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– ¿Quién es ese amigo?

– Spiro Stiva.

– No se ofenda -dijo, reprimiendo una mueca-, pero tiene un depósito lleno de ataúdes. Dijo que estaban vacíos, pero a mí no me importa, porque de todos modos no me acercaría a más de diez metros de ese lugar. No creo que tenga que preocuparse por la seguridad. ¿A quién se le ocurriría robar un ataúd?

– ¿Cómo sabe que siguen allí?

– Los vi llegar. Tenía tantos que tuvo que traerlos en un camión con semirremolque y descargarlos con una carretilla elevadora.

– ¿Trabaja usted aquí a tiempo completo?

– Trabajo aquí todo el tiempo. Este negocio es de mi marido y mío. Yo soy Roberta, la R de R amp; J.

– ¿Han entrado otros camiones grandes en el último par de meses?

– Sí, unos cuantos, de esos que se alquilan. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?

Spiro me había hecho jurar que mantendría el secreto, pero no veía cómo conseguir la información que necesitaba sin mezclar a Roberta en la investigación. Además, sin duda tendría una llave maestra, y, con o sin ataúdes, lo más probable era que cuando nos fuésemos inspeccionase la nave de Spiro y descubriera que se encontraba vacía.

– Los ataúdes de Stiva no están. El depósito está vacío.

– ¡Eso es imposible! Nadie puede largarse así como así con un montón de ataúdes. Son muchos los que caben en esa nave, ¡y la llenaron por completo! Aquí entran y salen camiones todo el tiempo, pero si alguien cargara ataúdes, me habría dado cuenta.

– La nave dieciséis está atrás -dije-. Desde aquí no se ve. Y tal vez no se los hayan llevado todos al mismo tiempo.

– ¿Cómo habrían hecho para entrar? -preguntó Robería-. ¿Estaba forzada la cerradura?

No sabía cómo habían entrado. La cerradura no estaba forzada y Spiro insistió en que la llave siempre había estado en su poder. Por supuesto, podía haberme mentido.

– Quisiera ver una lista de las otras personas que han alquilado naves -dije-. También me ayudaría que pensara en todos los camiones que vio cerca del depósito donde estaban los ataúdes de Spiro. Camiones lo bastante grandes como para contenerlos.

– Está asegurado. Nuestra regla estricta exige que todos tengan un seguro.

– No puede cobrar el seguro sin informar a la policía y, por el momento, el señor Stiva prefiere que no se hable de esto.

– La verdad es que a mí tampoco me gustaría que se supiera. No conviene que la gente crea que nuestra empresa no es segura. -Pulsó unas teclas del ordenador e imprimió una lista-. Éstos son los que han alquilado naves recientemente. Los que las desocupan permanecen tres meses en el archivo y luego el ordenador los borra automáticamente.

Morelli y yo hojeamos la lista, pero no reconocimos ningún nombre.

– ¿Exigen identificación? -preguntó Morelli.

– Él carnet de conducir. La aseguradora nos exige una identificación con fotografía.

Doblé el listado, lo metí en el bolso.y entregué a Roberta una tarjeta pidiéndole que me llamara si ocurría algo. Antes de irme, le pedí también que abriese todas las naves con su llave maestra, por si acaso los féretros estaban en alguna de ellas, aunque lo consideraba improbable.

Al volver al jeep, Morelli y yo repasamos nuevamente la lista, pero no sacamos nada en claro.

Roberta salió apresurada de la oficina con las llaves en la mano y el teléfono móvil en el bolsillo.

– La gran búsqueda de los ataúdes -se burló Morelli al verla doblar la esquina de la primera fila de naves. Se repantigó en el asiento-. No tiene sentido. ¿Por qué iba alguien a robar ataúdes? Son grandes y pesados, y resulta difícil, si no imposible, revenderlos. La gente ha de tener cosas almacenadas aquí que son más fáciles de colocar en el mercado negro. ¿Por qué robar féretros?

– Puede que los necesitaran. Puede que los robase el dueño de una funeraria que estuviese pasando por una mala racha. Desde que Stiva abrió su nueva sección, a Mosel le ha ido mal. Tal vez Mosel supiera que Spiro había escondido unos ataúdes aquí y entró a hurtadillas una noche y los mangó.

Morelli me miró como si fuese una marciana.

– Oye, es posible. Cosas más extrañas han ocurrido. Creo que deberíamos ir a un montón de velatorios para ver si alguien está metido en uno de los ataúdes de Spiro.

– ¡Vaya plan! -Me acomodé el bolso en el hombro, y añadí-: En el velatorio de anoche había un tío llamado Sandeman. ¿Lo conoces?

– Hace dos años lo detuve por posesión de drogas. Lo pillamos en una redada.

– Según Ranger, Sandeman trabajaba con Moogey en la gasolinera. Dice que estaba allí el día en que Moogey recibió el disparo en la rodilla. Me preguntaba si ya habías hablado con él.

– No, todavía no. Ese día le tocó a Scully investigar. Sandeman hizo una declaración, pero no era gran cosa. El tiroteo tuvo lugar en la oficina y Sandeman se hallaba en el taller, reparando un coche. Estaba usando una llave hidráulica y no oyó el disparo.

– Se me ocurre que podría averiguar si sabe algo acerca de Kenny.

– No te acerques demasiado a él. Es un cabrón de primera. Además, tiene muy mal genio. -Morelli sacó unas llaves de coche de su bolsillo-. Pero eso sí, es un mecánico fantástico.

– Me andaré con cuidado.

Morelli me miró y por su expresión advertí que no confiaba nada en mí.

– ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? Soy muy bueno torciendo pulgares.

– La verdad es que eso de torcer pulgares no es lo mío, pero gracias de todos modos.

Su Fairlane se hallaba aparcado al lado de mi jeep.

– Me gusta la hawaiana de la ventanilla trasera -le dije-. Todo un detalle.

– Fue idea de Costanza. Tapa una antena.

Miré por encima de la cabeza de la muñeca y, efectivamente, sobresalía la punta de una antena. Entrecerré los ojos, y pregunté a Morelli:

– No vas a seguirme, ¿verdad?

– Sólo si me lo pides por favor.

– Ni lo sueñes.

Su expresión dio a entender que no me creía.

Crucé la ciudad y doblé a la izquierda en Hamilton. Siete manzanas después aparqué en un espacio junto a la gasolinera. A primeras horas de la mañana y de la tarde los surtidores funcionaban sin parar. Pero a la hora en que llegué había pocos clientes. La oficina estaba abierta, pero vacía. Más allá de ésta, las puertas del taller se hallaban levantadas y detrás de la tercera había un coche en lo alto de una rampa.

Sandeman estaba equilibrando un neumático. Llevaba una camiseta negra desteñida con el logotipo de la Harley, que le llegaba cinco centímetros por encima de unos téjanos manchados de grasa que, a su vez, le dejaban el ombligo al descubierto. Tenía los brazos y los hombros cubiertos de tatuajes de serpientes que enseñaban los colmillos y con la lengua fuera. Entre las serpientes había un corazón rojo en el interior del cual rezaba AMO A JEAN. Afortunada, la chica. Decidí que lo único que le faltaba a Sandeman era tener los dientes podridos y unas cuantas pústulas.

Al verme, se incorporó y se limpió las manos en los téjanos.

– ¿Qué quiere?

– ¿Es usted Perry Sandeman?

– Sí.

– Soy Stephanie Plum. -Omití el habitual apretón de manos-. Trabajo para el fiador de Kenny Mancuso y estoy tratando de encontrar a Kenny.

– No lo he visto.

– Tengo entendido que él y Moogey eran amigos.

– Eso me han dicho.

– ¿Venía Kenny a menudo a la gasolinera?

– No.

– ¿Hablaba Moogey de Kenny?

Me pregunté si estaría perdiendo el tiempo. Decidí que así era.

– Usted estaba aquí el día que Moogey recibió un disparo en la rodilla. ¿Cree que fue un accidente?

– Yo estaba en el taller. No sé nada. Fin de las preguntas. Tengo que trabajar.

Le di mi tarjeta y le pedí que se pusiera en contacto conmigo si recordaba algo que me fuera de utilidad. La rompió y los pedazos cayeron lentamente.