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– Tenemos una desmayada aquí -le dijo Spiro-. Cuando llegue la ambulancia envía aquí arriba a los enfermeros.

Moon se marchó sin decir palabra. Muy tranquilo. Supuse que su actitud debía de ser consecuencia de trabajar tanto con muertos. No habrá mucha conversación, pero ha de ser bueno para la presión arterial.

– ¿Y Moon? -pregunté-. ¿Ha tenido acceso a la llave de la nave? ¿Sabe lo de los féretros?

– Moon no sabe nada de nada. Tiene el cerebro de una lagartija.

Me sorprendió ese comentario dado que el propio Spiro se parecía mucho a una lagartija.

– Revisemos esto desde el principio. ¿Cuándo recibiste la nota?

– Entré a hacer unas llamadas y la encontré sobre mi escritorio. Debió de ser poco antes de las doce.

– ¿Y el dedo? ¿Cuándo te enteraste de lo del dedo?

– Antes de los velatorios siempre reviso que todo esté en orden. Advertí que a George le faltaba un dedo y lo arreglé con masilla.

– Debiste decírmelo.

– No quería que se supiera. No creía que se enterasen. No contaba con la presencia de la abuela Desastre.

– ¿Tienes idea de cómo entró Kenny?

– No debió de costarle mucho. Cuando me voy por la noche activo la alarma. Cuando abro por la mañana, la desactivo. El resto del día la puerta trasera permanece abierta, por las entregas, ¿sabes? La del frente también suele estar abierta.

Había vigilado la puerta de entrada durante buena parte de la mañana y nadie había entrado o salido. Un florista había usado la puerta trasera. Y eso era todo. Claro que Kenny podía haber entrado adentro antes de que yo llegase.

– ¿No oíste nada?

– Louie y yo estuvimos trabajando con el dedo casi toda la mañana. La gente usa el interfono si nos necesita.

– Bueno, ¿quién entró y salió?

– Clara se encarga de los peinados. Llegó hacia las nueve y media para arreglar el cabello de la señora Grasso. Se fue una hora más tarde, o así. Supongo que puedes hablar con ella, pero no le digas nada. Sal Muñoz entregó unas flores. Yo estaba aquí arriba cuando llegó, pero interrogarlo no te serviría de nada.

– Quizá debieses revisar todo y comprobar que no te falta nada más.

– Si falta algo más, no quiero saberlo.

– Bien, ¿qué tienes que pueda interesarle a Kenny?

Spiro se llevó la mano a la entrepierna.

– Los de él son pequeños. ¿Me entiendes?

Sentí náuseas.

– Estás de broma, ¿verdad?

– Nunca se sabe lo que motiva a las gentes. A veces, cosas como ésta las corroen por dentro.

– Sí, bueno… si se te ocurre algo, dímelo.

Regresé a la sala en busca de la abuela Mazur. La señora Mackey estaba de pie y, al parecer, se había repuesto. Marjorie Boyer estaba un poco verde, pero quizá se debiera a la iluminación.

Cuando llegamos al aparcamiento me di cuenta que el Buick se encontraba extrañamente ladeado. Louie Moon se hallaba al lado del coche, mirando fijamente y con expresión serena el destornillador clavado en el neumático. Igual podría haber estado observando crecer la hierba.

La abuela se agachó para examinar de cerca el daño.

– No está bien que le hagan esto a un Buick.

No me agradaba dejarme llevar por la paranoia, pero en ningún momento pensé que se tratase de un acto de vandalismo fortuito.

– ¿Has visto quién lo hizo? -pregunté a Louie.

Negó con la cabeza. Cuando habló, lo hizo con voz suave y tan monótona como su expresión.

– Salí a esperar la ambulancia.

– ¿No había nadie en el aparcamiento? ¿No viste ningún coche alejarse?

– No.

Dejé escapar un suspiro y entré para llamar al servicio de carreteras. Usé el teléfono público del vestíbulo y me disgustó ver que me temblaba la mano al buscar una moneda de veinticinco centavos en el fondo de mi bolso. No es más que un neumático pinchado, me dije. No tiene importancia. No es más que un coche, por Dios… un coche viejo.

Pedí a mi padre que rescatara a la abuela Mazur y, mientras esperaba a que me cambiaran el neumático, intenté imaginar a Kenny entrando a hurtadillas en la funeraria y dejando una nota. Le habría resultado bastante fácil acceder por la puerta trasera sin ser visto. Pero cortar un dedo habría sido más difícil. Habría necesitado tiempo para hacerlo.

8

La puerta trasera de la funeraria daba a un corto pasillo que conducía al vestíbulo. La puerta del sótano, la puerta lateral de la cocina y la de la oficina de Con daban todas al pasillo. Un pequeño vestíbulo y una puerta de cristal doble, entre la oficina de Con y la puerta del sótano, daba acceso a la entrada de coches que llegaba hasta los garajes. Por esta puerta, sobre una camilla, entraban los difuntos en su último viaje.

Dos años antes Con había contratado a un decorador de interiores para dar más elegancia al lugar. Los colores elegidos, violeta pálido y verde lima, salpicaba las paredes de paisajes bucólicos. En el suelo había alfombras mullidas. Nada rechinaba. La casa entera estaba diseñada para reducir el ruido al mínimo, y Kenny podría haber entrado furtivamente sin que lo oyeran.

En el pasillo, topé con Spiro.

– Quiero saber más acerca de Kenny. ¿Se te ocurre algún lugar donde pudiera esconderse? Alguien tiene que estar ayudándolo. ¿A quién pediría ayuda?

– Los Morelli y los Mancuso siempre piden ayuda a la familia. Cuando uno de ellos muere, parece que todos han muerto. Vienen aquí, con sus horribles vestidos y abrigos negros, y lloran a mares. En mi opinión, debe de estar oculto en el desván de la casa de un Mancuso.

Yo no estaba tan segura. Si Kenny se ocultaba en el desván de un Mancuso, Joe ya se habría enterado. Los Mancuso y los Morelli no eran precisamente famosos por guardar secretos entre sí.

– ¿Y si no estuviese en el desván de un Mancuso?

Spiro se encogió de hombros.

– Iba a Atlantic City a menudo.

– Aparte de Julia Cenetta, ¿estaba liado con otra?

– Echa un vistazo al listín telefónico.

– ¿Tantas?

Salí por la puerta lateral y aguardé con impaciencia a que Al, el mecánico, quitara el gato de debajo de mi coche. Antes de darme la factura, se levantó y se limpió las manos en el mono.

– ¿No conducías un jeep la última vez que te puse un neumático nuevo?

– Me lo robaron.

– ¿Se te ha ocurrido alguna vez usar el transporte público?

– ¿Qué ha sido del destornillador?

– Lo metí en el maletero de tu coche. Nunca se sabe cuándo puedes necesitar uno.

El salón de belleza de Clara se encontraba tres manzanas más abajo, en la calle Hamilton, al lado de la pastelería Buckets. Encontré un espacio para aparcar, apreté los dientes, contuve el aliento y di marcha atrás a toda velocidad. Más valía acabar pronto. Supe que casi lo había logrado cuando oí ruido de cristales rotos.

Salí del Buick para evaluar los daños. El Buick seguía intacto. El otro coche tenía un faro destrozado. Dejé una nota con la información de la aseguradora y me dirigí al salón de belleza.

Los bares, las funerarias, las pastelerías y los salones de belleza constituyen el eje de las ruedas que hacen girar el barrio. Los salones de belleza son especialmente importantes porque el barrio es un vecindario atrapado en los años cincuenta, cuando aún se creía en la igualdad de oportunidades. Esto significa que las chicas del barrio se obsesionan con el cabello a muy temprana edad. Al diablo con eso de compartir juegos con niños. Si eres una chica, pasas el tiempo peinando el cabello de una muñeca Barbie. Barbie es el modelo. Largas pestañas pegoteadas, sombra de ojos azul eléctrico, tetas puntiagudas y mucho cabello rubio platino de aspecto artificial. A eso aspiramos todas. Barbie incluso nos enseña a vestirnos. Ceñidos vestidos centelleantes, shorts cortísimos, ocasionalmente una boa de plumas y, por supuesto, zapatos con tacones de aguja, siempre. No es que Barbie no tenga nada más que ofrecer, sino que las niñitas del barrio no se dejan engañar por la Barbie yuppy. No creen en eso de las prendas de deporte de buen gusto y los trajes con chaqueta de corte profesional. Las niñas del barrio quieren ser fascinantes.