

– No está bien eso de mirar dentro de un ataúd cerrado -le susurré con tono de severidad-. Además, no es de tu incumbencia y a nosotras no nos importa que Moogey Bues esté allí. Si no lo está, es cosa de la policía.

– Podría ser importante para tu caso. Puede que tenga algo que ver con Kenny Mancuso.

– Eres una metomentodo. Quieres ver los agujeros de las balas.

– Eso también.

Advertí que Ranger también había ido al velatorio. Que yo supiera, su ropa sólo era de dos colores: el verde de los uniformes del ejército y un negro malévolo. Esa tarde vestía de negro malévolo, cuya monotonía rompían dos pendientes dobles que centelleaban bajo la luz. Como siempre, llevaba el cabello recogido en una coleta. Como siempre, llevaba chaqueta. En esta ocasión era de cuero negro. Y no me costaba imaginar qué habría debajo. Probablemente suficientes armas para hacer desaparecer del mapa a un pequeño país europeo. Se había colocado contra la pared de atrás, con los brazos cruzados, el cuerpo relajado y los ojos alerta.

En el otro extremo se encontraba Joe Morelli, que había adoptado la misma pose.

Observé a un hombre deslizarse entre unas personas agrupadas en la puerta. Examinó rápidamente la sala y saludó a Ranger con una inclinación de la cabeza.

Sólo quien conociese a Ranger se habría enterado que había correspondido al saludo.

Lo miré y él pronunció la palabra «Sandeman». El nombre no significaba nada para mí.

Sandeman se acercó al féretro y contempló silenciosamente la pulida superficie de madera. No había expresión en su rostro. Diríase que lo había visto todo y que nada le asombraba. Sus ojos eran oscuros, hundidos y rodeados de arrugas. Imaginé que éstas se debían más a una vida disoluta que al sol y la risa. Su cabello era negro, y lo peinaba hacia atrás con brillantina.

Me pilló observándolo y, tras mirarnos por un instante, él desvió la vista.

– Tengo que hablar con Ranger -le dije a la abuela Mazur-. Si te dejo sola, ¿me prometes que no te meterás en líos?

La abuela resopló.

– Eso es un insulto. Creo que, después de tantos años, sé cómo comportarme.

– No se te ocurra tratar de ver lo que hay en el féretro.

– Já

– ¿Quién es el tipo que acaba de acercarse al ataúd? -pregunté a Ranger-. Ese tal Sandeman.

– Se llama Perry Sandeman, y te advierto que si lo irritas, te duerme por mucho tiempo.

– ¿Cómo es que lo conoces?

– Anda por ahí. Consigue un poco de droga de los compañeros.

– ¿Qué hace aquí?

– Trabaja en la gasolinera.

– ¿En la de Moogey?

– Así es. He oído decir que estaba allí cuando a Moogey le dispararon en la rodilla.

Alguien gritó al otro extremo de la sala y se oyó el ruido producido por un objeto pesado al cerrarse. Un objeto pesado como la tapa de un ataúd. Puse involuntariamente los ojos en blanco y sacudí la cabeza.

Spiro apareció en la puerta, relativamente cerca de mí. Con expresión ceñuda, avanzó a grandes zancadas, abriéndose paso entre la multitud, con lo que pude ver claramente a la responsable de aquel ruido. Era la abuela Mazur.

– Ha sido mi manga -dijo la abuela a Spiro-. La pilló accidentalmente la tapa y la condenada se abrió sólita. Podría ocurrirle a cualquiera.

La abuela me miró e hizo una señal con el pulgar levantado.

– ¿Es tu abuela? -preguntó Ranger.

– Sí. Quería asegurarse de que Moogey se encontraba dentro.

– Vaya genes los tuyos, nena.

Spiro comprobó que la tapa estuviera bien cerrada y volvió a colocar el ramo de flores que se había caído.

Me acerqué a toda prisa, dispuesta a apoyar la teoría de la tapa pillada con la manga, pero ya no era necesario. Obviamente, Spiro deseaba quitar importancia al incidente. Dirigió comentarios de consuelo a los deudos más cercanos y se dedicó a quitar las huellas de la abuela Mazur de la brillante superficie de madera.

– Mientras la tapa estuvo abierta no pude evitar ver que has hecho un buen trabajo -dijo la abuela a Spiro, a cuyo lado permanecía-. Los agujeros casi no se veían, excepto donde la masilla se ha hundido un poco.

Spiro asintió con aire solemne y, tocándole apenas la espalda con la yema de los dedos, la apartó hábilmente del féretro.

– En el vestíbulo tenemos té. ¿No le apetece una taza después de esta desagradable experiencia?

– Supongo que no me haría daño. De todos modos ya había acabado aquí.

La acompañé al vestíbulo y me aseguré de que realmente fuera a tomar el té. Cuando se instaló en una silla con la taza y unas galletas, fui a buscar a Spiro. Salí por la puerta lateral y lo pillé fumando a hurtadillas, bajo una aureola de luz artificial.

Había refrescado, pero él no pareció darse cuenta. Dio una profunda calada y dejó escapar lentamente el humo. Supuse que intentaba absorber la mayor cantidad de alquitrán posible, a fin de acabar más pronto con su miserable vida.

Me acerqué a él y pregunté:

– ¿Quieres hablar ahora de…? Bueno…, ya sabes…

Asintió con la cabeza, dio una última y larga calada y arrojó el cigarrillo al camino de acceso.

Te habría llamado esta tarde, pero supuse que vendrías a ver a Moogey Bues. Necesito encontrar esas cosas… cuanto antes.

– Los féretros son como cualquier otra cosa. Los fabricantes tienen excedentes, ataúdes defectuosos y liquidación de saldos. A veces uno puede comprar lotes a buen precio. Hará unos seis meses hice una oferta por uno y conseguí veinticuatro ataúdes por debajo del coste. No tenemos mucho espacio, de modo que los metí en un guardamuebles.