– ¿Y bien? -preguntó el señor Wolesky-. ¿De qué se trata? Nadie nos dice nada.
– No ha sido más que una ventana rota -le expliqué-. Creí que era más grave, de modo que llamé a la policía.
– ¿Te robaron?
Negué con la cabeza.
– No se llevaron nada.
Hasta donde yo sabía, era verdad.
La señora Boyd no parecía creerme.
– ¿Qué hay de la nevera portátil? Vi a un policía llevar una nevera portátil a su coche.
– Cerveza -dijo Morelli-. Son amigos míos. Más tarde celebramos una fiesta.
Bajamos a toda prisa por las escaleras, con la cabeza gacha, y trotamos hacia la furgoneta. Morelli abrió la puerta del conductor y el hedor a mierda de perro nos obligó a apartarnos.
– Debiste dejar la ventana abierta.
– Esperaremos un momento. No hay problema.
Al cabo de unos minutos nos acercamos sigilosamente.
– Todavía huele mal.
Morelli puso los brazos en jarras.
– No tengo tiempo de limpiarlo. Intentemos ir con las ventanas abiertas. Puede que así el olor vuele hacia afuera.
Transcurrieron cinco minutos y el olor no había volado.
– Estoy harto. No aguanto esta peste. Voy a cambiarlo.
– ¿Vas a ir en busca de tu furgoneta?
Morelli dobló a la izquierda en la calle Skinner.
– No puedo. El tío que me prestó esta furgoneta tiene la mía.
– ¿Y el coche camuflado?
– Están reparándolo. -Giró en Greenwood-. Usaremos el Buick.
De pronto, aquel monstruo azul me pareció maravilloso.
Morelli aparcó detrás del Buick. Antes de que se detuviera, yo ya me había apeado. Inhalé una profunda bocanada de aire fresco, agité los brazos y sacudí la cabeza para deshacerme de los residuos del hedor.
Entramos simultáneamente en el Buick y permanecimos quietos un rato, disfrutando de la falta de olores.
Puse el motor en marcha.
– Son las once. ¿Quieres ir directamente al apartamento de Spiro o prefieres ir a la funeraria?
– A la funeraria. Hablé con Roche justo antes de que salieras de la ducha y Spiro todavía se encontraba en su oficina.
Cuando llegamos, el aparcamiento estaba vacío, aunque había varios coches en la calle, ninguno de los cuales parecía ocupado.
– ¿Dónde está Roche?
– En el apartamento al otro lado de la calle. Encima de la tienda de platos preparados.
– No puede ver la entrada trasera desde allí.
– Cierto, pero las luces exteriores son sensibles al movimiento. Si alguien se acerca a la puerta trasera las luces se encenderán.
– Supongo que Spiro puede desactivar el mecanismo.
Morelli se repantigó.
– No hay ningún punto desde el que pueda observarse la puerta trasera. Aunque se sentara en el aparcamiento, Roche no la vería.
El Lincoln de Spiro se encontraba aparcado en la entrada. La luz del despacho estaba encendida.
Conduje el Buick lentamente hacia la acera y apagué el motor.
– Hoy se ha quedado hasta tarde. Normalmente a estas horas ya ha salido.
– ¿Tienes tu teléfono móvil? -preguntó Morelli.
Se lo di y marcó un número y, cuando contestaron, preguntó si había alguien en casa. No oí la respuesta. Morelli se despidió y me devolvió el teléfono.
– Spiro sigue allí. Roche no ha visto a nadie desde que cerró a las diez.
Aparcamos lejos de la iluminación de las farolas, en una calle lateral flanqueada por modestas casas adosadas, la mayor parte a oscuras. En el barrio la gente se acostaba y se levantaba temprano.
Morelli y yo permanecimos cómodamente sentados durante media hora, vigilando en silencio la funeraria. Éramos una pareja de guardianes de la ley.
A medianoche, nada había cambiado, y yo sentía el cuerpo entumecido.
– Algo va mal. Spiro nunca se queda hasta tan tarde. Le gusta el dinero cuando le resulta fácil conseguirlo. No es de los que se matan a trabajar.
– Puede que esté esperando a alguien.
Puse la mano en el tirador de la puerta.
– Voy a fisgar.
– ¡No!
– Quiero ver si los sensores de atrás funcionan.
– Lo echarás todo a perder. Si Kenny está fuera, harás que se asuste.
– Es posible que Spiro haya desactivado los sensores y que Kenny ya esté dentro.
– No lo está.
– ¿Por qué estás tan seguro?
– Instinto -respondió Morelli, encogiéndose de hombros.
Hice crujir los nudillos.
– Careces de algunos atributos esenciales para una buena cazadora de fugitivos -añadió con tono de burla.
– ¿Como qué?
– Paciencia. Mírate. Estás hecha un manojo de nervios. -Presionó la base de mi nuca con un pulgar y subió hasta el nacimiento del cabello. Los ojos se me cerraron y mi respiración se calmó-. ¿Te gusta?
– Mmmm.
Con ambas manos me dio un masaje en los hombros.
– Necesitas relajarte.
– Como me relaje más me derretiré.
Dejó de acariciarme, pero no apartó la mano.
– Me gustaría ver cómo te derrites.
Me volví hacia él y nuestras miradas se encontraron.
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque ya he visto esa película y odio el final.
– Puede que fuera distinto esta vez.
– Puede que no.
Deslizó el pulgar por mi cuello.
– Algunas escenas no estaban nada mal… -susurró.
Aquellas escenas ya se habían desvanecido como el humo.
– Las he visto mejores.
– Mentirosa -dijo con una amplia sonrisa.
– Además, se supone que estamos vigilando a Spiro y a Kenny.
– No te preocupes. Contamos con Roche. En cuanto vea algo llamará a mi busca.
¿Era eso lo que deseaba? ¿Hacer el amor con Joe Morelli en el asiento de un Buick? ¡No! O quizá…
– Creo que me he resfriado -dije-. Puede que no sea el momento oportuno.
Morelli soltó una risita.
Puse los ojos en blanco.
– Qué infantil. Es exactamente la reacción que esperaba de ti.
– No es cierto. Esperabas acción. -Se inclinó y me besó-. ¿Qué te parece esto? ¿Es una reacción más agradable?
– Mmmm…
Me besó de nuevo y pensé, bueno, ¡qué diablos!, si quiere pillar un resfriado, allá él, ¿no? De todos modos, cabía la posibilidad de que yo no me hubiese resfriado.
Morelli abrió mi camisa y deslizó los tirantes del sostén por mis hombros.
Sentí que me recorría un temblor y decidí creer que se debía al frescor del aire… o sea, que no se trataba de una premonición.
– ¿Estás seguro de que Roche te avisará si ve a Kenny?
– Sí. -Morelli bajó la boca hacia mi pecho-. No tienes por qué preocuparte.
¡Que no tenía por qué preocuparme! ¡Había metido la mano en mis téjanos y me decía que no tenía por qué preocuparme!
Volví a poner los ojos en blanco. ¿Cuál era mi problema? Era una mujer adulta. Tenía necesidades. ¿Qué había de malo en satisfacerlas de vez en cuando? En ese momento tenía la oportunidad de experimentar un orgasmo de primera. Además, no es que me hiciera ilusiones. No era una bobalicona de dieciséis años que esperaba que la pidieran en matrimonio. Lo único que esperaba era un orgasmo fantástico. Y, ¡qué diablos!, me lo merecía. No tenía un orgasmo desde que Reagan había ganado las elecciones.
Miré de reojo las ventanillas. Estaban empañadas. Bien. De acuerdo, me dije, adelante. Me quité los zapatos y a continuación toda la ropa, a excepción de las braguitas negras.
– Ahora te toca a ti. Quiero mirarte.
Necesitó menos de diez segundos para desnudarse, cinco de los cuales los utilizó en deshacerse de las pistolas y las esposas.
Cerré la boca y me aseguré de que no me estuviera babeando. Morelli era más asombroso de lo que recordaba, y lo recordaba como un ejemplar sobresaliente.
Metió un dedo debajo de la tira de mi tanga y me lo quitó con un movimiento experto. Trató de montarme y se golpeó la cabeza con el volante.