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– Tiene muchas posibilidades. ¿Almorzamos juntos?

– En el Big Jim's, a las doce.

– Seremos tres. Tú, yo y Morelli.

– ¿Está ahí contigo?

– Sí.

– ¿Estás desnuda?

– No.

– Ya, es demasiado temprano -dijo, y colgó el auricular.

Cuando Morelli se marchó llamé a Dillon Ruddick, el encargado del edificio, un tío fantástico y buen amigo mío. Le expliqué mi problema y media hora más tarde se presentó con su fiel caja de herramientas y media lata de pintura.

Se puso a reparar la puerta mientras yo me encargaba de las paredes. Hicieron falta tres capas para cubrir las pintadas, pero a las once mi apartamento ya no contenía amenazas y tenía cerrojos nuevos en la puerta. Tomé una ducha, me lavé los dientes, me sequé el pelo con secador y me puse téjanos y un jersey negro de cuello cisne.

Llamé a mi compañía de seguros y les informé del robo de mi jeep. Me dijeron que mi póliza no incluía el alquiler de un coche y que me pagarían al cabo de treinta días si mi jeep no aparecía. Estaba suspirando profundamente cuando sonó el teléfono. Aun antes de tocar el auricular, supe que era mi madre, por el deseo que sentí de gritar.

– ¿Te han devuelto el coche?

– No.

– No te preocupes. Tenemos la solución. Puedes usar el del tío Sandor.

El mes anterior el tío Sandor, que tenía ochenta y cuatro años, había ido a vivir a una residencia de ancianos. Dejó su coche a su única hermana viva, la abuela Mazur. La abuela Mazur no sabía conducir, y a mis padres y al resto del mundo libre no les apetecía que aprendiera ahora.

Aunque odiaba mirarle los dientes a caballo regalado, la verdad es que no quería el coche del tío Sandor. Era un Buick de 1953, azul pálido de brillante capota blanca, neumáticos de cara blanca de diámetro lo suficiente grande para que pareciesen de un tractor y brillantes tapacubos de cromo. Tenía el mismo tamaño y la misma forma que una ballena, con suerte consumía cinco litros cada diez kilómetros.

– Gracias por ofrecérmelo -dije- pero es el coche de la abuela Mazur.

– La abuela Mazur quiere que lo cojas. Tu padre va para allá con él. Conduce con cuidado.

Maldita sea. Rehusé su invitación a cenar y colgué el auricular. Miré a Rex para asegurarme de que no estuviese padeciendo una reacción retardada a la angustia que había sufrido la noche anterior. Parecía animado, de modo que le di un poco de brécol y una avellana, cogí mi cazadora y mi bolso y cerré con llave al salir. Bajé lentamente y me quedé fuera, esperando a que llegara mi padre.

Hasta el aparcamiento llegó el lejano sonido de un gigantesco motor chupando gasolina con arrogancia; me estremecí y supliqué que no fuese el Buick.

Cuando un monstruoso coche de morro bulboso dobló en la esquina, sentí que mi corazón latía al compás de los martilleantes pistones. Era el Buick, sí señor, en toda su gloria y sin una mancha de óxido. El tío Sandor lo compró nuevo en 1953 y lo conservó en perfectas condiciones, como para exhibirlo.

– No creo que esto sea una buena idea -dije a mi padre-. ¿Qué ocurriría si lo rayase?

– No se rayará. -Mi padre colocó el coche en un espacio del aparcamiento y se deslizó hacia el asiento del pasajero-. Es un Buick.

– Pero a mí me gustan los coches pequeños -expliqué.

– Por eso le va tan mal a este país, por los coches pequeños. En cuanto empezaron a traer esos cochecitos japoneses, todo se echó a perder. -Dio un golpe en el salpicadero-. Pero este coche fue hecho para durar. Es la clase de coche que un hombre conduce con orgullo. Es un coche con cojones.

Me senté al lado de mi padre y miré por encima del volante, boquiabierta ante la enormidad del capó. De acuerdo, era grande y feo, pero tenía cojones.

Así fuertemente el volante y pisé el suelo con el pie izquierdo antes de darme cuenta de que no tenía pedal de embrague.

– Es automático -dijo mi padre-. Así es América.

Dejé a mi padre en su casa y esbocé una sonrisa forzada.

– Gracias.

Mi madre se hallaba en el porche. -Conduce con cuidado -gritó-. Y mantén las ventanillas cerradas.

Morelli y yo entramos juntos en el Big Jim's. Ranger ya se encontraba allí, sentado de espalda a la pared a una mesa que proporcionaba una buena vista del lugar. Como experto cazador de fugitivos que era, probablemente se sintiera desnudo, pues en honor a Morelli habría dejado la mayor parte de su arsenal en su coche.

No hacía falta leer el menú. En Big Jim's cualquiera que tuviera un mínimo de sentido común comía chuletas y verduras. Hicimos el pedido y permanecimos en silencio hasta que nos sirvieron nuestras copas. Ranger echó su silla para atrás, de modo que sólo las patas traseras tocaban el suelo, y se cruzó de brazos. La pose de Morelli era menos agresiva y más indolente. Yo me senté en el borde de la silla, con los codos sobre la mesa, dispuesta a saltar y correr si decidían divertirse con un tiroteo.

– Bien -dijo Ranger-. ¿Qué ocurre?

Morelli se inclinó ligeramente. Habló en voz baja, con un tono desenfadado.

– El ejército ha perdido unos juguetes. Hasta ahora han aparecido en Newark, Filadelfia y Trenton. ¿Te ha llegado algún rumor acerca de que están en la calle?

– Siempre hay cosas en la calle.

– Éstas son distintas. Con ellas asesinan a polis. Lanzagranadas, MI6, Beretas de 9 mm nuevas que llevan grabada la leyenda propiedad del gobierno de Estados Unidos.

Ranger asintió con la cabeza.

– Sé lo del coche que voló por los aires en Newark y lo del poli en Filadelfia. ¿Qué hay en Trenton?

– Tenemos la pistola con que Kenny disparó contra Moogey en la rodilla.

– ¿En serio? -Ranger echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada-. Esto se está poniendo mejor por momentos. Kenny Mancuso le mete una bala en la rodilla a su mejor amigo por accidente, lo detiene un poli que por azar se para en la gasolinera cuando la pistola aún está echando humo, y resulta que el arma es muy poco corriente.

– ¿Qué has oído? -preguntó Morelli-. ¿Sabes algo?

– Nada. ¿Qué os ha dicho Kenny?

– Nada.

La conversación se detuvo mientras apartábamos los cubiertos y los vasos a fin de que cupieran los platos de chuletas y los cuencos de verdura.

Ranger continuó mirando a Morelli fijamente.

– Tengo la impresión de que hay más.

Morelli escogió una chuleta y la miró con expresión de león hambriento.

– Las armas fueron robadas de Braddock.

– ¿Mientras Kenny estaba allí?

– Es posible.

– Apuesto a que ese cabroncete tenía acceso a ellas.

– Por el momento todo lo que tenemos son coincidencias. Nos gustaría saber algo de la distribución.

Ranger miró alrededor y volvió a centrar su atención en Morelli.

– La situación aquí ha estado tranquila. Podría preguntar cómo está en Filadelfia.

Mi busca sonó en las profundidades de mi bolso.

Metí la mano y hurgué. Acabé por sacar el contenido, artículo por artículo: esposas, linterna, pulverizador de gas, pistola de descarga eléctrica, laca, cepillo para el pelo, cartera, walkman, navaja del ejército suizo, busca.

Ranger y Morelli me observaban fascinados. Eché una ojeada a la pantalla digital.

– Roberta.

Morelli, que estaba comiendo su chuleta, alzó la cabeza.

– ¿Te gusta apostar?

– Contigo, no.

Jim tenía un teléfono público en el estrecho pasillo que conducía a los lavabos. Marqué el número de Roberta y apoyé la cadera contra la pared. Roberta contestó tras varias llamadas. Confiaba en que hubiese encontrado los ataúdes, pero no tuve tanta suerte. Había mirado en cada nave y no había hallado nada fuera de lo normal, pero recordó un camión que estuvo varias veces cerca del depósito número 16.

– A finales del mes -explicó-. Lo recuerdo porque estaba haciendo las facturas mensuales, y el camión entró y salió varias veces.