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Al cabo de una hora el frío empezó a penetrar en el Buick, de modo que encendí la calefacción hasta conseguir la temperatura de una caldera. Comí la mitad del Kit Kat y me estiré sobre el asiento. Transcurrió otra hora y repetí el procedimiento. Acababa de dar el último bocado al chocolate cuando la puerta lateral de la comisaría se abrió y en el vano apareció, a contraluz, la silueta de un hombre. Aun cuando no era más que una silueta, supe que se trataba de Morelli. La puerta se cerró a sus espaldas y él se dirigió hacia la furgoneta. Había recorrido la mitad del camino cuando divisó el Buick. Vi que movía los labios. No hacía falta ser un genio para descifrar la única palabra que pronunció.

Salí del coche para que le resultara más difícil no hacerme caso.

– Vaya -dije, con tono tan alegre como si hubiese ganado un concurso-, ¿qué tal te ha ido?

– Las armas son de Braddock. Eso es todo. -Morelli dio un paso hacia adelante y olfateó-. Huelo chocolate.

– He comido media tableta.

– Supongo que no tienes la otra mitad, ¿verdad?

– Me la había comido antes.

– Qué pena. Puede que una tableta de chocolate me ayudara a recordar alguna información crucial.

– ¿Quieres decir que voy a tener que alimentarte?

– ¿Tienes algo más en el bolso?

– No.

– ¿Y tarta de manzana en casa?

Tengo palomitas y algunos dulces. Iba a ver una película.

– De acuerdo. Me contentaré con palomitas.

– Tendrás que darme algo muy bueno si esperas que comparta mis palomitas contigo.

Morelli esbozó una sonrisa maliciosa.

– ¡Me refería a la información! -exclamé.

– Claro.

7

Morelli me siguió en su furgoneta a cierta distancia sin duda temeroso de la turbulencia que causaba el Buick al abrirse camino en la oscuridad.

Estacionamos el uno al lado del otro en el aparcamiento de mi edificio. Mickey Boyd encendía un cigarrillo bajo el saliente de la puerta trasera. A su esposa Francine le habían puesto un parche de nicotina la semana anterior y no permitía a Mickey fumar en casa.

– ¡Vaya! -exclamó Mickey, con el cigarrillo pegado, como por arte de magia, al labio inferior, y los ojos entrecerrados para protegerlos del humo-. Mirad ese Buick. Un coche maravilloso. Créeme, ya no los hacen como antes.

Miré a Morelli de reojo.

– Supongo que el gusto de los hombres por los coches grandes es un signo de su machismo.

– Debe ser proporcional a su paquete.

Subimos por la escalera y a medio camino sentí que el corazón me daba un vuelco.

El temor de que entrasen por la fuerza en mi apartamento acabaría por desaparecer y recuperaría la desenfadada seguridad de antes. Con el tiempo. Ese día, no. Ese día tuve que hacer un esfuerzo por ocultar mi temor. No quería que Morelli creyera que era una miedica. Afortunadamente, la puerta estaba cerrada e intacta y cuando entramos oí la rueda del hámster dar vueltas en la oscuridad.

Encendí la luz y dejé caer mi cazadora y mi bolso sobre la mesita del recibidor.

Morelli me siguió hasta la cocina y me observó meter las palomitas en el microondas.

– Apuesto a que has alquilado una película para acompañar a las palomitas.

Abrí la bolsa de chocolatinas rellenas de mantequilla de cacahuete y se la tendí.

– Los cazafantasmas.

Morelli cogió una chocolatina, la desenvolvió y la engulló.

– Tampoco sabes mucho de películas.

– ¡Es mi preferida!

– Es una película para mariquitas. Ni siquiera actúa Robert DeNiro.

– Háblame de la redada.

– Cogimos a los cuatro tíos del BMW, pero nadie sabe nada. El trato se organizó por teléfono.

– ¿Y qué hay de la furgoneta?

– Robada. Te lo dije.

El temporizador del microondas sonó, y saqué las palomitas.

– Cuesta creer que alguien iría a la calle Jackson en plena noche para comprar armas del ejército robadas a alguien con quien sólo ha hablado por teléfono.

– El vendedor conocía ciertos nombres. Supongo que eso era suficiente para esos tíos. No son peces gordos del mercado negro de armas.

– ¿No hay nada que comprometa a Kenny?

– Nada.

Eché las palomitas en un cuenco y se lo di a Morelli.

– Bueno, ¿a quién ha nombrado el vendedor? ¿Alguien a quien yo conozca?

Morelli abrió la nevera y sacó una cerveza.

– ¿Quieres una?

Cogí una lata y la abrí.

– Hablando de esos nombres…

– Olvida los nombres. No te ayudarán a encontrar a Kenny.

– ¿Y una descripción? ¿Cómo era la voz del vendedor? ¿De qué color eran sus ojos?

– Era un hombre blanco corriente de voz corriente sin características sobresalientes. Nadie se fijó en el color de sus ojos. En líneas generales, del interrogatorio se deduce que los tíos querían armas, no una jodida cita.

– Si hubiésemos trabajado juntos no lo habríamos perdido. Debiste llamarme. Como cazarrecompensas tengo derecho a participar en operaciones conjuntas.

– Te equivocas. Invitarte a participar en operaciones conjuntas es sólo una cortesía profesional por nuestra parte.

– Bien. ¿Por qué no me invitasteis?

Morelli cogió un puñado de palomitas.

– No teníamos indicios sólidos de que sería Kenny quien condujese la furgoneta.

– Pero cabía la posibilidad.

– Bien, cabía la posibilidad.

– Y decidiste no incluirme. Lo sabía. Desde el principio sabía que me excluirías.

Morelli fue a la sala.

– Entonces, ¿qué intentas decirme? -preguntó-. ¿Que estamos otra vez en guerra?

– Intento decirte que eres asqueroso. Es más, quiero mis palomitas y que te largues de mi apartamento.

– No.

– ¿Qué quieres decir con «no»?

– Hemos hecho un trato. Información a cambio de palomitas. Ya tienes la información, y ahora tengo derecho a mis palomitas.

Lo primero que pasó por mi cabeza fue mi bolso, que estaba en la mesita del recibidor. Podría dar a Morelli el mismo tratamiento que a Eugene Petras.

– Ni lo pienses -dijo Morelli-. Si te acercas a ese bolso te arrestaré por tenencia de armas ocultas.

– Eres asqueroso. Eso es abuso de autoridad.

Morelli cogió la cinta de Los cazafantasmas de encima de la tele y la metió en el vídeo.

– ¿Vas a ver esta peli conmigo, o no?

Desperté de mal humor, sin saber por qué. Sospeché que tenía que ver con Morelli y el hecho de no poderlo rociar con mi gas, darle una descarga eléctrica o disparar contra él. Se había ido al acabarse la película y las palomitas. Sus últimas palabras al salir fueron para pedirme que confiara en él.

– Claro -contesté.

Cuando los cerdos vuelen.

Preparé café, telefoneé a Eddie Gazzara y le dejé un mensaje pidiéndole que me llamara. Mientras esperaba, me pinté las uñas de los pies, tomé café y cereales, y cuando me disponía a dar cuenta de un par de barras de chocolate sonó el teléfono.

– ¿Qué ocurre ahora? -preguntó Gazzara.

– Necesito los nombres de los cuatro tíos que detuvieron en la calle Jackson anoche. Y los nombres que el conductor de la furgoneta dio como referencia.

– Mierda. No tengo acceso a esa información.

– ¿Todavía necesitas una canguro?

– Siempre necesito una canguro. Veré qué puedo hacer.

Tomé una rápida ducha, me peiné con los dedos y me puse unos téjanos y una camisa de franela. Saqué la pistola de mi bolso y la guardé cuidadosamente en el tarro de galletas. Activé el contestador automático y cerré la puerta con llave al salir.

El aire era fresco y el cielo, casi azul. La escarcha que cubría las ventanillas del Buick centelleaba. Me senté al volante, encendí el motor y puse el descongelador a tope.