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Siguiendo la filosofía de que hacer cualquier cosa (por tediosa e insignificante que sea) es mejor que no hacer nada, dediqué la mañana a pasar por delante de las casas de los amigos y los parientes de Kenny. Mientras conducía me mantuve alerta por si veía mi jeep o algún camión blanco con letras negras. No hallé nada, pero la lista de cosas que debía buscar era cada vez más larga, de modo que quizá estuviese progresando. Si la lista se volvía lo suficientemente larga, encontraría algo, tarde o temprano.

Tras repetir la operación por tres veces, renuncié y me dirigí hacia la oficina. Tenía que recoger mi cheque por haber entregado a Petras y quería acceder a los mensajes de mi contestador. Encontré un espacio dos edificios más abajo del de Vinnie e intenté aparcar el Buick junto al bordillo. En poco menos de diez minutos lo había colocado bastante bien, sólo un neumático trasero estaba sobre la acera.

– Vaya que eres buena aparcando -comentó Connie-. Por un momento temí que antes de que consiguieses atracar ese trasatlántico se te acabaría la gasolina.

Dejé caer mi bolso sobre el sofá, y dije:

– Voy mejorando. Sólo di dos golpes al coche de atrás y ni siquiera toqué el parquímetro.

Un rostro conocido surgió de detrás de Connie.

– Espero por tu bien que no sea mi coche el que has golpeado.

– ¡Lula!

Lula apoyó una mano en la cadera e inclinó hacia adelante sus cien kilos de peso. Llevaba chándal y zapatillas de deporte blancos. Se había teñido el pelo de anaranjado y parecía que, antes de alisárselo con cola de empapelar, un cerdo salvaje se lo hubiese cortado a dentelladas.

– Oye, chica, ¿a qué se debe que hayas arrastrado hasta aquí tu triste culo?

– Vengo a recoger un talón. ¿Y tú? ¿Necesitas que te paguen la fianza?

– ¡Diablos, no! Acaban de contratarme para poner en orden esta oficina. Voy a archivar hasta que se me caiga el culo.

– ¿Y qué hay de tu antigua profesión?

– Me he jubilado. Le he dejado mi esquina a Jackie. Ya no podía ser puta después de que me rajaran el rostro el verano pasado.

Connie sonreía de oreja a oreja.

– Creo que ella sí podrá manejar a Vinnie.

– Sí. Como ese blanco cabrón gilipollas intente algo conmigo, lo aplasto.

Lula me caía muy bien. Nos habíamos conocido hacía unos meses, cuando yo hacía mis pinitos como cazarrecompensas y buscaba respuestas en su esquina de la calle Stark.

– Bueno, ¿todavía andas por ahí? ¿Todavía te enteras de cosas? -le pregunté.

– ¿Como qué?

– Cuatro tíos trataron de comprar armas anoche y los detuvieron.

– ¡Ja! Todo el mundo lo sabe. Son los dos chicos Long, Booger Brown y el cretino de su primo, Freddie Johnson.

– ¿Sabes a quién le compraban las armas?

– A un tío blanco. Es todo lo que sé.

– Estoy buscando una pista sobre el tío blanco.

– Es una sensación muy rara estar de este lado de la ley. Creo que me costará acostumbrarme.

Marqué el número de mi propio teléfono y escuché los mensajes que habían dejado. Spiro quería quedar conmigo otra vez y Gazzara me daba una lista de nombres. Los cuatro primeros eran los que me había dado Lula. Los tres últimos eran los gángsters que el vendedor había dado como referencias. Tomé nota de ellos y me volví hacia Lula.

– Habíame de Lionel Boone, Stinky Sander y Jamal Alou.

– Boone y Sander son camellos. Entran y salen de chirona como si se tratase de un hotel. Sus expectativas de vida no parecen muy buenas, ¿me entiendes? En cuanto a Alou, no lo conozco.

– ¿Y tú? -pregunté a Connie-. ¿Conoces a alguno de estos perdedores?

– No los recuerdo, pero puedes mirar los archivos.

– ¡Alto ahí! -exclamó Lula-. Eso es cosa mía. Quédate donde estás y obsérvame.

Mientras ella buscaba en los archivadores, telefoneé a Ranger.

– Hablé con Morelli anoche -dije-. No sacaron gran cosa de los tíos del BMW, sólo que

el conductor de la furgoneta dio los nombres de Lionel Boone, Stinky Sander y Jamal Alou como referencia.

– Vaya panda de cabroncetes. Alou es todo un artesano. Puede fabricar cualquier cosa que explote.

– Deberíamos hablar con ellos, ¿no?

– No creo que te gustase oír lo que dirían, nena. Más vale que hable yo con ellos.

– Me parece bien. De todos modos, tengo otras cosas que hacer.

– No tenemos a ninguno de esos gilipollas en el archivo -gritó Lula-. Seguro que somos demasiado elegantes.

Connie me dio mi cheque y me dirigí pausadamente hacia mi mole azul. Sal Fiorelli había salido de su tienda y fisgaba por la ventanilla lateral del coche.

– Mira qué maravilla de automóvil. -No hablaba con nadie en particular.

Puse los ojos en blanco y metí la llave en la cerradura.

– Buenos días, señor Fiorelli.

– ¡Vaya cochecito el que tienes!

– Sí. No todo el mundo puede conducir uno como éste.

– Mi tío Manni tenía un Buick del cincuenta y tres. Lo encontraron muerto en su interior… en el vertedero.

– Caray, lo siento de verdad.

– Echó a perder el tapizado. Una pena.

Conduje hasta la funeraria de Stiva y aparqué al otro lado de la calle. La furgoneta de una floristería dobló en la entrada de servicio y desapareció detrás del edificio. Ésa era la única actividad. La paz que reinaba en la funeraria se me antojó espeluznante. Me pregunté cómo se sentiría Constantine Stiva, sometido a tracción en el hospital Saint Francis. Que yo supiera, Constantine nunca había tomado unas vacaciones y ahora se encontraba boca arriba, y su negocio en manos de su mezquino hijastro. Seguro que lo conduciría a la ruina. Me pregunté si sabría lo de los ataúdes. Supuse que no. Supuse que Spiro había metido la pata e intentaba que Con no se enterara.

Tenía que explicarle a Spiro que no iba a aceptar su invitación, pero me costaba cruzar la calle. Podía soportar una funeraria a las siete de la noche, llena de Caballeros de Colón. Lo que no me apetecía precisamente era llegar de puntillas a las once de la mañana, con la única compañía de Spiro y de los muertos.

Permanecí sentada un rato y pensé que Spiro, Kenny y Moogey habían sido grandes amigos en el instituto. Kenny, el sabelotodo. Spiro, el chico no muy brillante, con la dentadura en malas condiciones y un sepulturero por padrastro. Y Moogey, el buenazo, al menos hasta donde yo sabía. Es extraño cómo el denominador común de las alianzas de la gente es la mera necesidad de tener amigos.

Ahora, Moogey estaba muerto. Kenny, desaparecido en acción y Spiro había perdido veinticuatro féretros baratos. La vida es muy extraña en ocasiones. Un día estás en el instituto, jugando al baloncesto, robando el dinero de la comida de los pequeñines y, de pronto, tienes que rellenar con masilla los agujeros en la cabeza de tu mejor amigo.

De pronto se me ocurrió una idea. ¿Y si todo estuviese relacionado? ¿Y si Kenny había robado las armas y las había escondido en los ataúdes de Spiro? ¿Y si…? Y si, ¿qué?

Desde que había salido de mi apartamento esa mañana, el cielo se había encapotado y soplaba un viento cada vez más fuerte. Las hojas cruzaban la calle y azotaban el parabrisas. Se me ocurrió que como permaneciera suficiente tiempo allí, vería a Piglet pasar volando.

A las doce resultó evidente que me faltaba valor. Ningún problema. Echaría mano del segundo plan: iría a casa de mis padres, gorrearía comida y regresaría con la abuela Mazur a rastras.

Eran casi las dos de la tarde cuando entré en el pequeño aparcamiento lateral de la funeraria de Stiva, con la abuela a mi lado en el largo asiento del Buick, tratando de ver por encima del salpicadero.

– Por las tardes no suelo asistir a los velatorios -comentó mientras cogía su bolso y sus guantes-. A veces, en verano, cuando me apetece dar un paseo, voy a uno, pero me gusta más la gente que asiste a los de la noche. Claro, es distinto cuando se va a la caza de fugitivos… como nosotras.