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Cualquier mujer inteligente habría hecho una salida digna, pero estábamos en Nueva Jersey, donde la dignidad nunca supera el placer de jorobar al prójimo. Puse los brazos en jarras y pregunté:

– ¿Cuál es su problema?

– No me gustan los polis. Y eso incluye a los que tienen coño.

– No soy poli. Soy agente de una compañía de fianzas.

– Eres una jodida cazadora de fugitivos. Yo no hablo con jodidas cazadoras de fugitivos. Cono.

– Si vuelve a referirse a mi coño, me enfadaré.

– ¿Se supone que eso ha de preocuparme?

Tenía un pulverizador de gas nervioso en el bolso, y me moría de ganas de rociarlo con él. También tenía una pistola de descarga eléctrica. La mujer de la armería me había convencido de que la comprara, y aún no la había probado. Me pregunté si 45.000 voltios en el logotipo de la Harley le preocuparían.

– Más le vale no estar ocultando información, Sandeman. Podría hacer que el oficial encargado de su libertad condicional se enojase.

Me propinó un golpe en el hombro que me echó para atrás.

– Como alguien se chive al oficial encargado de mi libertad condicional, tendrá que vérselas conmigo. Piensa en eso.

No, si podía evitarlo.

5

Cuando salí de la gasolinera todavía era media tarde. Prácticamente lo único que había aprendido acerca de Sandeman era que me resultaba absolutamente repulsivo. No conseguía imaginar que en circunstancias normales Sandeman y Kenny fuesen amigos, pero ésas no eran circunstancias normales, y algo en Sandeman activó mi radar.

Meter las narices en su vida no se encontraba en mi lista de preferencias, pero me pareció que debía dedicarle cierto tiempo. Como mínimo podía echar una ojeada a su hogar dulce hogar para comprobar que Kenny no estuviese compartiendo el alquiler.

Conduje por Hamilton y encontré un espacio para aparcar a dos casas de la oficina de Vinnie. Cuando entré, Connie estaba yendo de un lado para otro de la oficina, cerrando violentamente los cajones de los archivadores y soltando tacos.

– Tu primo es pura mierda -me gritó-. Stronzo!

– ¿Qué ha hecho ahora?

– ¿Te acuerdas de la chica que acabamos de contratar para archivar?

– Sally, creo.

– Sí, Sally, La-que-se-sabía-el-alfabeto.

Miré alrededor.

Al parecer ha desaparecido. -Y que lo digas. Tu primo Vinnie la encontró a un ángulo de cuarenta y cinco grados frente al cajón de las «D» y trató de jugar a esconder la salchicha. -Por lo que veo, Sally no se mostró muy juguetona.

– Salió de aquí gritando. Dijo que podíamos dar su paga a una institución benéfica. Ahora no hay quien archive, y adivina quién tiene que hacer el trabajo adicional. -Connie cerró un cajón de un puntapié-. ¡En dos meses es la tercera persona que hemos contratado para archivar!

– Podríamos hacer una colecta y mandar a Vinnie a que lo castren.

Connie abrió el cajón de en medio de su escritorio y sacó una navaja. Pulsó un botón y la hoja salió con un sonido escalofriante.

– Podríamos hacerlo nosotras mismas. El teléfono sonó y Connie volvió a meter la navaja en el cajón. Mientras hablaba busqué la carpeta de Sandeman en el archivador. Allí no estaba. De modo que, o bien no había pagado fianza cuando lo detuvieron, o bien había utilizado los servicios de otro fiador. Busqué en el listín del área metropolitana de Trenton. Tampoco tuve suerte. Telefoneé a Loretta Heinz, del Departamento de Vehículos Automotores. Nos conocemos desde hace una eternidad. Fuimos niñas exploradoras juntas y juntas sufrimos las peores dos semanas de nuestra vida en el campamento Sacajawea. Loretta pulsó el teclado de su fantástico ordenador y, voila, me dio la dirección de Sandeman.

La apunté, me despedí de Connie y me marché.

Sandeman vivía en la calle Morton, en una zona de grandes casas de piedra que ahora estaban poco menos que en ruinas. Los jardines se veían cuidados, en las mugrientas ventanas colgaban persianas rotas, las paredes estaban cubiertas de grafitos y la pintura de los marcos de las ventanas se había levantado. La mayor parte de las casas habían sido convertidas en edificios de apartamentos. Unas cuantas habían sido incendiadas o abandonadas, y sus ventanas y puertas se hallaban atrancadas con tablones. Otras habían sido restauradas y pugnaban por recuperar parte de su grandeza y dignidad originales.

Sandeman vivía en una de las de apartamentos. El suyo no era el edificio más bonito de la calle, pero tampoco el peor. Un anciano se encontraba sentado en el porche. Con la vejez, el blanco de sus ojos se había tornado amarillento, una incipiente barba grisácea cubría sus mejillas cadavéricas y su piel era del color del alquitrán. Un cigarrillo colgaba de sus labios. Dio una calada y me miró con los ojos entrecerrados.

– Reconozco a una poli cuando la veo.

– No soy poli.

¿Por qué creían todos que era poli? Miré mis zapatos Doctor Martens y me pregunté si ése era el motivo. Quizá Morelli tuviese razón. Quizá debiera deshacerme de ellos.

– Busco a Perry Sandeman -dije al tiempo que le entregaba mi tarjeta-. Me interesa encontrar a un amigo suyo.

– Sandeman no está en casa. De día trabaja en el taller. Por la noche tampoco pasa mucho tiempo aquí. Sólo viene cuando está borracho o drogado. Y entonces se comporta como un cabrón. Más te vale alejarte de él cuando está borracho. Se vuelve mucho más cabrón cuando está borracho. Buen mecánico, eso sí. Todos lo dicen.

– ¿Sabe usted en qué apartamento vive?

– En el tres C.

– ¿Hay alguien allí ahora?

– No he visto entrar a nadie.

Pasé por delante del hombre, entré en el vestíbulo y permanecí quieta por un instante para que mis ojos se adaptaran a la oscuridad. El aire estaba estancado y olía a tuberías en malas condiciones. El papel de las paredes estaba manchado y levantado en los bordes. Bajo mis pies, el suelo, de madera, parecía cubierto de arena.

Saqué del bolso el pulverizador de gas, lo metí en el bolsillo de mi cazadora y subí. Había tres puertas en el segundo piso. Todas ellas cerradas con llave. Detrás de una se oía el sonido de un televisor. Los otros dos apartamentos se encontraban en silencio. Llamé al 3C y esperé. Volví a llamar. Nada.

Por un lado, la idea de enfrentarme a un delincuente me daba un miedo de muerte, y nada me habría gustado más que largarme a toda prisa. Por otro, quería atrapar a Kenny y me sentía obligada a llegar hasta el final.

En el extremo del pasillo había una ventana a través de la cual vi unos barrotes negros y oxidados que parecían pertenecer a una escalera de incendios. Me acerqué a la ventana y miré hacia afuera. Efectivamente, se trataba de una escalera de incendios y bordeaba parte del apartamento de Sandeman. Si subía por allí probablemente consiguiera mirar por la ventana de éste. No parecía haber nadie abajo. En la casa de atrás, todas las persianas estaban bajadas.

Cerré los ojos y respiré hondo. ¿Qué era lo peor que podía pasarme? Que me detuvieran, dispararan contra mí, me arrojaran por la escalera o me diesen una paliza tremenda. Bueno. ¿Qué era lo mejor que podía pasarme? Que no hubiese nadie en casa y saliera ilesa y sin problemas.

Abrí la ventana y saqué las piernas. Yo era una experta en escaleras de incendio, pues pasaba muchas horas en la mía. Me aproximé a toda prisa a la ventana de Sandeman y miré hacia adentro. Había un catre desarreglado que servía de cama, una pequeña mesa de fórmica y una silla, un televisor sobre un mueble de metal y una nevera diminuta. De dos ganchos en la pared colgaban varias perchas de alambre. Sobre la mesa descansaban un hornillo, latas de cerveza aplastadas, platos de cartón sucios y envolturas de comida arrugadas. Aparte de la que daba al pasillo, no había puertas, por lo que supuse que Sandeman tendría que usar el lavabo del primer piso. Sin duda le encantaba.