Выбрать главу

Soy muchas cosas, pero delicada seguro que no. Respiré hondo y salí a la escalera de incendios. Las junturas de hierro se quejaron y trocitos de metal oxidado se despegaron y cayeron al suelo. Solté una maldición en voz baja y me aproximé lentamente a la ventana de Sandeman.

Ahuequé las manos y miré dentro. Estaba tan oscuro que era imposible ver nada. Probé con la ventana. Sandeman no había puesto el pestillo. Empujé la parte inferior. Ésta subió y se atascó a medio camino.

– ¿Puedes entrar? -inquirió Morelli.

– No. La ventana se ha atascado.

Me agaché, rrtiré por el hueco e iluminé la habitación con mi linterna. Al parecer nada había cambiado. El mismo desorden, la misma mugre, el mismo hedor a ropa sucia y ceniceros llenos de colillas. No vi ninguna señal de lucha, huida u opulencia.

Intenté de nuevo abrir la ventana nuevamente. Me apoyé con los pies y presioné el viejo marco de madera con todas mis fuerzas. Unos cuantos tornillos salieron disparados de los ladrillos y el descansillo de la escalera de incendios se inclinó hasta formar un ángulo de cuarenta y cinco grados con el muro. Los peldaños se desplazaron, la balaustrada se desprendió de la estructura, los ángulos se liberaron violentamente y resbalé hacia el vacío. Mi mano tocó un travesano y, cegada por el pánico y empujada por mis reflejos, me aferré a él… durante diez segundos, al cabo de los cuales el descansillo del segundo piso cayó sobre el del primero. La pausa momentánea duró lo suficiente para que susurrara:

– Mierda.

Arriba, Morelli se asomó por la ventana.

– ¡No te muevas!

La escalera de incendios del segundo piso se separó del edificio y cayó al suelo, hecha pedazos, y yo tras ella. Aterricé boca arriba y sentí que mis pulmones quedaban sin aire.

Permanecí allí, tumbada y aturdida, hasta que el rostro de Morelli surgió nuevamente, a pocos centímetros de mí.

– Mierda -susurró-. ¡Dios, Stephanie, di algo!

Miré hacia arriba sin poder hablar ni respirar.

Morelli buscó el pulso en mi cuello. A continuación puso las manos en mis pies y las subió por mis piernas.

– ¿Puedes mover los dedos de los pies?

Resultaba difícil con su mano tocando el interior de mi muslo. Sentía que la piel me ardía bajo su palma, y doblé hacia adentro los dedos de los pies hasta que sentí un calambre en las plantas. Recobré el aliento.

– Como tus manos sigan subiendo, te acusaré de abuso sexual.

Morelli se puso en cuclillas y sacudió la cabeza.

– Acabas de darme un susto de muerte.

– ¿Qué pasa? -oímos que preguntaba alguien desde una ventana-. Voy a llamar a la policía. No tengo por qué aguantar esta mierda. En este barrio hay reglamentos sobre el ruido.

Me apoyé sobre un codo.

– Sácame de aquí.

Morelli me levantó con gentileza.

– ¿Estás segura de que te sientes bien?

– No creo que se me haya roto nada. -Arrugué la nariz-. ¿Qué es ese olor? ¡Dios mío!, no me habré hecho caca, ¿verdad?

Morelli me hizo girar.

– ¡Vaya! Alguien en este edificio tiene un perro muy grande. Un perro grande y enfermo. Y parece que tú diste en el blanco.

Me quité la cazadora y la aparté de mi cuerpo.

– ¿Estoy bien ahora?

– Una parte te salpicó los téjanos por atrás.

– ¿Nada más?

– Tu cabello.

– ¡Quítamelo! -grité, histérica-. ¡Quítamelo!

Morelli me tapó la boca con una mano.

– ¡Cállate!

– ¡Quítame esa mierda del cabello!

– No puedo hacerlo. Tendrás que lavártelo. -Me arrastró hacia la calle-. ¿Puedes camihar?

Avancé a trompicones.

– Está bien -dijo-. Sigue así. Antes de que te des cuenta habrás llegado a la furgoneta. Luego iremos a donde puedas ducharte. Después de dos horas bajo la ducha estarás como nueva.

– Como nueva. -Me zumbaban los oídos y mi voz me sonaba lejana… como si procediese de un tarro-. Como nueva -repetí.

Al llegar a la furgoneta Morelli abrió la puerta trasera.

– No te importa ir atrás, ¿verdad?

Lo miré con la mente en blanco.

Morelli apuntó el haz de la linterna hacia mis ojos.

– ¿Estás segura de que te sientes bien?

– ¿Qué clase de perro crees que era?

– Un perro grande.

– ¿De qué raza?

– Rottweiler. Macho. Viejo y gordo. Con los dientes podridos. Debió de comer mucho atún.

Me eché a llorar.

– Joder. No llores. Odio verte llorar.

– Tengo mierda de perro en el pelo.

Con el pulgar me secó las lágrimas.

– Está bien, cariño. No es tan malo como parece, en serio. Lo del atún era una broma. -Me empujó para que subiera a la furgoneta-. Aguanta. Estarás en casa antes de que te des cuenta.

Me llevó a mi apartamento.

– Me ha parecido lo mejor. No querrías que tu madre te viese así, ¿verdad?

Buscó las llaves en mi bolso y abrió la puerta.

El apartamento me pareció frío y abandonado. Demasiado silencioso. Rex no corría en su rueda. No había una luz encendida para darme la bienvenida.

Me dirigí de inmediato hacia la cocina.

– Necesito una cerveza.

No tenía prisa por ducharme. Había perdido el olfato. Estaba resignada a lo que le había ocurrido a mi cabello.

Entré en la cocina arrastrando los pies y tiré de la puerta de la nevera. Ésta se abrió, la luz se encendió y, aturdida, clavé la mirada en un pie… un pie grande, mugriento y sangriento, separado de la pierna a la altura del tobillo, colocado al lado de la margarina y un frasco casi lleno de cóctel de arándanos.

– Hay un pie en mi nevera -balbuceé. Las luces parpadearon, sentí que se me entumecía la boca y caí pesadamente al suelo.

Me esforcé por salir del estiércol de la inconsciencia y abrí los ojos.

– ¿Mamá?

– No exactamente -dijo Morelli.

– ¿Qué paso?

– Te desmayaste.

– Fue demasiado. La mierda del perro, el pie…

– Lo entiendo.

Me levanté con las piernas temblorosas.

– ¿Por qué no vas a la ducha mientras yo me encargo de las cosas aquí? -Morelli me dio una cerveza-. Puedes llevarte la cerveza.

Miré el botellín.

– ¿La sacaste de la nevera?

– No. De otro lugar.

– Bien. No podría bebérmela si la hubieses sacado de la nevera.

– Lo sé. -Morelli me guió hacia el cuarto de baño-. Tómate una ducha y bébete la cerveza.

Dos polis de uniforme, un tipo del laboratorio forense y dos hombres trajeados se encontraban en mi cocina cuando salí de la ducha.

– Creo saber de quién es ese pie -dije a Morelli, que rellenaba un formulario.

– Yo también.

Me tendió el formulario.

– Firma en la línea de puntos.

– ¿Qué voy a firmar?

– Una declaración preliminar.

– ¿Cómo metió Kenny el pie en mi nevera?

– La ventana del dormitorio está rota. Necesitas un sistema de alarma.

Uno de los polis se marchó, con una gran nevera portátil de plástico.

Sentí náuseas.

– ¿Ya está? -pregunté.

Morelli asintió con la cabeza.

– He limpiado tu nevera por encima. Probablemente querrás limpiarla más a fondo cuando tengas tiempo.

– Gracias. Te agradezco la ayuda.

– Revisamos el resto del apartamento. No encontramos nada.

El segundo poli se marchó, seguido por lo que supuse eran detectives y el tipo del laboratorio forense.

– ¿Ahora qué? -inquirí-. No tiene sentido vigilar el apartamento de Sandeman.

– Ahora vigilaremos a Spiro.

– ¿Qué hay de Roche?

– Roche se quedará en la funeraria. Nosotros seguiremos a Spiro.

Tapamos la ventana rota con una gran bolsa de plástico, apagamos las luces y cerramos el apartamento con llave. En el pasillo había un grupito de personas.