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– Éste no.

– ¿Qué le pasa a éste?

– No es mi tipo.

– Tienes un gusto pésimo en lo que a hombres se refiere. Tu ex marido es un pelmazo. Todos sabíamos que lo era cuando te casaste con él, pero no quisiste hacernos caso.

Morelli se detuvo detrás de mi coche y bajó de su furgoneta. Mi madre abrió la puerta mosquitera y a pesar de la distancia advertí que apretaba los labios y se ponía rígida.

– Todos hemos venido a comer pastel -explicó la abuela cuando llegamos al porche-. Hemos traído al agente Morelli porque lleva mucho tiempo sin comer pastel casero.

Mi madre apretó aún más los labios.

– Espero no estorbar -dijo Morelli-. Sé que no esperaba invitados.

Esta afirmación inicial abre todas las puertas del barrio. Ninguna ama de casa que se precie reconocerá que su hogar no está preparado para recibir invitados las veinticuatro horas del día. Hasta a Jack el Destripador le franquearían la entrada con pronunciar esa frase.

Mi madre asintió brevemente con la cabeza, se apartó de mala gana y los tres entramos.

Por temor a la bronca, nunca le habíamos hablado a mi padre del incidente del trenecito. Eso significaba que no sentía ni más ni menos desprecio y desconfianza por él que por cualquier otro pretendiente en potencia que mi madre y mi abuela encontraran en la calle. Lo examinó rápidamente, mantuvo una mínima conversación superficial y volvió a centrar su atención en la tele, simulando no hacer caso de mi abuela cuando ésta repartió el pastel.

– Era cierto, el ataúd de Moogey Bues estaba cerrado -observó la abuela-. De todos modos lo vi, gracias al accidente.

Mi madre la miró con expresión de alarma.

– ¿Qué accidente?

Me quité la cazadora.

– La abuela abrió accidentalmente la tapa al enganchársele una manga.

Horrorizada, mi madre alzó los brazos en un gesto de súplica.

– La gente no ha parado de llamar para contarme lo de los gladiolos. Mañana tendré que soportar que me hablen de lo de la tapa del ataúd.

– No estaba muy bien. Le dije a Spiro que había hecho un buen trabajo, pero fue una mentirijilla.

Morelli llevaba chaqueta sobre una camisa negra de punto. Al sentarse, se le abrió la chaqueta revelando la pistola que llevaba a la cadera.

– ¡Bonita pipa! -exclamó la abuela-. ¿Qué es? ¿Una cuarenta y cinco?

– Es una nueve milímetros.

– Supongo que no me dejarías echarle un vistazo, ¿verdad? Me encantaría ver lo que se siente con una pistola como ésa.

– ¡No! -exclamamos todos al unísono. -Disparé contra un pollo una vez -explicó la abuela-. Fue un accidente.

Advertí que Morelli estaba un poco sorprendido.

– ¿Dónde le disparó? -preguntó por fin.

– En el culo. Se lo volé.

Tras dar cuenta de dos raciones de pastel y tres cervezas, Morelli se despegó de la tele. Nos fuimos juntos y nos quedamos hablando en la acera. No había estrellas ni luna en el cielo y casi todas las casas estaban a oscuras. Tampoco había tráfico en la calle. En otras partes de Trenton quizá se tuviera una sensación de peligro por la noche. En el barrio, la sensación era de tranquilidad y seguridad.

Morelli me alzó el cuello de la cazadora para protegerme del aire frío. Me rozó la mejilla con los nudillos y miró fijamente mis labios.

– Tienes una familia agradable.

Entrecerré los ojos.

– Si me besas, gritaré y mi padre saldrá para darte un puñetazo en la nariz.

Por supuesto, omití decir que antes de que ocurriera cualquiera de esas cosas, yo me habría meado.

– Podría dejarlo fuera de combate.

– Pero no lo harías.

Morelli no había soltado el cuello de mi cazadora.

– No, no lo haría.

– Háblame otra vez del coche. ¿No había señales de lucha?

– Ninguna. Las llaves se encontraban en el encendido y la portezuela del conductor estaba cerrada, pero sin seguro.

– ¿Había sangre en el pavimento?

– No he ido allí, pero el laboratorio miró y no halló pruebas tangibles.

– ¿ Huellas dactilares?

– Están analizándolas.

– ¿Objetos personales?

– Ninguno.

– Entonces no vivía en el coche -concluí.

– Veo que estás mejorando en esto de cazar fugitivos. Haces todas las preguntas adecuadas.

– Veo mucha televisión.

– Hablemos de Spiro.

– Spiro me ha contratado para que le solucione un problema.

– ¿Un problema funerario? -dijo Morelli con una amplia sonrisa.

– No quiero hablar de ello.

– ¿No tiene nada que ver con Kenny?

– Lo juro.

La ventana de arriba de la casa se abrió y mi madre asomó la cabeza.

– Stephanie -susurró, pero cualquiera podía oírla-, ¿qué haces ahí fuera? ¿Qué pensarán los vecinos?

– No se preocupe, señora Plum -le gritó Morelli-. Ya me iba.

Cuando llegué a casa, Rex corría en su rueda. Encendí la luz y se paró en seco, abrió de par en par sus ojillos negros y agitó el bigote, indignado ante la repentina desaparición de la noche.

Mientras me dirigía hacia la cocina me quité los zapatos de sendas patadas. Una vez allí, dejé caer el bolso sobre la encimera y pulsé el botón de reproducción de mensajes en el contestador.

Solo había un recado, de Gazzara, que llamó al acabar su turno para decirme que nadie sabía mucho acerca de Morelli. Salvo que trabajaba en algo importante y que tenía que ver con la investigación sobre Mancuso y Bues.

Pulsé el botón para apagar el aparato y marqué el número de Morelli.

El teléfono sonó seis veces antes de que contestara, resollando ligeramente. Probablemente acababa de llegar a su apartamento. No me parecía que hiciera falta hablar de nimiedades, y fui directo al grano.

– Desgraciado.

– Caray, me pregunto quién será.

– Me mentiste. Y lo sabía. Lo supe desde el principio. Eres un idiota.

Se produjo un silencio tenso, y me di cuenta de que mi acusación cubría un gran territorio, así que limité el campo.

– Quiero saber de qué va ese importante caso secreto en el que estás trabajando, y quiero saber qué tiene que ver con Kenny Mancuso y Moogey Bues.

– ¡Ah! Te referías a esa mentira.

– ¿Y bien?

– No puedo hablarte de ello.

4

Pasé casi toda la noche sin pegar ojo, pensando en Kenny Mancuso y Joe Morelli. A las siete de la mañana me levanté. Estaba de mal humor y hecha polvo. Me duché, me puse unos téjanos y una camiseta y preparé café.

Mi principal problema consistía en que tenía muchas ideas sobre Joe Morelli y casi ninguna acerca de Kenny Mancuso.

Me serví un cuenco de cereales, llené de café mi tazón con un dibujo del pato Daffy y eché un vistazo al contenido del sobre que me había dado Spiro. El guardamuebles se encontraba cerca de la carretera 1, en un pequeño polígono industrial. La foto del ataúd perdido era un recorte de una especie de folleto en el que figuraba un féretro que debía de ser de los más baratos que ofrecían las funerarias. Consistía en poco más que una sencilla caja de pino, sin las tallas y los bordes biselados característicos de los ataúdes que se estilan en el barrio. Me resultaba incomprensible que Spiro adquiriera veinticuatro cajas de ésas. En el barrio la gente gastaba mucho dinero en los funerales y en las bodas. Que te enterraran en uno de esos féretros sería peor que tener el cuello de la camisa sucio. Hasta mi vecina, la señora Ciak, que vivía de su pensión y apagaba las luces a las nueve de la noche para ahorrar electricidad, había ahorrado miles de dólares para su entierro.

Acabé mi cereal, lavé el cuenco y la cuchara, me serví otra taza de café y llené el comedero de Rex. Excitado, Rex salió de la lata de sopa y donde dormía agitó la nariz. Se abalanzó sobre el alimento, vibrando de dicha. Eso es lo bueno de los hámsters. Basta muy poca cosa para hacerlos felices.