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– No tenía alternativa. Me preocupa la abuela Mazur.

– Tienes una familia estupenda, pero al cabo de cuarenta y ocho horas te convertirás en una adicta al Valium.

– Los Plum no tomamos Valium. Lo nuestro es la tarta de queso.

– Da igual mientras funcione -dijo Morelli, y colgó el auricular.

A las diez menos diez conduje hacia la entrada de coches y aparqué a un lado; dejé espacio suficiente para que Spiro pasara con dificultad. Cerré el Buick con llave y entré en la funeraria por la puerta lateral.

Spiro parecía nervioso al despedirse. No había rastro de Louie Moon. Y Andy había desaparecido. Me metí en la cocina y sujeté una funda de pistola a mi cinturón. Cargué el quinto proyectil en mi 38 y enfundé el revólver. Sujeté otra funda para el pulverizador de gas y una tercera para la linterna. Me dije que, a cambio de cien dólares por noche, Spiro se merecía el tratamiento completo. Como tuviera que usar el revólver tendría palpitaciones, pero eso era un secreto que no compartía con nadie.

La cazadora era lo bastante larga como para ocultar casi todo mi arsenal. Técnicamente implicaba que llevaba un arma oculta, cosa prohibida por la ley. Por desgracia, la alternativa generaría instantáneamente llamadas telefónicas por todo el barrio para informar de que llevaba un arma en la funeraria de Stiva. Comparado con eso, la posibilidad de que me detuvieran resultaba insignificante.

Cuando el último deudo se alejó del porche recorrí con Spiro las salas de los dos pisos superiores y cerré las ventanas y las puertas con cerrojo. Sólo dos salas estaban ocupadas. Una de ellas por el falso hermano de Andy Roche.

El silencio resultaba horripilante y la presencia de Spiro aumentaba la incomodidad que me provocaba la muerte. Spiro Stiva, el Sepulturero Diabólico. Tenía la mano sobre la culata de mi pequeño S amp; W y pensaba que no habría estado mal cargarlo con balas de plata.

Cruzamos a toda prisa la cocina y llegamos al pasillo trasero. Spiro abrió la puerta del sótano.

– Espera -dije-. ¿Qué haces?

– Tenemos que comprobar la puerta del sótano.

– ¿Tenemos?

– Sí, tenemos. Yo y mi jodida guardaespaldas.

– No lo creo.

– ¿Quieres que te pague?

La verdad era que no estaba tan segura de que quisiese.

– ¿Hay cadáveres allí abajo?

– Lo siento, se nos acabaron los cadáveres.

– Entonces, ¿qué hay?

– ¡Por Dios!, la caldera.

Desenfundé mi revólver.

– Te sigo.

Spiro miró el Smith amp; Wesson.

– Joder! Ésa sí que es una maldita pistola para mariquitas.

– Apuesto a que no dirías eso si te disparara en el pie.

Spiro me miró fijamente con sus ojos color obsidiana.

– He oído decir que mataste a un hombre con ese chisme.

No era algo de lo que quisiera hablar con Spiro.

– Bueno, ¿vamos a bajar, o qué?

El sótano era básicamente una estancia amplia, y más o menos lo que se espera de un sótano. Con la posible excepción de unos ataúdes amontonados en un rincón.

La puerta se encontraba directamente a la izquierda de la escalera. Me acerqué a ella y comprobé que el cerrojo estuviese echado.

– No hay nadie aquí -dije a Spiro, y guardé el revólver en su funda. No sé muy bien contra quién esperaba disparar. Kenny, supongo. Quizá Spiro. O algún fantasma.

Regresamos a la planta baja y esperé en el vestíbulo mientras Spiro chapuceaba en su oficina, antes de emerger con un abrigo puesto y una bolsa de gimnasia en la mano.

Lo seguí hacia la puerta trasera, que mantuve abierta mientras lo observé activar la alarma y presionar el interruptor de la luz. La iluminación interior se volvió más tenue y las de fuera permanecieron encendidas.

Spiro cerró la puerta y sacó del bolsillo las llaves de su coche.

– Iremos en mi coche. Tú vigila.

– ¿Qué tal si tú llevas tu coche y yo llevo el mío?

– De ninguna manera. Si voy a pagar cien dólares quiero que mi gorila se siente a mi lado. Puedes llevarte el coche después y recogerme por la mañana.

– Eso no formaba parte del trato.

– Lo harías de todos modos. Te vi en el aparcamiento esta mañana, esperando a que Kenny hiciera algo para poder llevar su culo a la cárcel. ¿Por qué tanto lío? ¿Por qué no puedes recogerme por la mañana?

El Lincoln de Spiro estaba aparcado cerca de la puerta. Lo apuntó con su mando a distancia y la alarma se apagó con un silbido. Una vez a salvo en el interior, encendió los faros.

Nos hallábamos sentados bajo un halo de luz en una zona vacía del camino. No era precisamente un buen lugar para rezagarnos. Sobre todo si Morelli no podía vernos.

– Arranca -le dije-. A Kenny le resultaría demasiado fácil pillarnos aquí.

Spiro encendió el motor, pero no arrancó.

– ¿Qué harías si Kenny apareciese de pronto y te apuntara con una pistola? -preguntó.

– No lo sé. Nunca se sabe lo que uno hará en una situación como ésa hasta enfrentarse a ella.

Spiro reflexionó por un instante. Dio otra calada a su cigarrillo y puso el coche en marcha.

Nos detuvimos en un semáforo en la esquina de Hamilton y Gross. Spiro miró con el rabillo del ojo la gasolinera de Delio. El despacho y la zona de surtidores estaban iluminados. El taller se hallaba a oscuras y sus puertas cerradas. Frente a él había aparcados varios coches y un camión. A primera hora de la mañana el mecánico los revisaría.

Spiro siguió mirando, en silencio y con cara inexpresiva.

La luz del semáforo cambió a verde y atravesamos el cruce. De pronto, mi mente se iluminó.

– ¡Dios mío! Vuelve a la gasolinera.

Spiro frenó y se detuvo junto al bordillo.

– No habrás visto a Kenny, ¿verdad?

– No. ¡Vi un camión! ¡Un camión grande y blanco con letras negras en el lado!

– ¡Venga ya! Tiene que haber más que eso.

– Cuando hablé con la administradora del guardamuebles, me dijo que recordaba haber visto un camión blanco con letras negras pasar varias veces cerca del depósito donde estaban tus ataúdes. En ese momento era demasiado vago, y no significó mucho.

Spiro esperó a que hubiese un vacío en el tráfico y giró en redondo. Aparcó detrás de los vehículos que esperaban frente al taller de la gasolinera. La posibilidad de que Sandeman se encontrara todavía en la gasolinera era casi nula, pero me esforcé por ver el interior de la pequeña oficina. No quería una confrontación con Sandeman, si podía evitarla.

Salimos y examinamos el camión. Pertenecía a la mueblería Macko. Conocía la tienda, un pequeño negocio propiedad de una familia que se había aferrado a su local aun cuando las demás se habían ido a centros comerciales al borde de las autopistas.

– ¿Te dice algo? -pregunté.

Spiro negó con la cabeza.

– No. No conozco a nadie en Macko.

– Su tamaño es adecuado para transportar ataúdes.

– Debe de haber cincuenta camiones como ése en Trenton.

– Sí, pero éste está en la gasolinera donde trabajaba Moogey. Y Moogey sabía lo de los féretros. Fue a Braddock a recogerlos y te los trajo.

La chica da información al chico malo, pensé. Vamos, chico malo. Baja la guardia. Dame algo de información a cambio.

– Así que crees que Moogey estaba compinchado con alguien de la mueblería Macko y decidieron robar mis ataúdes.

– Es posible. O puede que, mientras el camión estaba aquí para que lo reparasen, Moogey lo tomara prestado.

– ¿Para qué quería Moogey veinticuatro ataúdes?

– Dímelo tú.

– Aun con ayuda de una plataforma hidráulica se necesitan dos tíos para moverlos.

– No me parece que eso sea un problema. Encuentras a un bruto grandote, le pagas unos pocos dólares y él te ayuda a mover los ataúdes.