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– Hace mucho que no hago esto en un coche.

Saltamos hacia el asiento trasero y caímos juntos. Morelli llevaba una camisa de mahón, ahora desabrochada, y calcetines blancos, y de pronto me sentí insegura.

– Spiro podría apagar las luces y Kenny entrar por la puerta trasera.

Morelli me besó en el hombro.

– Si Kenny estuviera en la casa, Roche lo sabría.

– ¿Cómo lo sabría?

Morelli suspiró.

– Lo sabría porque ha puesto escuchas en la casa.

Me aparté.

– ¡No me lo habías dicho! ¿Desde cuándo tiene escuchas en la casa?

– No vas a armar un follón por eso, ¿verdad?

– ¿Qué más no me has dicho?

– Eso es todo. Te lo juro.

No le creía. Era un poli. Pensé en la cena de la noche anterior y en cómo había aparecido, como por milagro.

– ¿Cómo supiste que mi madre había hecho pierna de cordero?

– Lo olí cuando abriste la puerta.

– ¡Y un cuerno!

Cogí mi bolso del asiento del acompañante y dejé caer el contenido entre ambos. Cepillo, laca, lápiz labial, pulverizador de gas, un paquete de pañuelos de papel, pistola de descarga eléctrica, chicles, gafas de sol… micrófono de plástico negro. Mierda.

Cogí el micrófono.

– ¡Hijo de puta! ¡Has puesto un micrófono en mi bolso!

– Lo he hecho por tu bien. Estaba preocupado por ti.

– ¡Eres un ser despreciable! ¡Has violado mi intimidad! ¿Cómo te atreves a hacer algo así sin pedírmelo?

Además, era mentira. Temía que yo tuviese una pista sobre Kenny y no le hablara de ello. Abrí la ventana y arrojé el micrófono a la calle.

– Mierda. Eso cuesta cuatrocientos dólares -dijo. Abrió la puerta y salió para recuperarlo.

Cerré la puerta y puse el seguro. ¡Que se jodierá! Debí saber que no se podía trabajar con Morelli.

Pasé por encima del asiento y me senté al volante.

Morelli trató de abrir la puerta del acompañante pero tenía puesto el seguro, al igual que las otras tres y así iban a quedarse. Me daba igual que se le congelase la polla. Se lo tenía bien merecido. Puse el motor en marcha y me largué, dejándolo de pie en medio de la calle, en camisa y calcetines y con la picha a media asta.

A una manzana, en la calle Hamilton, me lo pensé mejor. Probablemente no fuese buena idea dejar a un poli desnudo en plena calle. ¿Qué pasaría si aparecía un tipo realmente malo? Seguro que Morelli no podría correr como estaba. De acuerdo, pensé, lo ayudaré. Di una vuelta en U y regresé al callejón. Morelli se encontraba donde lo había dejado, con los brazos en jarras y expresión indignada.

Reduje la velocidad, abrí la ventanilla y le arrojé la pistola.

– Por si acaso -dije.

Pisé el acelerador y me marché de allí.

14

Subí sigilosamente por las escaleras y solté un largo suspiro de alivio cuando me encontré a salvo en mi habitación cerrada con llave. No quería explicarle a mi madre por qué tenía el cabello hecho un nido de ratas para que pensase que había estado echándome un polvo en el Buick. Tampoco deseaba que, mediante su vista de rayos X, viese que mis braguitas estaban metidas en el bolsillo de la cazadora. Me desnudé sin encender la luz, me acosté y me tapé hasta la barbilla.

Desperté lamentando dos cosas: una, haberme marchado del puesto de observación y perder así la ocasión de pillar a Kenny; dos, haber perdido la oportunidad de usar el cuarto de baño y ser nuevamente la última de la fila.

Permanecí tumbada en la cama; escuché a mi familia entrar y salir del cuarto de baño… primero, mi madre, luego, mi padre y después de él, mi abuela. Al oír el crujido de los peldaños cuando la abuela Mazur bajó, me envolví en la bata acolchada color rosa que me habían regalado cuando cumplí dieciséis años y fui al lavabo. La ventana que había encima de la bañera estaba cerrada, pues fuera el aire era frío, con lo que el olor a crema para el afeitado y a enjuague bucal impregnaba el aire de dentro.

Me duché rápidamente, me sequé el cabello con una toalla y me puse téjanos y una sudadera de la Universidad de Rutgers. No tenía ningún plan especial para el día, aparte de vigilar a la abuela Mazur y seguir a Spiro. Eso, por supuesto, suponiendo que Kenny no se hubiera dejado capturar la noche anterior.

Bajé a la cocina y allí estaba Morelli, sentado a la mesa. A juzgar por los restos que había en su plato, acababa de comer huevos con beicon y pan tostado. Al verme, cogió su taza de café, se repantigó en la silla y me miró con expresión especulativa.

– Buenos días -dijo. Su voz sonaba tranquila y sus ojos no revelaban ningún secreto.

Me serví café en un tazón.

– Buenos días -respondí con tono de indiferencia-. ¿Qué hay?

– Nada. El cheque de tu comisión todavía anda por ahí.

– ¿Has venido a decirme eso?

– He venido por mi cartera. Creo que anoche la dejé en tu coche.

– Claro.

Con varias prendas de vestir.

Tomé un ruidoso sorbo de café y posé la taza sobre la encimera.

– Voy a buscarla -dije.

Morelli se levantó.

– Gracias por el desayuno -dijo a mi madre-. Ha estado estupendo.

Mi madre rebosaba de satisfacción.

– Puedes venir cuando te apetezca. Nos encanta que nos visiten los amigos de Stephanie.

Morelli me siguió fuera de la casa y aguardó mientras yo abría el coche y juntaba su ropa.

– ¿Es cierto lo que has dicho sobre Kenny? ¿No apareció anoche?

– Spiro se quedó hasta poco después de las dos. Parecía estar jugando con el ordenador. Eso fue lo único que Roche oyó. Ninguna llamada telefónica. Ninguna señal de Kenny.

– Spiro esperaba algo que no ocurrió.

– Eso parece.

El coche camuflado marrón se hallaba aparcado detrás de mi Buick.

– Veo que te han devuelto tu coche. -Tenías las mismas abolladuras y los mismos rasguños, y el parachoques todavía estaba en el asiento trasero-. Creí que habías dicho que estaban reparándolo.

– Así es. Repararon los faros. -Volvió la cabeza hacia la casa y luego me miró-. Tu madre está en la puerta, observándonos.

– Ya lo sé.

– Si no estuviese allí, te cogería y te sacudiría hasta que se te cayeran los empastes.

– Eso sería abuso de autoridad.

– No tiene nada que ver con ser poli. Tiene que ver con ser italiano.

Le di sus zapatos.

– De veras me gustaría participar en la captura.

– Hago lo que puedo para incluirte.

Nuestras miradas se encontraron. ¿Le creía? No.

Morelli buscó las llaves del coche en su bolsillo.

– Más vale que encuentres una buena explicación para tu madre. Querrá saber qué hace mi ropa en tu coche.

– No la sorprenderá. Siempre hay ropa de hombre en mi coche.

Morelli sonrió con malicia.

– ¿ Qué era esa ropa? -inquirió mi madre cuando entré en la casa-. ¿Pantalones y zapatos?

– Más vale que no lo sepas.

– Yo quiero saberlo -dijo la abuela Mazur-. Apuesto a que es de ordago.

– ¿Cómo está tu mano? -le pregunté-. ¿Te duele?

– Sólo cuando aprieto el puño, pero de todos modos esta venda es tan grande que no puedo hacerlo. Sería un engorro si fuese la mano derecha.

– ¿Tienes planes para hoy?

– Nada hasta la noche. Joe Loosey está todavía en la funeraria, y como sólo he visto su pene me gustaría ver el resto en el velatorio de las siete.

Mi padre se encontraba en la sala, leyendo el periódico.

– Cuando muera, quiero que me incineren -espetó-. Nada de velatorios para mí.

Mi madre, que estaba haciendo algo en la cocina, se volvió.

– ¿Desde cuándo? -preguntó.

– Desde que Loosey perdió su verga. No quiero arriesgarme. Quiero ir directamente al crematorio.

Mi madre puso delante de mí un plato lleno de revoltillo de huevo. Añadió beicon y pan tostado, y me sirvió un vaso de zumo.