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Cogí mi cazadora y el gran bolso de cuero negro en el que guardaba los chismes que necesitaba para cazar fugitivos y me dirigí hacia la escalera. A través de la puerta del apartamento del señor Wolesky me llegaba el sonido de la tele, y el olor a beicon frito emanaba del apartamento de la señora Karwatt, en el otro extremo del pasillo. Salí del edificio y me detuve por un instante para disfrutar del fresco aire matinal. Unas pocas hojas se aferraban, tenaces, a los árboles, pero la mayor parte de las ramas estaban desnudas y, recortadas contra el cielo brillante, parecían telas de araña. Un perro ladró en algún lugar detrás de mi edificio y la puerta de un coche se cerró de golpe. El señor suburbano iba a trabajar. Y Stephanie Plum, extraordinaria cazadora de fugitivos, se disponía a buscar veinticuatro féretros.

El tráfico de Trenton parecía insignificante comparado con el que los viernes por la tarde salía de la ciudad por el túnel Holland. Pero aun así era una lata. Decidí conservar la poca cordura que tenía esa mañana, y renuncié a los atascos de Hamilton. Doblé en Linnert y, tras dos manzanas de frenar y arrancar una y otra vez, me interné en los deteriorados barrios que rodean el centro. Rodeé la estación del ferrocarril, crucé la ciudad y recorrí medio kilómetro de la carretera 1 antes de salir a la avenida Oatland.

El guardamuebles R amp; J Storage, ocupaba la cuarta parte de una hectárea en esta avenida. Diez años atrás aquella zona era una especie de vertedero, un terreno abandonado cubierto de maleza, botellas rotas, colillas, condones y basura en general. El sector industrial acababa de descubrir Oatland y ahora ese terreno albergaba una imprenta, una empresa de artículos de fontanería y el guardamuebles. La hierba erizada había sido sustituida por aparcamientos asfaltados, pero los vidrios rotos, las colillas y los diversos desechos urbanos habían aguantado el embate y se amontonaban junto a los bordillos y en rincones descuidados.

Una valla de alambre rodeaba el guardamuebles, y dos senderos, el de entrada y el de salida, conducían a una serie de depósitos del tamaño de un garaje. Según anunciaba un pequeño cartel, el horario de trabajo era de las siete de la mañana a las diez de la noche, los siete días de la semana. Las verjas de entrada y salida se encontraban abiertas, y un pequeño cartel que rezaba abierto colgaba de la puerta de cristal del despacho. Los edificios estaban pintados de blanco con bordes de un azul brillante. Transmitían una impresión de energía y eficacia. Era el lugar idóneo para ocultar féretros destinados al mercado negro.

Entré en el sendero y conduje a paso de tortuga, mirando los números, hasta llegar a la nave 16. Aparqué delante de ésta, me apeé, metí la llave en la cerradura y pulsé el botón que activaba la puerta hidráulica. Ésta se abrió y, ¡sorpresa, sorpresa!, el depósito estaba vacío. Ni ataúdes ni pistas.

Permanecí allí por un instante, imaginando los ataúdes de pino amontonados. Me volví, dispuesta a marcharme, y a punto estuve de chocar con Morelli.

– ¡Dios! -exclamé, llevándome una mano al pecho, sorprendida-. Odio que te acerques sigilosamente por detrás. ¿Se puede saber qué haces aquí?

– Estoy siguiéndote.

– No quiero que me sigas. ¿Estás seguro de que no violas mis derechos, de que no me sometes a acoso policial?

– A la mayoría de las mujeres les gustaría que las siguiera.

– No soy la mayoría de las mujeres.

– Dímelo a mí. -Señaló la nave vacía-. ¿De qué se trata?

– De todos modos, tarde o temprano te enterarás… Busco unos féretros.

Esbozó una sonrisa de incredulidad.

– ¡En serio! -exclamé-. Spiro tenía veinticuatro ataúdes almacenados aquí y han desaparecido.

– ¿Que han desaparecido? ¿Quieres decir que los han robado? ¿Ha informado a la policía del robo?

Negué con la cabeza.

– No quería mezclar a la policía en esto -dije-. No quería que se supiera que había comprado un montón de ataúdes y que luego los perdió.

– Lamento aguarte la fiesta, pero esto me da mala espina. La gente que pierde algo que vale mucho informa a la policía para cobrar el seguro.

Cerré la puerta y dejé caer la llave en mi bolso.

– Si encuentro los ataúdes perdidos me pagará mil dólares. De modo que no tengo la menor intención de creer que se trata de algo dudoso.

– ¿Qué hay de Kenny? Creí que estabas buscándolo.

– Por el momento no consigo avanzar con lo de Kenny.

– ¿Te has rendido?

– Digamos que estoy tomando distancias.

Abrí la puerta del jeep, me senté al volante y metí la llave en el encendido. Para cuando el motor arrancó, Morelli se había ubicado a mi lado.

– ¿Adonde vamos?

– Yo voy a la oficina para hablar con el gerente, no sé tú.

Morelli sonreía de nuevo.

– Esto podría ser el principio de una nueva carrera. Si resulta que tienes éxito podrías ascender y dedicarte a atrapar violadores de tumbas.

– Muy gracioso. Sal de mi coche.

– Creí que éramos socios.

¿Estaba de broma? Di marcha atrás, me dirigí hacia la oficina, aparqué y bajé del jeep. Morelli iba pisándome los talones.

Me detuve y me volví. Le puse una mano en el pecho para mantenerlo a distancia.

– Alto ahí. Éste no es un proyecto colectivo.

– Podría ayudarte. Con mi presencia tus preguntas resultarían más creíbles y tendrías más autoridad.

– ¿Y por qué motivo harías algo así?

– Porque soy un chico bueno.

Sentí que mis dedos se aferraban a su camisa y me esforcé por relajarme.

– No me convences.

– En el instituto, Kenny, Moogey y Spiro eran uña y carne. Moogey está muerto. Tengo la impresión de que Julia, la novia, no tiene nada que ver. Puede que Kenny haya pedido ayuda a Spiro.

– Y yo trabajo para Spiro y no estás muy seguro de que lo de los féretros sea cierto, ¿verdad?

– No sé qué pensar. ¿Tienes más información? ¿Dónde los compró? ¿Cómo eran?

– Son de madera. De un metro noventa, más o menos…

– Si hay algo que odio, es una cazadora de fugitivos que se pasa de lista.

Le enseñé la foto.

– Tienes razón -dijo-. Son de madera y miden más o menos un metro noventa.

– Y son feos.

– Vaya si lo son.

– Y muy sencillos -añadí.

– A la abuela Mazur no la meterían en uno de ésos, ni muerta -comentó Morelli.

– No todos son tan perspicaces como la abuela Mazur. Estoy segura de que Stiva tiene una amplia gama de ataúdes.

– Deberías dejarme interrogar al gerente. Hago esas cosas mejor que tú.

– ¡Ya basta! Métete en el coche.

Pese a nuestras discusiones, Morelli me caía relativamente bien. De hacer caso a mi sentido común, me alejaría de él, pero la sensatez nunca ha sido una de mis características. Me agradaba que se dedicara a fondo a su trabajo y que hubiese dejado atrás el salvajismo de su adolescencia. Había sido un chico duro, y ahora era un poli duro. Machista, pero eso no era del todo culpa suya. A fin de cuentas, era de Nueva Jersey y, para colmo, un Morelli, de modo que me parecía que lo llevaba razonablemente bien.

La oficina consistía en una pequeña estancia dividida por un mostrador. Detrás de éste se hallaba una mujer con una camiseta en la que figuraba el logotipo azul de R amp; J Storage. Debía de tener cincuenta años, su rostro era agradable, y parecía sentirse muy satisfecha de su cuerpo rechoncho. Me saludó con la cabeza, indiferente, y luego miró a Morelli, que no había hecho caso de mis órdenes y estaba detrás de mí.

Éste vestía téjanos desteñidos que se amoldaban sugestivamente a un impresionante paquete y al mejor trasero del estado. Lo único que ocultaba su cazadora de piel marrón era su pistola. La mujer del R amp; J tragó saliva y con esfuerzos evidentes, apartó la mirada de la entrepierna de Morelli.

Le dije que comprobaba el estado de unos artículos que un amigo tenía almacenados allí, y que me preocupaba la seguridad de las instalaciones.