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Morelli me cogió de la cazadora y tiró hacia atrás.

– No seas idiota -dijo.

El señor Wolesky salió de su apartamento con una bolsa de basura en los brazos y nos pilló riñendo.

– ¿Qué pasa? ¿Quieres que llame a la poli?

– Yo soy poli -replicó Morelli.

El señor Wolesky lo estudió por un instante y luego se volvió hacia mí.

– Si te causa problemas, dímelo. Sólo voy a dejar mi basura al final del pasillo.

Morelli lo observó y susurró:

– Me parece que no se fía de mí.

¡Qué listo era!

Ambos echamos una cautelosa ojeada al interior de mi apartamento y entramos en el recibidor tan juntos el uno del otro que parecíamos siameses. En la cocina y en la sala no había ningún intruso. Inspeccionamos el dormitorio y el cuarto de baño; abrimos los armarios, miramos debajo de la cama y luego la escalera de incendios.

– No hay nadie. Examínalo todo para ver si han robado algo. Yo trataré de cerrar la puerta.

A primera vista, los daños parecían limitarse a frases pintadas en las paredes que aludían a los órganos femeninos y a sugerencias increíbles. No faltaba nada de mi joyero. Se me antojó que eso suponía un insulto, pues tenía un bonito par de circonitas cúbicas que, en mi opinión, parecían tan buenas como unos diamantes. Pero ¿qué sabía el tío de joyas? Hasta se había equivocado al escribir la palabra «vagina».

– La puerta no cierra bien, pero pude poner la cadena de seguridad -gritó Morelli desde el recibidor.

Oí que iba a la sala y se detenía. Luego, silencio. -¿Joe? -¿Qué? -¿Qué haces? -Observo tu gato. -No tengo gato. -Entonces, ¿qué tienes? -Un hámster. -¿Estás segura?

Un sentimiento de alarma se apoderó de mí. Rex Corrí a la sala, donde la jaula de Rex descansaba sobre la mesita, al lado del sofá. Me paré en seco, en el medio de la estancia. Y me llevé una mano a la boca al ver un enorme gato negro dentro de la jaula del hámster, cuya puerta estaba cerrada con cinta aislante.

De pronto, el corazón me dio un vuelco. Se trataba del gato de la señora Delgado, que estaba echado, con los ojos entrecerrados y tan cabreado como puede estarlo un gato. No parecía especialmente hambriento, y no vi señales de Rex. -Mierda -dijo Morelli entre dientes. Dejé escapar un gemido y me mordí la mano para no soltar un alarido. Morelli me abrazó.

– Te compraré otro hámster. Conozco a un tipo que tiene una tienda de animales. Probablemente esté despierto todavía. Le pediré que abra la tienda. -No quiero o… o… otro hámster, quiero a Rex.

Lo quería…

Morelli me estrechó entre sus brazos.

– No pasa nada, cariño. Tuvo una buena vida. Apuesto a que era bastante viejo. ¿Cuántos años tenía?

– Dos.

– Vaya…

El gato se removió en la jaula y soltó un gruñido.

– Es el gato de la señora Delgado. Ella vive en el segundo piso, justo encima de mí, y el animal vive en la escalera de incendios.

Morelli fue a la cocina y regresó con unas tijeras. Cortó la cinta aislante, levantó la puerta y el gato saltó y corrió hacia el dormitorio. Morelli lo siguió, abrió la ventana, y el animal se fue a su casa.

Miré dentro de la jaula, pero no vi ni rastro de Rex. No había pelos, ni huesitos, ni dientes amarillos. Nada.

Morelli también miró.

– Buen trabajo -susurró.

No pude reprimir otro sollozo.

Permanecimos así por un minuto, agachados delante de la jaula, contemplando atónitos las virutas de pino detrás de la lata de sopa de Rex.

– ¿Para qué es la lata de sopa?

– Dormía en ella.

Morelli dio un golpe a la lata, y Rex salió disparado.

Yo no sabía si reír o llorar, y el nudo que se me había formado en la garganta me impedía hablar.

Obviamente, Rex se hallaba en el mismo estado de excitación emocional. Corrió de un lado a otro de la jaula, moviendo el morrito y con los redondos y brillantes ojillos negros casi fuera de las órbitas.

– Pobrecito -murmuré. Metí la mano en la jaula, saqué a Rex en la palma de la mano y me lo acerqué a la cara para examinarlo.

– Quizá deberías dejar que se tranquilice. Parece muy agitado -dijo Morelli.

Acaricié el lomo de mi animalito.

– ¿Lo oyes, Rex? ¿Estás muy agitado?

Rex respondió clavándome los dientes en la punta del pulgar. Solté un grito y aparté la mano, con lo que Rex voló por los aires. Cayó con un ruido suave en medio de la sala, permaneció atontado unos segundos y luego se ocultó detrás de un estante.

Morelli examinó las dos heridas de mi pulgar y luego contempló el estante. -¿Quieres que lo mate?

– No, no quiero que lo mates. Quiero que vayas a la cocina, cojas el colador grande y atrapes con él a Rex mientras me lavo las manos y me pongo una tirita.

Cuando cinco minutos después salí del cuarto de baño, Rex se hallaba agazapado, petrificado, debajo del colador, y Morelli se encontraba sentado a la mesa del comedor, comiendo el pudín de especias. Había servido una porción para mí y un par de vasos

de leche.

– Creo que se me ocurre quién pudo hacerlo -dijo al tiempo que miraba una de mis tarjetas de visita, atravesada por mi cuchillo de trinchar clavado en el centro de la mesa-. Bonito adorno. ¿No me dijiste que habías dado tu tarjeta a un vecino de Sandeman?

– En ese momento me pareció buena idea.

Morelli acabó su leche y su porción de pudín y se echó hacia atrás en la silla.

– ¿Cuánto miedo te da todo esto?

– En una escala del uno al diez, yo diría que un seis.

– ¿Quieres que me quede hasta que te arreglen la puerta?

Me lo pensé un minuto. Ya había pasado antes por situaciones inquietantes y sabía que no resultaba divertido estar sola y temerosa. El problema era que no quería reconocerlo ante Morelli.

– ¿Crees que regresará?

– Esta noche, no. Probablemente nunca, a menos que vuelvas a provocarlo.

Asentí con la cabeza.

– Estaré bien, pero gracias por ofrecerme tu ayuda.

Joe Morelli se levantó.

– Tienes mi número de teléfono por si me necesitas.

No iba a caer en esa trampa.

Morelli miró a Rex.

– ¿Necesitas ayuda para acostar a Drácula?

Me arrodillé, levanté el colador, cogí a Rex y lo metí suavemente en su jaula.

– Normalmente no muerde. Es sólo que estaba excitado.

Morelli me dio un golpecito en la barbilla.

– A mí también me ocurre, a veces.

Cuando se hubo marchado, eché la cadena y preparé un sistema de alarma amontonando vasos contra la puerta. Si la puerta se abría, la pirámide caería y los vasos me despertarían al romperse contra el suelo de linóleo. Otra ventaja era que si el intruso iba descalzo, se cortaría con los cristales rotos. No era probable, claro, pues estábamos en noviembre, y a cuatro grados.

Me lavé los dientes, me puse el pijama, coloqué el revólver sobre la mesita de noche y me acosté. Traté de que las leyendas escritas en la pared no me afectasen. A primera hora de la mañana llamaría al encargado para que me arreglara la puerta y, de paso, le birlaría un poco de pintura.

Permanecí despierta largo rato, incapaz de dormir. Me sentía inquieta y mis músculos no dejaban de crisparse. No lo había comentado con Morelli, pero estaba casi segura de que Sandeman no era el que había cometido aquel acto de vandalismo. Uno de los mensajes en la pared mencionaba una conspiración y, debajo de éste, había una K plateada. Se me ocurrió que debería haberle enseñado la K a Morelli, y también la nota en letras plateadas en la que alguien sugería que me fuese de vacaciones. No estaba segura de la razón por la cual no lo había hecho. Sospechaba que se trataba de un motivo infantil. Del tipo de «si tú no me cuentas tu secreto, yo no te contaré el mío».

Mi mente divagó en la oscuridad. Me pregunté por qué habían matado a Moogey y por qué no lograba encontrar a Kenny, y cuánto hacía que no visitaba al dentista.