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– ¿Puede describirlo?

– Era bastante grande. Como un camión de mudanzas. Pero no de dieciocho ruedas, ni nada por el estilo. En él cabrían los muebles de una o dos habitaciones. Y no era de alquiler. Era blanco, con letras negras sobre la puerta, pero estaba demasiado lejos para que pudiese leerlas.

– ¿Vio al conductor?

– Lo siento, pero no le presté mucha atención. Estaba preparando las facturas.

Le di las gracias y colgué el auricular. No sabía si esa información me serviría de algo. Sin duda había cien camiones en Trenton cuya descripción encajaba con ésa.

Cuando regresé a la mesa, Morelli me miró con expresión expectante.

– ¿Y bien?

– No ha encontrado nada, pero recordó haber visto que a fin de mes un camión blanco con letras negras en la puerta entraba y salía varias veces.

– Eso reduce enormemente el número de camiones que tendremos que vigilar.

Ranger había dejado limpio el hueso de su chuleta. Miró su reloj y empujó la silla hacia atrás.

– Tengo que ver a un tipo.

Se despidió de Morelli con el consabido apretón de manos, y se marchó.

Morelli y yo seguimos comiendo en silencio. Comer era una de las pocas funciones corporales que podíamos compartir cómodamente. Cuando acabamos lo que quedaba de verduras soltamos un suspiro de satisfacción y pedimos la cuenta.

Los precios en Big Jim's no eran de un restaurante de cinco estrellas, pero no quedaba mucho dinero en mi cartera después de pagar mi parte. Tal vez fuese hora de que visitara a Connie para ver si tenía unos fugitivos fáciles de cazar.

Morelli había aparcado en la calle y yo había dejado el dirigible en un aparcamiento público a dos manzanas de allí, en la calle Maple. Acompañé a Morelli hasta su coche, y me dije que no tenía por qué importarme que me vieran conducir un Buick de 1953. Al fin y al cabo, era como cualquier otro, ¿o no? Por eso lo había aparcado a medio kilómetro de distancia en un aparcamiento subterráneo.

Subí al coche y enfilé la calle Hamilton; pasé de largo la gasolinera Delio's Exxon y Perry Sandeman y encontré un espacio vacío enfrente de la agencia de fianzas. Observé el capó azul pálido del Buick y me pregunté dónde acabaría exactamente. Avancé muy lentamente, me subí a la acera y di un golpecito al parquímetro. Decidí que con eso bastaba, apagué el motor, me apeé y cerré la portezuela con llave.

Connie estaba detrás de su escritorio, con el entrecejo fruncido y expresión más amenazadora que de costumbre; tenía los labios tan apretados que parecían una cuchillada de color rojo sangre. Encima de los archivadores había pilas de carpetas y su escritorio desaparecía bajo un montón de papeles y tazas de café vacías.

– Bueno, ¿cómo te va?

– No me lo preguntes.

– ¿Ya habéis contratado a alguien?

– Empieza mañana. Entretanto, no encuentro nada, maldita sea, porque no hay nada ordenado.

– Deberías obligar a Vinnie a que te ayude.

– Vinnie no está. Se ha ido a Carolina del Norte con Mo Barnes para recoger un prófugo.

Cogí un montón de carpetas y las puse en orden alfabético.

– Por el momento estoy en un atolladero con lo de Kenny Mancuso. ¿Te ha llegado alguien que parezca fácil de pillar?

Connie me dio varios formularios grapados.

– Eugene Petras no se presentó en el juzgado ayer. Seguro que está en casa, borracho como una cuba, y ni siquiera sabe qué día es.

Hojeé el contrato de fianza. La dirección correspondía al barrio. Eugene Petras estaba acusado de maltratar a su esposa.

– ¿Se supone que conozco a este tío?

– Puede que conozcas a su esposa, Kitty. Su apellido de soltera era Lukach. Creo que estaba dos cursos detrás de ti en el cole.

– ¿Es la primera vez que lo detienen?

Connie negó con la cabeza.

– Tiene un largo historial. Es un auténtico gilipollas. Cada vez que toma un par de cervezas golpea a Kitty. En ocasiones se pasa y tienen que hospitalizarla. A veces ella lo demanda, pero siempre acaba por rajarse. Tiene miedo, supongo.

– Fantástico. ¿A cuánto asciende su fianza?

– A dos mil dólares. La violencia conyugal no está considerada una gran amenaza.

Me metí los papeles bajo el brazo.

– Volveré.

Kitty y Eugene vivían en una estrecha casa adosada en la esquina de Baker y Rose, frente a la vieja fábrica de botones Milped. La casa no contaba con jardín ni con porche, por lo que la puerta daba directamente a la acera. La fachada estaba revestida de tablillas color castaño con persianas que en un tiempo habían sido blancas. Las cortinas de la habitación delantera estaban corridas y en las ventanas no se veía luz.

Tenía el pulverizador de gas al alcance de la mano, en el bolsillo de la cazadora, y las esposas y la pistola de descarga eléctrica metidos en la cintura de los Levis. Llamé a la puerta y oí a alguien arrastrar los pies. Volví a llamar y una voz de hombre gritó algo incoherente. Nuevamente, alguien arrastró los pies y la puerta se entreabrió.

Tras la protección de la cadena de seguridad, una joven me miró.

– ¿Sí?

– ¿Es usted Kitty Petras?

– ¿Qué quiere?

– Busco a su marido, Eugene. ¿Está en casa?

– No.

– He oído una voz de hombre y me ha parecido que era la de Eugene.

Kitty Petras era flaca como un fideo, de rostro chupado y enormes ojos pardos. No estaba maquillada y llevaba el cabello, castaño oscuro, recogido en una coleta. No era bonita, pero tampoco fea. Mejor dicho, no era nada. Los suyos eran los rasgos anodinos que adquieren las mujeres maltratadas tras años de intentar ser invisibles.

Me miró con expresión cautelosa.

– ¿Conoce a Eugene?

– Trabajo para la agencia que pagó su fianza. Eugene no se presentó en el juzgado ayer y quisiéramos concertar otra fecha.

No era precisamente una mentira, sino una verdad a medias. Primero concertaríamos otra fecha y luego lo encerrarían en una celda sórdida y apestosa, hasta que tuviera que comparecer ante el juez.

– No sé…

Eugene asomó la cabeza por la rendija de la puerta entrecerrada.

– ¿Qué pasa? -preguntó con voz pastosa.

Kitty se apartó.

– Esta mujer quiere concertar una nueva fecha para que comparezcas en el juzgado.

Eugene acercó su cabeza a la mía. Era todo nariz, barbilla, ojos bizcos y rojos y un aliento a alcohol que mareaba.

– ¿Qué?

Repetí el camelo de que debíamos concertar una nueva fecha y me moví hacia un lado para que tuviera que abrir la puerta si quería verme.

Quitó la cadena, que resonó contra la jamba de la puerta.

– Es una coña, ¿no?

Traspuse el umbral de la puerta a medias, ajusté mi bolso en el hombro y mentí de todo corazón.

– Serán unos minutos. Necesitamos ir al juzgado para concertar una nueva fecha.

– Sí, bueno, ¿sabes lo que te digo? -Se volvió de espaldas a mí, se bajó el pantalón y se inclinó-. Besa mi peludo culo blanco.

Daba la cara en la dirección equivocada, lo que me impedía rociarlo con el gas, de modo que metí la mano en los Levis y saqué la pistola de descarga eléctrica. Nunca la había utilizado, pero no parecía que fuese complicado. Me incliné, apoyé firmemente el objeto sobre el culo de Eugene y pulsé el botón. Eugene soltó un breve chillido y cayó al suelo como un saco de harina.

– ¡Dios mío! -exclamó Kitty-. ¿Qué ha hecho?

Bajé la vista hacia Eugene, tumbado, inmóvil, con los ojos vidriosos y el calzoncillo alrededor de las rodillas. Su respiración era poco profunda, pero se me antojó que era de esperar de un hombre que acababa de recibir suficiente electricidad como para iluminar una habitación pequeña. Estaba pálido, o sea que al menos en ese aspecto nada había cambiado.

– Es una pistola de descarga eléctrica -expliqué-. Según el folleto, el daño no es permanente.