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– Debo ir a varias funerarias.

– ¿Cuáles? -gritó la abuela desde el vestíbulo.

– Empezaré por la de Sokolowski.

– ¿Quién está allí?

– Helen Martin.

– No la conozco, pero si es tan buena amiga tuya podría ir a despedirla.

– Después de la de Sokolowski iré a la de Mosel, y luego a la Casa del Sueño Eterno.

– ¿ La Casa del Sueño Eterno? Nunca he ido allí. ¿Es nueva? ¿Está en el barrio?

– Está en la calle Stark.

Mi madre se persignó.

– Dios, dame fuerza.

– La calle Stark no es tan terrible.

– Está llena de camellos y asesinos. No perteneces a la calle Stark. Frank, ¿dejarás que tu hija vaya a la calle Stark por la noche?

Al oír su nombre, mi padre alzó la mirada de su plato.

– ¿Qué?

– Stephanie va a ir a la calle Stark.

Mi padre estaba absorto en su trozo de pudín, y obviamente no tenía ni idea de qué hablábamos.

– ¿Necesita que la lleve?

Mi madre puso los ojos en blanco.

– ¡Y con esto tengo que vivir! -exclamó.

La abuela se había levantado.

– No tardaré ni un minuto; deja que coja mi bolso y estaré lista.

Se repasó la pintura de labios frente al espejo del vestíbulo, se abotonó el abrigo de «buena lana» y se colgó del brazo el bolso de charol negro. Su abrigo de «buena lana» era de un azul cobalto brillante y tenía el cuello de visón. Al cabo de los años la prenda parecía haberse agrandado de modo directamente proporcional al ritmo con que la abuela se había encogido, y casi le llegaba a los tobillos. La cogí del codo y la guié hasta mi jeep. Temí que sus piernas no resistiesen el peso de tanta lana. La imaginé tumbada e impotente en la calle, en medio de un charco azul cobalto del que lo único que sobresalía eran sus zapatos.

Según lo planeado, fuimos primero a la funeraria de Sokolowski. Helen Martin lucía muy atractiva con su vestido de encaje azul pálido y el cabello teñido a juego. La abuela examinó su maquillaje con la mirada crítica de una profesional.

– Deberían haber usado una base de tono verdoso bajo los ojos. Con una iluminación como ésta tienen que usar mucha base. Claro que con la iluminación indirecta, como la que tienen las nuevas salas de Stiva, la cosa cambia.

La dejé con lo suyo y fui a buscar a Melvin Sokolowski. Lo encontré en su oficina, que estaba junto a la entrada del tanatorio. La puerta se hallaba abierta y Sokolowski, sentado detrás de un elegante escritorio de caoba, tecleaba quién sabe qué en su ordenador portátil. Llamé suavemente a la puerta para atraer su atención.

Era un hombre de aspecto agradable, de unos cuarenta y cinco años; vestía el traje sobrio habitual en el ramo, camisa blanca y discreta corbata a rayas.

Enarcó las cejas al verme.

– ¿Sí?

– Quiero que hablemos de cómo arreglar un entierro. Mi abuela está envejeciendo y se me ha ocurrido que convendría averiguar el precio de los funerales y los ataúdes.

Sokolowski sacó de uno de los cajones del escritorio un grueso catálogo encuadernado en piel y lo abrió.

– Tenemos varios planes y una buena selección de féretros.

Me enseñó el ataúd modelo Montgomery.

– Es bonito -dije-, pero me parece un poco caro.

Volvió varias páginas hacia atrás, hasta llegar a la sección de ataúdes de pino.

– Ésta es nuestra línea económica. Como ve, también son bastante atractivos, con elegante tinte de caoba y asas de latón.

Revisé la línea económica, pero no vi nada de aspecto tan miserable como los féretros que Stiva había perdido.

– ¿Esto es lo más barato? ¿Tiene algo sin el tinte?

Sokolowski puso expresión de desconsuelo.

– ¿Para quién dijo que era?

– Mi abuela.

– ¿La ha desheredado?

Justo lo que el mundo necesita, pensé, otro sepulturero sarcástico.

– Bueno, ¿tiene ataúdes sencillos, o no?

– Nadie compra ataúdes sencillos en el barrio. Oiga, ¿qué le parece si se lo financiamos? O podría ahorrarse dinero con el maquillaje… ya sabe, rizar el cabello de su abuela sólo en la parte delantera de la cabeza…

Me levanté apresuradamente.

– Me lo pensaré -declaré mientras me dirigía hacia la puerta.

Él se puso de pie con la misma rapidez y me entregó unos cuantos folletos.

– Estoy seguro de que podremos llegar a un arreglo. Podría conseguirle un buen precio para la parcela…

En el vestíbulo, topé con la abuela Mazur.

– ¿Qué decía sobre una parcela? Ya tenemos una. Y es buena. Muy cerca de la espita del agua. Toda la familia está enterrada allí. Claro que cuando enterraron a tu tía Marión tuvieron que bajar al tío Fred y ponerla encima porque ya no quedaba mucho espacio. Lo más probable es que acabe encima de tu abuelo. ¿No pasa siempre así? Ni siquiera muerta consigue una un poco de intimidad.

Con el rabillo del ojo vi a Sokolowski en la puerta de su despacho, estudiando a la abuela Mazur.

Ella también lo vio.

– Mira a ese Sokolowski. No puede apartar los ojos de mí. Debe de ser por este nuevo vestido que llevo puesto.

A continuación fuimos a la funeraria de Mosel. Luego a la de Dorfman y a la Majestic. Para cuando emprendimos camino hacia la Casa del Sueño Eterno, yo estaba harta de tanta muerte. Mi ropa olía a flores marchitas, y sólo podía hablar en voz baja, como se estila en las funerarias.

Hasta la de Mosel, la abuela se mostraba alegre; cuando salimos de la de Dorfman parecía menos animada, y cuando llegamos a la Majestic prefirió quedarse en el jeep mientras yo entraba y hacía preguntas sobre los precios de los funerales.

La Casa del Sueño Eterno era la última de la lista. Crucé el centro, pasé por delante de los edificios del ayuntamiento y doblé en Pennsylvania. Ya eran más de las nueve, y a esas horas las calles céntricas pertenecían a los noctámbulos: prostitutas, camellos, drogatas y grupos de adolescentes.

Doblé a la derecha en Stark y al instante nos vimos sumidas en un barrio de sórdidas casas adosadas de fachada de ladrillos y pequeños negocios. Las puertas de los bares se encontraban abiertas y derramaban humosos rectángulos de luz sobre las oscuras aceras de cemento. Delante de los bares había hombres que haraganeaban, mataban el tiempo, comprando y vendiendo con aire desapasionado. El frío había obligado a la mayoría de los habitantes de aquel vecindario a entrar en sus casas, con lo que los porches quedaban libres para las personas aún menos afortunadas.

La abuela Mazur se hallaba en el borde del asiento trasero, con la nariz pegada a la ventanilla.

– Así que ésta es la calle Stark. He oído que este barrio está lleno de prostitutas y camellos. Me encantaría ver a uno. Vi a un par de prostitutas en la tele, pero resultó que eran hombres. Uno de ellos llevaba mallas elásticas y dijo que tenía que engancharse el pene entre las piernas para que no se le notara. ¡Imagínatelo!

Aparqué en segunda fila justo antes de llegar a la Casa del Sueño Eterno y la examiné. Era el único edificio de la calle cuyas paredes no estaban cubiertas de grafitos. De hecho, parecían recién lavadas, el porche estaba iluminado. En él, un pequeño grupo de hombres trajeados hablaba y fumaba. La puerta se abrió y dos mujeres endomingadas salieron, se reunieron con dos de los hombres y se dirigieron hacia un coche. El coche partió y los demás hombres entraron en la funeraria, con lo que la calle quedó vacía.

Aparqué en el espacio que habían dejado libre y repasé lo que iba a contar. Iba allí a ver a Fred Ducky Wilson, muerto a los sesenta y ocho años. Si alguien me lo preguntaba, diría que era amigo de mi abuelo.

La abuela Mazur y yo entramos silenciosamente en el edificio. Era pequeño, con tres salas para velatorios y una capilla. En ese momento sólo había una sala en uso. La iluminación era tenue y el mobiliario barato, pero de buen gusto.

La abuela observó a los que salían de la sala donde se velaba a Ducky, y sacudió la cabeza.