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– ¿Qué tal? -pregunté.

– Ocupado. Joe Loosey llegó anoche. Un aneurisma. Y Stan Radiewski está aquí. Era miembro de la Orden de los Alces, la sociedad filantrópica, ya sabes. Los Alces siempre llegan en manada.

– Tengo una noticia buena y otra mala para ti. La buena es que… creo haber encontrado tus ataúdes.

– ¿Y la mala?

Saqué de mi bolsillo el cierre ennegrecido.

– La mala es que… esto es lo único que queda de ellos.

Spiro miró el cierre metálico.

– No entiendo.

– Anoche alguien hizo una barbacoa con un montón de ataúdes. Los amontonaron en una de las plataformas de carga de la fábrica de tuberías, los empaparon con gasolina y les prendieron fuego. Estaban bastante quemados, pero uno todavía es identificable.

– ¿Y lo viste? -preguntó él-. ¿Qué más se quemó? ¿Había algo más?

¿Como, por ejemplo, armas robadas?, pensé

– Por lo que vi sólo ataúdes. Quizá quieras verlo con tus propios ojos.

– ¡Cristo! Ahora no puedo ir. ¿Quién hará de canguro de estos jodidos Alces?

– ¿Louie?

– Louie, no. Tendrás que hacerlo tú.

– ¡Oh, no! Yo, no.

– Lo único que tienes que hacer es asegurarte de que haya té caliente y decir un montón de bobadas… como… «los designios del Señor son inescrutables». Sólo estaré fuera media hora. -Sacó sus llaves del bolsillo-. ¿Quién estaba allí cuando llegaste a la fábrica de tuberías?

– El jefe de los bomberos, un poli de uniforme y un tío que no conozco, Joe Morelli y un montón de bomberos guardando sus cosas.

– ¿Dijeron algo que valga la pena recordar?

– No. Y no pienso quedarme. Quiero mi comisión y luego me largo.

– No voy a darte ningún dinero hasta que lo vea con mis propios ojos. Que yo sepa, pueden ser los ataúdes de otra persona. O puede que te lo estés inventando.

– Media hora -grité mientras se alejaba-. ¡Ni un segundo más!

Me acerqué a la mesa en que se servía el té. No tenía nada que hacer. Mucha agua caliente y galletas. Me senté a un lado, en una silla, y contemplé unas flores en un jarrón. Los Alces se hallaban en el ala nueva con Radiewski, y el vestíbulo se encontraba incómodamente silencioso. No había revistas. Ni televisión. Una música suave salía del sistema de sonido.

Tras lo que me parecieron cuatro días, Eddie Ragucci entró arrastrando los pies. Eddie era contable, y un pez gordo de los Alces.

– ¿Dónde está la comadreja?

– Ha tenido que salir. Dijo que no tardaría.

– Hace demasiado calor en la sala de Stan. Seguro que el termostato se ha roto. No podemos apagarlo. El maquillaje de Stan empieza a correrse. Esto nunca ocurría con Con. Es una maldita pena que Stan muriera ahora que Con se encuentra hospitalizado. ¡Vaya mala suerte!

– Los designios del Señor son inescrutables.

– Y que lo digas.

– Voy a ver si encuentro al ayudante de Spiro.

Pulsé unos botones en el intercomunicador, grité el nombre de Louie y le dije que acudiera al vestíbulo.

Louie apareció justo cuando iba a pulsar el último botón.

– Estaba en el taller.

– ¿Había alguien más contigo?

– El señor Loosey.

– No, quiero saber si hay más empleados.

– No. Sólo yo.

Le hablé de lo del termostato y le pedí que fuera a echar un vistazo.

Regresó al cabo de cinco minutos.

– La cosita estaba doblada. Siempre pasa. La gente se apoya en ella y la cosita se dobla.

– ¿Te gusta trabajar en una funeraria?

– Antes trabajaba en un asilo de ancianos. Esto es mucho más fácil, pues sólo tienes que lavar a la gente con una manguera. Y cuando los pones sobre una mesa no se mueven.

– ¿Conocías a Moogey Bues?

– No antes de que lo mataran. Necesitamos unos doscientos gramos de masilla para rellenarle los agujeros.

– ¿Y qué hay de Kenny Mancuso?

– Spiro dijo que fue él quien disparó contra Moogey Bues.

– ¿Conoces a Kenny? ¿Ha venido por aquí?

– Sé cómo es, pero hace tiempo que no lo veo. Me han dicho que eres cazadora de fugitivos y que buscas a Kenny.

– No se presentó en el juzgado.

– Si lo veo te lo diré.

Le di una tarjeta.

– Aquí tienes unos teléfonos donde puedes ponerte en contacto conmigo.

La puerta trasera se abrió y se cerró de golpe. Un momento después Spiro entró a grandes zancadas.

Sus zapatos negros y los dobladillos de su pantalón estaban llenos de ceniza. El rubor de sus mejillas era enfermizo y sus ojillos de roedor tenían las pupilas dilatadas.

– ¿Y bien? -pregunté.

Fijó la mirada por encima de mi hombro. Me volví y vi a Morelli cruzar el vestíbulo.

– ¿Buscas a alguien? Radiewski se encuentra en el ala nueva -explicó Spiro.

Morelli sacó su insignia y se la mostró fugazmente.

– Ya sé quién eres -dijo Spiro-. ¿Hay algún problema aquí? Me voy media hora y cuando regreso, hay un problema.

– No es un problema. Es sólo que busco al propietario de unos ataúdes que se quemaron.

– Lo has encontrado. Y no fui yo quien les prendió fuego. Me los robaron.

– ¿Informaste a la policía del robo?

– No quería publicidad. Contraté a la señorita Maravillas para que los encontrara.

– El único ataúd que quedaba me pareció demasiado sencillo para el barrio.

– Los compré en una subasta del ejército. Excedentes. Pensaba vender una franquicia en otros vecindarios; llevarlos a Filadelfia, tal vez. Hay mucha gente pobre en Filadelfia.

– Siento curiosidad por eso de los excedentes del ejército. ¿Cómo funciona?

– Presentas una oferta al ejército y si la aceptan, tienes una semana para recoger tu mierda de la base.

– ¿De qué base hablamos?

– De Braddock.

Morelli era la personificación de la calma.

– ¿No estuvo Kenny Mancuso destinado en Braddock?

– Sí. Hay mucha gente destinada en Braddock.

– De acuerdo. Aceptan tu propuesta. ¿Cómo traes los ataúdes?

– Yo y Moogey fuimos a buscarlos con un camión alquilado.

– Una última pregunta. ¿Tienes idea de por qué alguien iba a querer robarte los ataúdes y luego prenderles fuego?

– Sí. Los robó un chiflado. Tengo cosas que hacer. Ya has acabado aquí, ¿no?

– Por el momento.

Se miraron fijamente. Un músculo vibró en la mandíbula de Spiro, que se dirigió a toda prisa hacia su oficina.

– Nos vemos en el rancho -me dijo Morelli antes de largarse.

La puerta de la oficina de Spiro estaba cerrada. Llamé y esperé. Nada. Volví a llamar.

– Spiro -grité-. ¡Sé que estás ahí!

Spiro abrió violentamente.

– ¿Qué quieres ahora?

– Mi dinero.

– ¡Cristo! Tengo cosas más importantes en que pensar que tu jodido dinero.

– ¿Como qué?

– Como que ese chiflado de Kenny prendió fuego a mis ataúdes.

– ¿Cómo sabes que fue Kenny?

– ¿Quién más podría ser? Ha perdido un tornillo y está amenazándome.

– Debiste contárselo a Morelli.

– Sí, claro. Lo que me faltaba. Como si no tuviera suficientes problemas. Que la poli me examine el culo.

– Al parecer no te gustan mucho los polis.

– Son unos mamones.

Sentí como un aliento tibio en la nuca, me volví y vi a Louie Moon casi encima de mí.

– Discúlpame. Tengo que hablar con Spiro.

– Habla -ordenó Spiro.

– Se trata del señor Loosey. Ha habido un accidente.

Spiro no dijo nada, pero atravesó a Louie con la mirada.

– Tenía al señor Loosey sobre la mesa e iba a vestirlo, pero tuve que ir a arreglar el termostato y, cuando regresé, me di cuenta de que al señor Loosey le faltaban sus… sus partes íntimas. No sé cómo ocurrió. Un minuto las tenía y al siguiente las había perdido.