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Lo más importante es que no había señales de Kenny.

Había pasado una pierna por la ventana del pasillo cuando miré hacia abajo y vi al anciano; miraba hacia arriba, con una mano se protegía los ojos del sol, y mi tarjeta todavía estaba entre sus dedos.

– ¿Hay alguien en casa? -preguntó.

– No.

– Eso he pensado. Tardará en regresar.

– Bonita escalera de incendios.

– No le iría nada mal que la arreglaran. Todos los tornillos están oxidados. No creo que me sintiese muy tranquilo en ella. Claro que si hubiera un incendio probablemente no me preocuparía por el óxido.

Le dirigí una sonrisa tensa y acabé de entrar a rastras. No perdí demasiado tiempo en bajar y salir del edificio. Subí de un salto al jeep, cerré las puertas con seguro y me largué.

Media hora más tarde me encontraba en mi apartamento. Intentaba decidir qué ropa ponerme para una tarde en que debía hacer de detective. Finalmente elegí botas, una larga falda vaquera y una blusa de punto blanca. Me retoqué el maquillaje y me puse tenacillas eléctricas en el cabello. Cuando me las quité, mi estatura se había incrementado en varios centímetros. Todavía no era lo bastante alta para jugar al baloncesto profesional, pero apuesto a que intimidaría a cualquier paquistaní.

Intentaba decidir si ir al Burger King o al Pizza Hut, cuando sonó el teléfono.

– Stephanie -dijo mi madre-. Tengo una olla llena de coles rellenas. Y pudín de especias para el postre.

– Suena bien, pero ya tengo planes para la noche.

– ¿Qué planes?

– Planes para la cena.

– ¿Has quedado con alguien?

– No.

– Entonces no tienes planes.

– Hay otras cosas en la vida que quedar con alguien.

– ¿Como qué?

– Como el trabajo.

– Stephanie, Stephanie, Stephanie, ir por ahí cazando rufianes para el inútil de tu primo Vinnie no es un trabajo decente.

Me contuve para no golpearme la cabeza contra la pared.

– También he preparado helado de vainilla.

– ¿Es helado bajo en calorías?

– No, es del caro, del que viene en un tarrito de cartón.

– De acuerdo. Allí estaré.

Rex salió de su lata de sopa, estiró las patitas delanteras y alzó el trasero. Bostezó, con lo que pude ver desde su garganta hasta el interior de sus patas. Olfateó el cuenco de comida, lo que vio no le impresionó, y se dirigió hacia su rueda.

Le conté lo que haría esa noche, para que no se preocupara si llegaba tarde. Dejé encendida la luz de la cocina, activé el contestador automático, cogí mi bolso y mi cazadora de piel marrón, salí y cerré con llave. Llegaría algo temprano, pero no importaba. Me daría tiempo de revisar las esquelas y decidir adonde ir después de cenar.

Cuando me detuve frente a la casa de mis padres, las farolas empezaban a encenderse. La luna llena pendía bajo en el oscuro cielo vespertino. La temperatura había descendido.

La abuela Mazur me recibió en el vestíbulo. Llevaba el cabello gris pizarra y rizado, y tan claro que se veía brillar su cráneo rosado.

– He ido al salón de belleza. Se me ocurrió que podía conseguirte información sobre el caso Mancuso.

– ¿Cómo te fue?

– Bastante bien. Me hicieron un bonito moldeado. A Norma Szajac, prima segunda de Betty, le tiñeron el cabello y todas dijeron que yo debería hacer lo mismo. Lo habría intentado, pero en un programa de la tele vi que esos tintes para el pelo provocan cáncer. Creo que fue en el de Kathy Lee. Presentaba a una mujer con un tumor del tamaño de una pelota de baloncesto y dijo que se lo había causado el tinte del pelo.

»De todos modos, Norma y yo nos pusimos a charlar. Sabes que el hijo de Norma, Billie, fue a la escuela con Kenny Mancuso, ¿verdad? Ahora trabaja en uno de los casinos de Atlantic City. Norma dice que cuando Kenny salió del ejército, empezó a ir a Atlantic City. Dice que Billie le dijo que Kenny era uno de esos que apuestan un montón de pasta.

– ¿Te dijo si Kenny había ido a Atlantic City recientemente?

– No. Lo único que sé es que Kenny llamó a Billie hace tres días y le pidió dinero prestado. Billie le dijo que sí, que se lo prestaría, pero Kenny no se presentó.

– ¿Billie le contó todo eso a su madre?

– Se lo contó a su esposa, y ella fue y se lo dijo a Norma. Creo que no le entusiasmaba la idea de que Billie prestara dinero a Kenny. ¿Sabes lo que creo? Creo que alguien se ha cargado a Kenny. Apuesto a que se ha convertido en alimento para los peces. Vi un programa sobre el modo en que los verdaderos profesionales se deshacen de la gente. En una de esas cadenas educativas. Los degüellan y luego, para que no pongan perdida la alfombra, los cuelgan de los pies en la ducha hasta que se desangran. El truco está en destriparlos y perforarles los pulmones. Si no les perforan los pulmones, cuando los echan al río flotan.

En la cocina, mi madre soltó un gemido, y en la sala, mi padre sacudió la cabeza detrás de su periódico.

Sonó el timbre y la abuela Mazur se puso alerta.

– ¡Invitados!

– ¿Invitados? ¿Qué invitados? -inquirió mi madre-. No esperaba a nadie.

– Invité a un hombre para Stephanie -explicó la abuela-. Es un buen partido, ya verás. Nada del otro mundo físicamente, pero tiene un trabajo en el que le pagan bien.

La abuela abrió la puerta y Spiro Stiva entró.

Mi padre miró por encima del periódico.

– ¡Oh, Dios! -exclamó-. Es un jodido sepulturero.

– Creo que no me apetece col rellena, ¿sabes? -dije a mi madre.

Me dio unas palmaditas en el brazo.

– Puede que no sea tan terrible, y no pierdes nada mostrándote amistosa con Stiva. Tu abuela no se está poniendo más joven, ¿sabes?

– Invité a Spiro porque su madre pasa mucho tiempo en el hospital cuidando a Con y no tiene quien le prepare comida casera. -La abuela me guiñó un ojo y susurró-: ¡Esta vez te he conseguido uno vivo!

Por muy poco, pensé.

Mi madre colocó otro plato en la mesa.

– ¡Qué alegría tener un invitado! -exclamó-. Siempre le hemos dicho a Stephanie que traiga a sus amigos a cenar.

– Sí, pero últimamente se ha puesto tan quisquillosa con los hombres que apenas si sale de marcha -comentó la abuela-. Espera a probar el pudín de especias. Lo ha preparado Stephanie.

– No es cierto.

– También preparó las coles. Algún día será una buena esposa para alguien.

Spiro echó una ojeada al mantel de ganchillo y a los platos decorados con florecitas rosadas.

– He estado buscando esposa. Un hombre de mi posición tiene que pensar en el futuro.

¿Buscando esposa? Pero ¿qué decía el tío ese?

Spiro se sentó a mi lado y alejé discretamente la silla con la esperanza de que con la distancia el vello erizado de mis brazos volviera a su posición normal.

La abuela le pasó las coles y dijo:

– Espero que no te moleste hablar de negocios.

Tengo muchas preguntas. Por ejemplo, siempre me ha intrigado qué ropa interior les ponéis a los difuntos. No me parece que sea necesario, pero, por otro lado…

Mi padre la miró boquiabierto, con el recipiente de margarina en una mano y el cuchillo en la otra. Por un momento pensé que iba a apuñalarla.

– No creo que a Spiro le apetezca hablar de ropa interior -declaró mi madre.

Spiro asintió con la cabeza y dirigió una sonrisa a la abuela Mazur.

– Es un secreto profesional.

A las siete menos diez Spiro acabó su segunda ración de pudín y anunció que debía irse para el velatorio de la noche.

Cuando se marchó en su coche, la abuela lo despidió agitando la mano.

– Estuvo bastante bien -dijo-. Creo que le gustas.

– ¿Queréis más helado? ¿Más café? -preguntó mi madre.

– No, gracias -respondí-. Estoy llena. Además, tengo cosas que hacer esta noche.

– ¿Qué cosas?