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– Si yo soy una zorra, tú eres una ramera.

– Eres una mentirosa y una ladrona.

– Zorra.

– Puta.

– Bueno -interrumpió Mary Lou-. ¿Vas a comprarte esos zapatos, sí o no?

Cuando llegué a casa ya no estaba tan segura de haber hecho bien al comprar los zapatos. Me metí la caja bajo el brazo y abrí la puerta. Cierto, eran magníficos, pero eran color cereza. ¿Qué iba a hacer con unos zapatos color cereza? Tendría que comprarme un vestido a tono. ¿Y el maquillaje? Una no podía usar cualquier maquillaje con un vestido color cereza. Tendría que comprar una nueva barra de labios y un nuevo delineador de ojos.

Encendí la luz y cerré la puerta a mis espaldas. Dejé caer el bolso y los zapatos nuevos sobre la encimera de la cocina y di un respingo cuando sonó el teléfono. Demasiada excitación para un día, me dije. Estaba exhausta.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó la persona que llamaba-. ¿Tienes miedo ahora? ¿Te he hecho reflexionar?

Me dio un vuelco el corazón.

– ¿Kenny?

– ¿Has recibido mi mensaje?

– ¿A qué mensaje te refieres?

– Te dejé un mensaje en el bolsillo de la chaqueta. Es para ti y tu nuevo amiguito, Spiro.

– ¿Dónde estás?

Kenny colgó el auricular.

Mierda.

Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y empecé a sacar cosas: un pañuelo usado de papel, una moneda de veinticinco centavos, la envoltura de una tableta de chocolate, un dedo.

Dejé caer todo y salí corriendo de la sala, exclamando:

– ¡Mierda, maldita sea, mierda!

Me dirigí a trompicones hacia el cuarto de baño y metí la cabeza en el inodoro para vomitar. Al cabo de unos minutos comprendí que no iba a vomitar (una pena, en realidad, pues así me habría deshecho del helado que había tomado con Mary Lou).

Me lavé las manos con mucho jabón y agua caliente y regresé de puntillas a la cocina. El dedo se encontraba en el suelo. Parecía embalsamado. Cogí el teléfono, levanté el auricular y, manteniéndome tan lejos del dedo como me era humanamente posible, marqué el número de Morelli.

– Ven ahora mismo.

– ¿Pasa algo malo?

– ¡Te he dicho que vengas!

Diez minutos más tarde, Morelli salía del ascensor.

– ¡Vaya, vaya, vaya! Mala señal si me esperas en el pasillo. -Miró la puerta de mi apartamento-. No tendrás un cadáver ahí dentro, ¿verdad?

– Digamos que parte de él.

– ¿Quieres explayarte?

– Hay un dedo en el suelo de mi cocina.

– ¿Está unido a algo, como una mano o un brazo?

– Es un dedo. Creo que pertenece a George Mayer.

– ¿Lo has reconocido?

– No, pero a George le falta uno. Verás, la señora Mayer estaba soltando su rollo sobre la logia de George y diciendo que quería que lo enterraran con su anillo, y mi abuela quiso examinar el anillo y mientras lo hacía rompió uno de los dedos de George. Resultó que era de cera. No sé cómo, pero Kenny entró en la funeraria esta mañana, dejó una nota sobre el escritorio de Spiro y le cortó el dedo a George. Luego, esta tarde, cuando yo estaba con Mary Lou en la zapatería del centro comercial, Kenny me amenazó. Seguro que antes de salir corriendo metió el dedo en mi bolsillo.

– ¿ Has estado bebiendo?

Le dirigí una mirada cargada de furia y señalé hacia la cocina.

– Cuando llegué a casa el teléfono sonó. Era Kenny, para decirme que me había dejado un mensaje en el bolsillo de la chaqueta.

– Y el mensaje era el dedo.

– Bingo.

– ¿Cómo llegó al suelo?

– Podría decirse que se cayó cuando fui al lavabo a vomitar.

Morelli cogió una servilleta de papel y la usó para recoger el dedo. Le di una bolsa de plástico. Dejó caer el dedo dentro de ésta, la cerró y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Se apoyó contra la encimera de la cocina y se cruzó de brazos.

– Empecemos desde el principio.

Le relaté todos los detalles, pero evité mencionar a Joyce Barnhardt. Le hablé de la nota escrita con letras plateadas que había recibido, de la K plateada en la pared de mi dormitorio, del destornillador, y añadí que me parecía que todo era obra de Kenny.

Cuando acabé, Morelli permaneció en silencio. Luego me preguntó si había comprado los zapatos.

– Sí.

– Enséñamelos.

Se los enseñé.

– Muy sexy. Creo que estoy excitándome.

Guardé apresuradamente los zapatos en la caja.

– ¿Tienes idea de a qué se refería Kenny al decir que Spiro tenía algo suyo?

– No. ¿Y tú?

– No.

– ¿Me lo dirías si la tuvieras?

– Posiblemente.

Morelli abrió la puerta de la nevera y puso cara de contrariedad.

– Se te ha acabado la cerveza.

– He tenido que escoger entre comida y zapatos.

– Has hecho bien.

– Apuesto a que todo esto tiene que ver con las armas robadas. Apuesto a que Spiro estaba implicado. Puede que por eso asesinaran a Moogey. Quizá se enteró de que Spiro y Kenny estaban robando armas del ejército, o puede que los tres lo hicieran y Moogey se rajara.

– Deberías alentar a Spiro, ya sabes, ir al cine con él, dejar que te coja de la mano.

– ¡Jamás! ¡Qué asco!

– Yo que tú, no dejaría que me viera con esos zapatos. Podría perder la chaveta. Creo que deberías reservarlos para mí. Y ponerte algo ceñido. Y un liguero. Definitivamente, esos zapatos han de ir con liguero.

Decidí que la siguiente vez que encontrase un dedo en mi bolsillo lo echaría al retrete.

– Me molesta que no hayamos logrado ver a Kenny, mientras que a él no parece costarle seguirme.

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Se ha dejado crecer la barba? ¿Se ha teñido el cabello?

– Se parecía a sí mismo. No tenía aspecto de dormir en oscuros callejones. Estaba limpio, recién afeitado. No parecía hambriento. Llevaba ropa limpia. Parecía estar solo, y un poco… molesto. Dijo que soy como una patada en el culo.

– ¡No! ¿Tú como una patada en el culo? No entiendo por qué se le ocurriría algo así.

– En todo caso, no vive al día. Si vende armas, puede que tenga pasta. Tal vez se aloje en un motel lejos de aquí…, en New Brunswick o Burlington, o en Atlantic City.

– Hemos enseñado su foto en Atlantic City. Nada. A decir verdad, no hemos logrado seguirle la pista. El que se cabreara contigo es la mejor noticia de la semana. Ahora sólo tengo que seguirte y esperar a que actúe.

– ¡Qué bien! Me encanta servir de señuelo para dar caza a un mutilador homicida.

– No te preocupes. Cuidaré de ti.

Hice una mueca de desagrado.

– De acuerdo. -Morelli recuperó su expresión policial-. Se acabó el coqueteo y toda esa mierda. Necesitamos una conversación seria. Sé lo que se dice de los hombres de las familias Morelli y Mancuso… que somos vagabundos, borrachos y mujeriegos. Y tengo que reconocer que hay mucho de verdad en ello. El problema con esa clase de prejuicios generalizados es que dificulta las cosas para el ocasional buen chico… como yo…

Puse los ojos en blanco.

– Y tachan a un tío como Kenny de listo y de lechuguino congénito cuando en cualquier otra parte del planeta lo tacharían de psicópata. A los ocho años, Kenny prendió fuego a su perro y nunca mostró el menor remordimiento. Es un manipulador. Totalmente egocéntrico. Como es insensible al dolor, tiene una audacia sin límites. Y no es estúpido.

– ¿Es cierto que se cortó el dedo con el hacha de su padre?

– Es cierto. De haber sabido que estaba amenazándote, habría actuado de otro modo.

– ¿Cómo?

Morelli me miró fijamente por un instante antes de contestar.

– Te habría echado antes el discurso sobre la psi-copatología, para empezar. Y no te habría dejado a solas en un apartamento sin cerradura con la única protección de unos vasos.

– De hecho, no estaba segura de que fuera Kenny hasta que lo vi esta noche.