– Joder! -exclamó Morelli; se agachó y le quitó el arma-. ¿Dónde diablos ha conseguido ese cañón?
– Me lo prestaron. Y lo usé para disparar contra el cabrón de tu primo.
Morelli estudió sus zapatos antes de hablar.
– Supongo que este revólver no está registrado, ¿verdad?
– ¿Qué quieres decir? ¿Dónde iban a registrarlo?
– Que se deshaga de él -me dijo Morelli-. Que no la vean.
Empujé a la abuela hacia adentro y cerré la puerta.
– Me aseguraré de que lo devuelve a su propietaria.
– Así que esa historia ridicula es cierta, ¿eh?
– ¿Dónde estabas? ¿Por qué no lo viste?
– Le di un descanso a Roche. Estaba vigilando la funeraria. -Echó un vistazo al Buick-. ¿Algún daño?
– Un rasguño en el parachoques trasero.
– Ni el ejército los hace así.
Se me ocurrió que era un buen momento para recordarle que yo aún podía ser de utilidad.
– ¿Investigasteis las pistolas de Spiro?
– Todas. Registradas, legales.
Vaya utilidad la mía.
– Stephanie -me llamó mi madre desde dentro-. ¿Estás fuera sin abrigo? Pillarás un resfriado de muerte.
– Hablando de muerte -continuó Morelli-, encontraron un cuerpo que encaja con el pie. Llegó flotando y se atascó en uno de los pilones del puente esta mañana.
– ¿Sandeman?
– Bingo.
– ¿Crees que Kenny está tan loco que quiere que lo atrapen?
– Creo que es menos complicado que eso. Todo empezó como una manera astuta de ganar mucho dinero. Algo no funcionó, la operación se jodio y Kenny no pudo manejarla. Ahora está tan tenso que busca a quien culpar… Moogey, Spiro, tú.
– Ha perdido la chaveta, ¿verdad?
– ¡Y cómo!
– ¿Crees que Spiro está tan chalado como Kenny?
– Spiro no está chalado. Spiro es insignificante
Cierto. Spiro era como un grano en el trasero del barrio. Eché un vistazo al coche de Morelli. No parecía en condiciones de llevarnos a ningún lado.
– ¿Quieres que te lleve a algún sitio?
– Me las ingeniaré.
A las siete el aparcamiento de la funeraria de Stiva ya estaba lleno y había coches a lo largo de dos manzanas. Aparqué en doble fila justo antes de la entrada de servicio y pedí a la abuela que entrara sin mí.
Se había puesto un vestido y el amplio abrigo azul y con su cabello color albaricoque se la veía muy pintoresca al subir los escalones que llevaban a la entrada principal. Llevaba su bolso de charol negro colgado del brazo y su mano vendada resaltaba, cual una bandera blanca, proclamando que era una de las heridas de la guerra contra Kenny Mancuso.
Rodeé la manzana por dos veces antes de encontrar un espacio para aparcar. Me dirigí a toda prisa hacia la funeraria, entré por la puerta lateral y me preparé para el claustrofóbico calor de invernadero y los murmullos de la concurrencia. Me juré que cuando todo aquello acabase nunca más entraría en una funeraria. Sin importar quién hubiese muerto. No me dejaría convencer. Aunque fueran mi madre o mi abuela. Tendrían que apañárselas sin mí.
Me aproximé a Roche, que, como siempre, estaba junto a la mesita del té.
– Veo que van a enterrar a tu hermano mañana por la mañana.
– Sí. Caray, voy a echar de menos este lugar. Voy echar de menos las galletas que ofrece ese roñoso; parecen serrín. Y voy a echar de menos el té. Me encanta el té. -Miró alrededor-. ¡Diablos!, no sé de qué me quejo. Me han dado misiones peores. El año pasado me tocó vigilar disfrazado de mendiga. Me asaltaron y me rompieron dos costillas.
– ¿Has visto a mi abuela?
– La vi entrar, pero la perdí entre la multitud. Supongo que quiere ver al tío al que le cortaron la… bueno, la cosa.
Agaché la cabeza y me dirigí hacia la sala donde velaban a Joe Loosey. Me abrí paso a codazos hasta el féretro y la viuda Loosey. Esperaba que la abuela estuviese en la zona reservada para los familiares más cercanos, pues después de haber visto la picha de Joe debía de considerarse como de la familia.
– Lamento su pérdida -dije a la señora Loosey-. ¿Ha visto a mi abuela?
Me miró alarmada.
– ¿Edna está aquí?
– La vi entrar hará diez minutos. He pensado que vendría a darle el pésame.
La señora Loosey posó una mano protectora sobre el féretro.
– No la he visto.
Seguí abriéndome paso y fui a la sala donde se encontraba el supuesto hermano de Roche. Había unas pocas personas en el otro extremo de la estancia. Dado el nivel de animación supuse que estarían hablando del pene de Joe Loosey. Pregunté si alguien había visto a la abuela Mazur. La respuesta fue negativa. Regresé al vestíbulo. Miré en la cocina, en el lavabo, en el porche lateral. Interrogué a todo el mundo que encontré en mi camino.
Nadie había visto a una viejecita con amplio abrigo azul.
Una sensación de alarma empezó a apoderarse de mí. La abuela no solía hacer esas cosas. Le gustaba estar al corriente. La había visto entrar por la puerta principal, por lo que sabía que estaba en la casa… o que había estado. No me pareció probable que hubiese vuelto a salir. No la había visto en la calle mientras buscaba un espacio para aparcar. Y no la imaginaba capaz de marcharse sin antes haber echado un vistazo a Loosey.
Subí y merodeé por las salas del primer piso, donde estaban los archivadores y almacenaban los ataúdes. Entreabrí la puerta de la oficina de la administración y encendí la luz. Estaba vacía. No había nadie en el cuarto de baño. No había nadie en el armario lleno de artículos de oficina.
Regresé al vestíbulo y vi que Roche ya no estaba junto a la mesa del té. Spiro se encontraba solo en la puerta principal, con cara de haber bebido vinagre.
– No encuentro a la abuela Mazur -le dije.
– Enhorabuena.
– No es divertido. Estoy preocupada.
– Deberías estarlo. Está chiflada.
– ¿La has visto?
– No. Y eso es lo único decente que me ha ocurrido en dos días.
– Creo que debería buscarla en las salas de atrás.
– No está allí. Cierro las puertas con llave en horas de visita.
– Puede ser muy ingeniosa cuando se le mete algo en la cabeza.
– Si hubiese logrado entrar en una de esas salas, no se habría quedado. Fred Dagusto está en la mesa número uno, y te aseguro que no es un espectáculo muy bonito. Ciento cuarenta horribles kilos de carne, más de lo que puede abarcar la vista. Tendré que embadurnarlo de grasa para meterlo con calzador en el ataúd.
– Quiero mirar en esas salas. Spiro consultó su reloj.
– Tendrás que esperar a que acabe la hora de visita. No puedo dejar a estos morbosos sin supervisión. Cuando hay tanta gente, algunos se largan con recuerdos. Como no vigiles la puerta trasera podrías perder hasta la camisa.
– No necesito un guía. Dame la llave. -Olvídalo. Soy responsable cuando hay un fiambre en las mesas. No pienso correr ningún riesgo después de lo de Loosey. -¿Dónde está Louie? -Es su día libre.
Salí al porche y miré al otro lado de la calle. Las ventanas del piso franco estaban a oscuras. Seguro que Roche se encontraba allí, escuchando y vigilando. Era posible que Morelli también. Me preocupaba la abuela Mazur, pero todavía no estaba dispuesta a mezclar a Morelli en eso. Por el momento más valía dejar que vigilara el exterior del edificio.
Bajé del porche y caminé hasta la entrada lateral. Inspeccioné el aparcamiento y me dirigí hacia los garajes de atrás, donde ahuequé las manos para ver a través de las ventanillas de los coches mortuorios, examiné el vehículo de las flores y golpeé la tapa del maletero del Lincoln de Spiro.
La puerta del sótano estaba cerrada con llave, pero la puerta de servicio que daba a la cocina se hallaba abierta. Entré y volví a registrar la casa; intenté abrir la puerta de la sala donde se embalsamaba a los cadáveres, pero estaba cerrada, como se me había advertido.