Spiro sacó un sobre del bolsillo de la americana, y del sobre, una llave, que alzó para que yo la examinara.
– Ésta es la llave de la nave del guardamuebles donde los había metido. Las señas están en el sobre. Los ataúdes estaban envueltos en plástico para protegerlos durante el transporte y embalados para poder apilarlos. También tienes una fotografía de un féretro. Todos eran iguales. Muy sencillos.
– ¿Has informado a la policía?
– No he hablado con nadie del robo. Quiero recuperar los ataúdes con la menor publicidad posible.
– Esto está fuera de mi especialidad.
– Mil dólares.
– ¡Dios, Spiro, estamos hablando de féretros! ¿A quién se le ocurriría robar féretros? Y ¿por dónde empezar a buscarlos? ¿Tienes alguna pista, alguna idea?
– Tengo una llave y una nave vacía.
– Quizá lo mejor sea que aceptes la pérdida y que la aseguradora se haga cargo.
– No puedo pedir el pago a la aseguradora sin haber informado a la policía, y no quiero a la policía mezclada en esto.
Los mil dólares suponían una tentación, pero el trabajo era más que extraño. Sinceramente, no sabía por dónde empezar a buscar veinticuatro ataúdes perdidos.
– Supongamos que los encuentro… ¿Qué pasa luego? ¿Cómo esperas recuperarlos? Me parece que si alguien es lo bastante mezquino como para robar un féretro, será lo bastante malo como para luchar por conservarlo.
– Vayamos paso a paso. Tu comisión por encontrarlos no incluye su recuperación. Eso será problema mío.
– Supongo que puedo preguntar por ahí.
– Esto tiene que ser confidencial.
Perfecto. ¿Acaso iba yo a querer que alguien supiera que buscaba ataúdes? ¡Vamos!
– Prometo no decir nada. -Cogí el sobre y lo metí en mi bolso-. Otra cosa. Estos ataúdes están vacíos, ¿verdad?
– Claro que sí.
Volví a buscar a la abuela, pensando que tal vez no fuese una misión muy difícil. Spiro había perdido un montón de jodidos ataúdes. No sería muy fácil esconderlos. No era algo que uno pudiese meter en el maletero del coche y marcharse tan campante. Alguien había entrado con un camión y se los había llevado. Tal vez alguien de la casa. Quizá alguien del guardamuebles hubiera timado a Spiro. Pero ¿qué podía hacer luego? El mercado para los féretros es limitado. No podían usarse como macetas o como base de una lámpara. Tendrían que venderlos a otras funerarias. Esos rateros tenían que ser los peores del mundo del hampa. ¡Un mercado negro de féretros!
Encontré a la abuela tomando té con Joe Morelli. Nunca antes lo había visto con una taza de té en la mano, y aquello me desconcertó. Cuando adolescente, Morelli era un salvaje. Dos años en la infantería de marina y doce más en la policía le habían enseñado a controlarse, pero yo estaba segura de que, a menos que lo castrasen, sería imposible domesticarlo del todo. Siempre hubo en él una parte bárbara que zumbaba por debajo de la superficie. A veces me atraía, y otras, me espantaba.
– Mírala, ya está aquí -dijo la abuela al verme-. Hablando del diablo.
Morelli sonrió maliciosamente.
– Hemos estado hablando de ti.
– Vaya, qué bien.
– Me he enterado de que tuviste una reunión secreta con Spiro.
– Cuestión de trabajo.
– ¿Está relacionada con el hecho de que Spiro, Kenny y Moogey fueron amigos en el instituto?
Enarqué una ceja, dándole a entender que me sorprendía.
– ¿Eran amigos en el instituto?
– Inseparables.
– Vaya.
– Por lo que veo, todavía estás de mal humor -dijo con una sonrisa más amplia.
– ¿Estás burlándote de mí?.
– No exactamente.
– Entonces, ¿qué?
Con las manos metidas en los bolsillos, se meció sobre los talones.
– Creo que eres una monada.
– ¡Oh, Dios!
– Es una pena que no estemos trabajando juntos. Si lo hiciéramos, podría hablarte del coche de mi primo.
– ¿Qué le ocurre a su coche?
– Lo encontraron esta tarde. Abandonado. No había cuerpos en el maletero. Ni manchas de sangre. Ni Kenny.
– ¿Dónde?
– En el aparcamiento del centro comercial.
– Puede que Kenny estuviese comprando allí.
– No lo creo. Los de seguridad del centro recuerdan haber visto el coche aparcado toda la noche.
– ¿Estaban puestos los seguros de las puertas?
– Todos menos la del lado del conductor.
Reflexioné un momento.
– Si yo fuera a abandonar el coche de mi primo, me aseguraría de cerrar bien todas las puertas.
Morelli y yo nos miramos fijamente, pero no dijimos lo que pensábamos. Tal vez Kenny estuviese muerto. No había motivos reales para pensarlo, pero tuve una premonición, y me pregunté qué tendría que ver todo aquello con la carta que acababa de recibir.
Morelli reconoció la posibilidad apretando la boca.
– Aja.
Tras echar abajo los tabiques de lo que en tiempos fueran el vestíbulo y el comedor de la gran casa de estilo Victoriano, Stiva había formado una gran sala de espera. La moqueta que cubría el suelo amortiguaba los pasos. Servían el té sobre una mesa de biblioteca de madera de arce al lado de la puerta de la cocina. La iluminación era tenue, había sillas estilo reina Ana, mesitas agrupadas para que la gente pudiera conversar y pequeños arreglos florales distribuidos en diferentes lugares. Habría resultado un lugar agradable de no ser por la certeza de que el tío Harry, la tía Minnie o Morty el cartero se encontraban desnudos en otra parte de la casa, muertos, e inyectados con una buena dosis de formaldehído.
– ¿Te apetece un té? -preguntó la abuela. Negué con la cabeza. Lo que yo quería no era té sino aire fresco y pastel de chocolate. Y quitarme los panties.
– Estoy lista para irnos. ¿Y tú? La abuela miró alrededor.
– Es un poco temprano, pero supongo que ya no me falta ver a nadie. -Dejó la taza sobre la mesa y cogió su bolso-. De todos modos me vendría bien un poco de pastel de chocolate -dijo. Se volvió hacia Morelli, y añadió-: Esta noche en casa ha habido pastel de chocolate como postre, y todavía queda. Siempre preparamos una ración doble.
– Hace mucho tiempo que no como pastel de chocolate casero.
– ¿Ah, sí? -dijo la abuela, alerta-. Bueno, puedes compartir el nuestro. Tenemos mucho.
Un sonido estrangulado se escapó del fondo de mi garganta, y volviéndome hacia Morelli le ordené con la mirada que dijera que no, que no, que no.
Él me dirigió una mirada de ingenuidad que significaba «¿que?», y dijo:
– Me parece estupendo. Me encantaría una ración de pastel de chocolate.
– Bien -anunció la abuela-. ¿Sabes dónde vivimos?
Morelli nos aseguró que encontraría la casa con los ojos vendados, pero, como ya era de noche, para asegurarse de que estuviésemos a salvo nos seguiría. -¡Vaya por Dios! -exclamó la abuela cuando nos encontramos a solas-. ¿Te das cuenta de que le preocupa nuestra seguridad? ¿Conoces a un joven más educado? Y está guapísimo. Además, es poli. Apuesto a que lleva pistola debajo de la chaqueta.
Iba a necesitarla cuando mi madre lo viera en la entrada de su casa. Mi madre miraría por la puerta mosquitera y no vería a Joe Morelli, un hombre en busca de pastel. No vería al Joe Morelli, que graduó en el instituto y se alistó en la infantería de marina. No vería a Morelli el poli. Mi madre vería a Joe Morelli, el calenturiento chiquillo de ocho años de dedos ágiles que me llevó al garaje de su padre para jugar al trenecito cuando yo contaba seis añitos.
– Esta es una buena oportunidad para ti -comentó la abuela cuando aparcamos junto al bordillo-. Te vendría bien un hombre.