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La puerta del dormitorio se hallaba cerrada. Contuve el aliento, la abrí y casi me desmayé de alivio al ver que estaba vacía. El mobiliario era de estilo danés moderno y la colcha, de satén negro. El techo encima de la cama estaba cubierto de espejos, de los autoadherentes. Sobre una silla junto a la cama, había una pila de revistas pornográficas, y pegado a la cubierta de una de éstas, un condón usado.

En cuanto llegara a casa me ducharía con agua hirviendo.

Delante de la ventana, contra la pared, había un escritorio. Se me ocurrió que resultaba prometedor. Me senté en la silla de cuero negro y revisé cuidadosamente el correo comercial, las facturas y la correspondencia privada dispersa sobre la superficie pulida. Las facturas no parecían sospechosas, y casi toda la correspondencia tenía que ver con la funeraria. Notas de agradecimiento de familiares de los difuntos. «Estimado Spiro, gracias por cobrarme de más en mis momentos de pena.» Mensajes telefónicos apuntados en lo que tuviera a mano… en el reverso de sobres y en los márgenes de las cartas. Ninguno decía «amenazas de muerte de Kenny». Hice una lista de números telefónicos sin nombre y la metí en mi bolso para investigarla más tarde.

Abrí los cajones y rebusqué entre clips, gomas y una variedad de restos de artículos de papelería. No había mensajes en el contestador. Nada debajo de la cama.

Me costaba creer que no hubiese una pistola en el apartamento. Spiro no me parecía de esa clase de personas.

Manoseé la ropa en la cómoda y centré mi atención en su armario lleno de trajes oscuros, camisas y zapatos. Seis pares de zapatos negros alineados en el suelo, y seis cajas de zapatos. Mmmmm. Abrí una. ¡Bingo! Un revólver. Un Cok 45. Abrí las otras cinco y conté tres pistolas y tres cajas llenas de municiones. Copié el número de serie de las armas y apunté la información de las cajas de municiones.

Abrí la ventana del dormitorio y miré a Lula. Se hallaba sentada en el porche, limándose las uñas. Di unos golpecitos en el cristal y la lima salió disparada. Creo que no se sentía tan tranquila como parecía. Le indiqué con señas que iba a salir y que me reuniría con ella en la parte de atrás.

Comprobé que todo quedaba en el mismo estado en que lo había encontrado, apagué todas las luces y salí por la puerta del patio. A Spiro le resultaría obvio que alguien había entrado en su apartamento, pero lo más probable era que culpase de ello a Kenny.

– Cuéntamelo todo. Has encontrado algo, ¿verdad? -inquirió Lula.

– Encontré un par de pistolas.

– ¿Y nada más? Todo el mundo tiene pistola.

– ¿Tú tienes una?

– Puedes apostar a que sí. -Sacó una pistola grande y negra de su bolso-. Acero azul. Se la quité a Harry el Caballo en mis tiempos de puta. ¿Quieres que te diga por qué lo llamábamos Harry el Caballo?

– No me lo digas.

– Ese cabrón daba pavor. No cabía en ninguna parte. ¡Carajo! Tenía que usar las dos manos para hacerle una paja.

Dejé a Lula en el despacho de Vinnie y regresé a casa.

Para cuando estacioné en el aparcamiento, el cielo estaba cubierto de nubes, y lloviznaba. Me colgué el bolso del hombro y entré apresuradamente en el edificio, encantada de estar en casa.

La señora Bestler caminaba lentamente por el pasillo con su bastón.

– Tras un día viene otro.

– Muy cierto -respondí.

El sonido de un televisor encendido me llegó a través de la puerta del señor Wolesky.

Metí la llave en mi cerradura y eché una rápida y recelosa ojeada por mi apartamento. Todo bien. No había mensajes en el contestador, como tampoco había encontrado correo abajo, en el buzón.

Me preparé un chocolate caliente y un bocadillo de mantequilla de cacahuete con miel. Puse el plato encima de la taza, me metí el teléfono debajo del brazo, cogí la lista de números que había apuntado en el apartamento de Spiro y lo llevé todo a la mesa del comedor.

Marqué el primer número. Contestó una mujer.

– Quisiera hablar con Kenny.

– Se ha equivocado de número. Aquí no hay ningún Kenny.

– ¿No es el Colonial Grill?

– No. Es un número privado.

– Disculpe.

Tenía que investigar siete números. Los cuatro primeros correspondían a residencias privadas. Probablemente clientes. El quinto, una pizzería. El sexto, el hospital de Saint Francis. El séptimo, un motel en Bordentown. En mi opinión, éste tenía potencial.

Di a Rex un trocito de mi bocadillo, solté un profundo suspiro por tener que dejar el calor y la comodidad de mi apartamento y, encogiéndome de hombros, me puse la cazadora.

El motel se encontraba en la carretera 206, no lejos de la entrada de la autopista. Se trataba de un motel cutre, construido antes de la aparición de las cadenas de moteles. Había un total de cuarenta habitaciones, todas en planta baja, con un estrecho porche. En dos de ellas había luz. Un letrero de neón al lado de la carretera anunciaba habitaciones libres. El exterior estaba limpio, pero de antemano se sabía que el interior sería pasado de moda; el papel de las paredes, descolorido; la colcha de algodón afelpado, raída, y el lavabo del baño, oxidado.

Aparqué cerca de la oficina y entré a toda prisa. Detrás de la mesa de recepción un anciano miraba la tele en un pequeño aparato.

– Buenas tardes.

– ¿Es usted el gerente?

– Sí. El gerente, el propietario y el factótum.

Saqué la foto de Kenny del bolso.

– Busco a este hombre. ¿Lo ha visto?

– ¿Le importaría decirme por qué lo busca?

– Ha violado su libertad bajo fianza.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Significa que es un delincuente.

– ¿Es usted poli?

– Soy agente de recuperación. Trabajo para la empresa que ha pagado su fianza.

El hombre miró la foto y asintió con la cabeza.

– Está en la habitación diecisiete. Lleva un par de días allí. -Ojeó el registro que había sobre el mostrador-. Aquí está. John Sherman. Se registró el martes.

¡Me costaba creerlo! ¡Eso sí que era bueno!

– ¿Está solo?

– Que yo sepa, sí.

– ¿Tiene usted información sobre su vehículo?

– No nos preocupamos de eso. Tenemos mucho espacio para aparcar.

Le di las gracias y le dije que me quedaría allí un rato. Le di mi tarjeta y le pedí que no me delatara si veía a Sherman.

Conduje el Buick hasta una parte oscura del aparcamiento, apagué el motor, cerré todas las ventanillas, eché el seguro en todas las puertas y me arrellané para esperar el tiempo que hiciera falta. Si Kenny aparecía, llamaría a Ranger. Si no conseguía a Ranger, llamaría a Joe Morelli.

A las nueve de la noche empezaba a pensar que me había equivocado de profesión. Tenía los dedos de los pies helados y ganas de mear. Kenny no había hecho acto de presencia, ni había actividad en el motel. Encendí el motor a fin de calentarme un poco. Comencé a fantasear con hacer el amor con Batman. Era un poco misterioso, pero me gustaba el taparrabo sobre su traje de goma.

A las once supliqué al gerente que me dejara usar su lavabo. Le gorroneé una taza de café y regresé al Buick. Tuve que reconocer que, aunque la espera era incómoda, resultaba inmensamente mejor de lo que habría sido en mi pequeño jeep. Dentro de aquel monstruo azul me sentía en una cápsula. O en un refugio antiaéreo rodante con ventanas y asientos mullidos. Estiré las piernas y se me ocurrió que el asiento trasero muy bien podría convertirse en tocador.

Hacia las doce y media me quedé dormida, y desperté a la una y cuarto. La habitación de Kenny aún estaba a oscuras y no había nuevos coches en el aparcamiento.

Tenía varias opciones: seguir allí; pedirle a Ranger que me relevara por unas horas o dejarlo por esa noche y regresar antes del amanecer. Si pedía a Ranger que hiciera turnos conmigo, tendría que darle una parte mayor de la comisión de lo que pretendía. Por otro lado, temía que si intentaba aguantar sola acabase dormida o muriese congelada, como la pequeña vendedora de cerillas del cuento de Andersen. Opté por la tercera opción. Si Kenny regresaba esa noche, sería para dormir, y aún estaría a las seis de la mañana.