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– Yo voy a irme con el resto de los cuerpos calientes. Estaré por la zona, si me necesitas.

Alcé el rostro hacia el sol y dejé que mi mente flotara mientras pronunciaban la breve oración. Cuando la temperatura bajaba de los diez grados, Stiva no perdía el tiempo junto a la tumba. Ninguna viuda del barrio calzaba zapatos cómodos en un entierro y el director de éste tenía la responsabilidad de mantener calientes los pies de los ancianos. El servicio se celebró en menos de diez minutos, y la nariz de la viuda ni siquiera tuvo tiempo de ponerse roja. Contemplé a los ancianos retirarse sobre la hierba marchita y la dura tierra. En media hora se hallarían todos en casa de los Mayer, comiendo galletas y bebiendo whisky con soda. A la una la señora Mayer ya estaría sola, y se preguntaría qué haría el resto de su vida, parloteando a solas en la casa familiar.

Las puertas de los coches se cerraron de golpe y los vehículos se marcharon.

Spiro estaba con los brazos en jarras, adoptando una pose de sufrido enterrador.

– ¿Y bien? -me preguntó.

Saqué la bolsa con el dedo de George y se la di.

A cada lado del ataúd había un empleado del cementerio. Spiro entregó la bolsa a uno y le ordenó que abriese el féretro y la metiera dentro.

No se inmutaron. Supongo que las personas que se ganan la vida sepultando cajas forradas de plomo no suelen ser curiosas.

– Bueno. -Spiro se volvió hacia mí-. ¿Cómo conseguiste el dedo?

Le expliqué lo del incidente con Kenny y cómo al llegar a casa encontré el dedo.

– ¿Lo ves? Ésa siempre es la diferencia entre Kenny y yo -comentó Spiro-. A Kenny siempre le ha gustado darse aires, preparar situaciones y ver cómo se desarrollan. Para él todo es un juego. Cuando éramos niños, yo pisaba los insectos para matarlos y Kenny les clavaba un alfiler para ver cuánto tardaban en morir. Creo que a él le gusta ver cómo se retuercen, en tanto que a mí me gusta hacer bien el trabajo. Si yo te hubiese pillado en un oscuro aparcamiento vacío, te habría metido un dedo en el culo.

Sentí que me daba vueltas la cabeza.

– Por supuesto, sólo hablo en teoría. Nunca te haría eso, porque eres muy astuta. A menos que lo desearas.

– Tengo que irme.

– Podríamos quedar para más tarde. Para cenar o algo así. El que seas como una patada en el culo y yo un comemierda no significa que no podamos quedar.

– Preferiría clavarme una aguja en el ojo.

– Ya cambiarás de opinión. Tengo lo que quieres.

Me daba miedo preguntar.

– Al parecer también tienes lo que quiere Kenny.

– Kenny es un pelmazo.

– Antes era amigo tuyo.

– Las cosas cambian.

– ¿Como qué?

– Como nada.

– Tengo la impresión de que Kenny cree que tú y yo nos hemos asociado en una especie de complot contra él.

– Kenny está chiflado. La próxima vez que lo veas deberías meterle una bala en el cuerpo. Eres capaz de hacer eso, ¿no? ¿Tienes pistola?

– Debo irme, de veras.

– Hasta luego. -Spiro formó una pistola con la mano e hizo como que apretaba el gatillo.

Regresé al Buick casi corriendo. Me senté al volante, bajé el seguro de la portezuela y llamé a Morelli.

– Tenías razón al decir que debería haberme dedicado a la cosmetología.

– Te encantaría. Podrías dibujar cejas en la cara de un montón de viejecitas.

– Spiro no me ha dicho nada. Bueno, nada que yo quisiera oír.

– He oído algo interesante en la radio mientras te esperaba. Anoche se produjo un incendio en la calle Low. En uno de los edificios de la vieja fábrica de tuberías. Obviamente, intencional. La fábrica de tuberías lleva años cerrada, pero parece que alguien la usaba para almacenar féretros.

– ¿Estás diciéndome que alguien chamuscó mis ataúdes?

– ¿Spiro puso condiciones acerca del estado de los féretros o te paga tanto si están muertos como vivos?

– Me reuniré contigo allí.

La fábrica de tuberías se encontraba en una solar baldío atrapado entre la calle Low y las vías del ferrocarril. La habían cerrado en los años setenta y así estaba desde entonces. El terreno que la rodeaba no tenía valor alguno. Más allá, se hallaban las industrias que habían sobrevivido: un cementerio de coches, una tienda de artículos de fontanería, el guardamuebles y empresa de mudanzas Jackson.

De tan oxidada, la verja de la fábrica de tuberías estaba abierta; el asfalto, agrietado y cubierto de basura y cristales rotos.

El cielo plomizo se reflejaba en charcos de agua mugrienta. Había un camión de bomberos y, aparcado al lado de éste, un automóvil de aspecto oficial. Un coche patrulla y el coche del jefe del cuerpo de bomberos se hallaban más cerca de la plataforma de carga y descarga, donde, obviamente, se había declarado el incendio.

Morelli y yo aparcamos lado a lado y nos dirigimos hacia el grupo de hombres que hablaban entre ellos y tomaban notas.

Cuando nos aproximamos alzaron la vista y saludaron a Morelli con una inclinación de la cabeza.

– ¿De qué se trata? -preguntó Morelli.

Reconocí al hombre que contestó. John Petrucci. Cuando mi padre trabajaba en Correos, Petrucci era su supervisor. Ahora era el jefe del cuerpo de bomberos. Así es la vida.

– Intencional -dijo Petrucci-. El fuego afectó básicamente una nave. Alguien empapó un montón de ataúdes con gasolina y encendió una mecha. La huella del incendio es clara.

– ¿Algún sospechoso? -preguntó Morelli.

Lo miraron como si estuviese loco.

Morelli sonrió.

– Me pareció buena idea preguntar. ¿Os molesta que miremos?

– Es todo tuyo. Nosotros ya hemos terminado. El inspector de la compañía de seguros ya lo ha examinado. La estructura no ha sufrido grandes daños. Todo esto es de hormigón. Alguien vendrá a tapiarlo.

Morelli y yo subimos a la plataforma de carga. Saqué la linterna del bolso, la encendí y apunté hacia un montón de basura chamuscada y empapada que había en medio de la nave. En el extremo del perímetro estaban los únicos restos de lo que aún podía identificarse como un ataúd. Una caja exterior y otra interior, ambas de madera. Nada del otro mundo. Las dos estaban ennegrecidas a causa del incendio. Toqué un extremo y el féretro se deshizo en pedazos.

– Si quisieras ser realmente diligente, podrías recoger las piezas y sabrías cuántos féretros había -sugirió Morelli-. Podrías llevárselos a Spiro a ver si los identifica.

– ¿Cuántos ataúdes crees que había?

– Un montón.

– Con esto me basta. -Cogí el cierre de uno de los féretros, lo envolví en un pañuelo desechable y lo metí en el bolsillo de mi cazadora-. ¿Por qué iba alguien a robar ataúdes y luego prenderles fuego?

– ¿Para divertirse? ¿Por venganza? Puede que en su momento robarlos pareciera buena idea, pero que luego, quienquiera que los cogió no pudo deshacerse de ellos.

– Spiro se llevará un gran disgusto.

– Y a ti eso te encanta, ¿verdad?

– Yo necesitaba ese dinero.

– ¿Qué ibas a hacer con él?

– Acabar de pagar mi jeep.

– Cariño, ya no tienes jeep.

El cierre del ataúd me pesaba. Pero no en términos de gramos, sino de miedo. No quería llamar a la puerta de Spiro. Siempre he seguido la regla de que, cuanto más miedo tienes, tanto más conviene ganar tiempo.

– Creo que voy a casa a comer -comenté-. Luego puedo llevar a la abuela Mazur a la funeraria de Stiva. Habrá alguien más en la sala de George Mayer, y a la abuela le encanta ir a los velatorios vespertinos.

– ¡Qué detalle! ¿Me invitas a comer?

– No. Ya te zampaste el pudín. Si te llevo a comer, nunca me soltarán. Dos comidas equivalen prácticamente a un compromiso.

Camino de la casa de mis padres me detuve en una gasolinera y me sentí aliviada al comprobar que Morelli no me seguía. Quizá no me fuese tan mal, pensé. Probablemente no consiguiera mi comisión, pero al menos no tendría que seguir relacionándome con Spiro. Doblé en Hamilton y pasé por delante de la gasolinera de Delio.