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– A partir de ahóra ya no llevarás el pulverizador de gas en el bolso, sino en el cinturón.

– Al menos sabemos que Kenny se encuentra en la zona. Yo creo que se ha quedado por lo que sea que tiene Spiro. Kenny no se largará sin antes recuperarlo.

– ¿Pareció alterado Spiro por lo del dedo?

– Parecía… irritado… molesto. Le preocupaba que Con se enterase de que las cosas no funcionan muy bien. Spiro tiene planes. Espera adueñarse de la funeraria y vender franquicias.

Morelli esbozó una sonrisa de sorna.

– ¿Spiro espera vender franquicias de la funeraria?

– Sí. Como McDonald's.

– Puede que lo mejor sea dejar que Kenny y Spiro luchen entre sí y cuando haya acabado recoger los restos del suelo.

– Hablando de restos, ¿qué harás con el dedo?

– Veré si encaja con lo que queda del muñón de George Mayer. Y, mientras hago eso, le preguntaré sutilmente a Spiro qué está pasando.

– No creo que sea una buena idea. No quiere que la policía meta las narices en esto. No quiso informar de la mutilación ni de la nota. Si le hablas, me echará a patadas.

– ¿Qué sugieres?

– Dame el dedo. Mañana por la mañana se lo llevaré a Spiro y veré si consigo algo interesante.

– No puedo permitir que lo hagas.

– ¿Cómo demonios lo impedirás? Es mi dedo, maldita sea. Estaba en mi chaqueta.

– Dame un respiro. Soy poli. Tengo un trabajo que cumplir.

– Yo soy una cazadora de fugitivos y también tengo un trabajo.

– De acuerdo. Te daré el dedo, pero prométeme que me mantendrás informado. A la primera que vea que guardas secretos, me iré de la lengua.

– Bien. Ahora, devuélveme ese dedo y vete a tu casa antes de que cambies de opinión.

Sacó la bolsa de plástico del bolsillo de su chaqueta y la metió en el congelador.

– Por si acaso -dijo.

Cuando se hubo marchado cerré la puerta con llave y cerrojos y examiné todas las ventanas. Miré debajo de la cama y en todos los armarios. En cuanto tuve la certeza de que mi apartamento era seguro, me acosté y dormí a pierna suelta, con todas las luces encendidas.

El teléfono sonó a las siete de la mañana. Abrí los ojos, miré el despertador y luego el teléfono. A las siete de la mañana ninguna llamada puede ser buena. Según mi experiencia, siempre que te telefonean entre las once de la noche y las nueve de la mañana es para anunciar un desastre.

– Diga. ¿Qué pasa?

– Nada malo. -Era Morelli-. Al menos por el momento.

– Son las siete de la mañana. ¿Por qué me llamas a semejante hora?

– Tienes las cortinas corridas y quería asegurarme de que estás bien.

– Mis cortinas están corridas porque todavía estoy acostada. Pero ¿cómo sabes que están corridas?

– Estoy en tu aparcamiento.

9

Me levanté, entreabrí la cortina y miré el aparcamiento. Efectivamente, el Fairlane marrón se encontraba al lado del Buick del tío Sandor. Vi que el parachoques se hallaba todavía en el asiento trasero y que alguien había pintado la palabra «cerdo» en la puerta del conductor. Abrí la ventana del dormitorio y asomé la cabeza.

– Lárgate.

– Tengo una reunión de personal en quince minutos -gritó Morelli-. No debería durar más de una hora, y después estaré libre el resto del día. Quiero que me esperes antes de ir a la funeraria de Stiva.

– De acuerdo.

Cuando Morelli regresó ya eran las nueve y media y yo me sentía inquieta. En el momento en que entró en el aparcamiento yo estaba mirando por la ventana. Salí del edificio como una exhalación, con el dedo rodando en mi bolso. Me había puesto mis Doctor Martens, por si tenía que dar una patada a alguien, y llevaba el pulverizador de gas metido en la cintura de los téjanos, de modo que pudiese cogerlo con facilidad. Había cargado a tope la pistola eléctrica y la había metido en el bolsillo de mi cazadora.

– ¿Tienes prisa? -preguntó.

– El dedo de George Mayer está poniéndome nerviosa. Me sentiré mucho mejor cuando se lo haya devuelto.

– Si necesitas hablar, llámame. ¿Tienes el número de mi coche?

– Lo sé de memoria.

– ¿Y el de mi busca?

– Sí.

Puse en marcha el Buick y salí lentamente del aparcamiento. Morelli me seguía a una distancia respetable. A media manzana de la funeraria de Stiva divisé las luces parpadeantes de una motocicleta de escolta. Fantástico. Un entierro. Me aparté y observé pasar el coche mortuorio, seguido del coche con las flores y la limusina en que viajaba la familia. Eché una ojeada al interior de la limusina y reconocí a la señora Mayer.

Miré por el espejo retrovisor y vi que Morelli había aparcado detrás de mí y agitaba la cabeza, como diciéndome: «Ni se te ocurra.»

Marqué su número de teléfono.

– ¡Van a enterrar a George sin su dedo!

– Confía en mí. A George ya no le importa su dedo. Puedes devolvérmelo. Lo guardaré como prueba.

– ¿Prueba de qué?

– De profanación de cadáver.

– No te creo. Lo más probable es que lo arrojes en un contenedor de basura.

– La verdad es que estaba pensando meterlo en la taquilla de Goldstein.

El cementerio se hallaba a unos tres kilómetros de la funeraria de Stiva. Delante de mí, unos siente u ocho coches avanzaban a paso de tortuga en la melancólica procesión. La temperatura era de cero grados, más o menos, y el cielo, de un azul invernal. Yo me sentía como si en lugar de a un funeral fuese a un partido de fútbol. Franqueamos la entrada del cementerio y nos dirigimos hacia el centro de éste, donde habían preparado la tumba y colocado unas sillas. Cuando aparqué, Spiro estaba ayudando a la viuda de Mayer a sentarse. Me acerqué y me incliné hacia él.

– Tengo el dedo de George.

No hubo respuesta.

– El dedo de George -repetí con el tono que usaría una madre con su hijo de tres años-. El verdadero. El que ha perdido. Lo tengo en mi bolso.

– ¿Qué diablos hace el dedo de George en tu bolso?

– Es una historia bastante larga. Ahora, lo que tenemos que hacer es volver a juntar todas las piezas de George.

– ¡Qué! ¿Estás loca? ¡No pienso abrir el ataúd para devolverle su dedo a George! A nadie le importa un pimiento el dedo de George.

– ¡A mí, sí!

– ¿Por qué no haces algo útil, como encontrar mis malditos féretros? ¿Por qué pierdes el tiempo encontrando cosas que no quiero? No esperarás que te pague por encontrar el dedo, ¿verdad?

– ¡Dios, Spiro! Eres un verdadero comemierda.

– Sí. Y bien, ¿adonde quieres ir a parar?

– A que más te vale hallar el modo de ponerle a George su dedo. Si no, te montaré un numerito.

Spiro no pareció convencido.

– Se lo diré a la abuela Mazur -añadí.

– Mierda, no hagas eso.

– ¿Qué hay del dedo?

– No metemos el ataúd en la tumba hasta que todos se encuentran en sus coches, listos para marcharse. Podemos echar el dedo en ese momento. ¿Te basta con eso?

– ¿ Echar el dedo?

– No creerás que voy a abrir el ataúd, ¿verdad? Tendrás que contentarte con que enterremos el dedo en la misma tumba.

– Siento que estoy a punto de gritar.

– ¡Cristo! -Spiro apretó los labios, pero nunca pudo cerrarlos del todo debido a los dientes salientes-. De acuerdo. Abriré el ataúd. ¿Te han dicho que eres como una patada en el culo?

Me alejé de Spiro y me dirigí hacia donde se hallaban los asistentes más apartados, desde donde Morelli observaba.

– Todo el mundo me dice que soy como una patada en el culo.

– Entonces debe de ser cierto. -Morelli me rodeó los hombros con un brazo-. ¿Has conseguido deshacerte del dedo?

– Spiro se lo devolverá a George después de la ceremonia, cuando los coches se hayan ido.

– ¿Te quedarás aquí?

– Sí. De ese modo podré hablar con Spiro.