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En vez de contestar, contraatacó con otra pregunta.

– ¿Es usted también hija única?

Ella asintió. Se sonrieron el uno al otro, unidos por el sentimiento de tener algo en común. Ella pensó en el abrazo que él acababa de darle y se dijo que debería hacer algo, decir algo, darle las gracias. Pero las palabras no venían a sus labios. No quería darle alas. Estaba bastante claro que no era la clase de hombre que ella estaba buscando.

– Bueno, será mejor que busquemos esos informes -dijo, volviéndose por fin-. Están por aquí, en esos archivos que hay pegados a la pared.

Los archivos estaban al lado de un grupo de dos maniquíes cubiertos de polvo y pescando con sus cañas en un río de goma espuma. A Carson le encantaron.

– ¿Cuándo usaron esto? -preguntó, tirando del hilo y haciendo girar el carrete de la caña.

Ella le había seguido, caminando con cuidado alrededor del río de goma espuma.

– Recuerdo haberlo visto cuando era una niña pequeña. Creo que mi abuelo solía ponerlo todos los años al principio de la temporada de pesca.

– Es precioso.

A Lisa le hizo gracia verle tan interesado en una cosa tan sin importancia. Era un hombre realmente atractivo. Era una pena que…

Dio un paso en falso y perdió el equilibrio.

– ¡Oh!

Tuvo que sujetarse del maniquí más cercano, y casi se lo llevó con ella. Por el rabillo del ojo, vio que Carson se acercaba dispuesto a ayudarla. Seguro que él pensaba que ella lo había hecho a propósito. La tensión que había entre ambos sería entonces doblemente peligrosa. Luchó con todas sus fuerzas para mantener el equilibrio y por fin lo logró asiéndose del maniquí.

– Estoy bien -dijo rápidamente.

Entonces intentó mover la cabeza.

– ¡Ay!

– ¿Qué es lo que pasa?

– Yo… -dijo Lisa intentando soltarse-. Parece que se me ha quedado el pelo enredado.

Era ridículo. Tenía un anzuelo en el pelo.

– ¡Ay!

Se había pinchado en el dedo. Después de todos aquellos años, el anzuelo seguía siendo letal.

– Espere un momento -dijo Carson acercándose a ella-. Quédese quieta. Usted sola no va a poder hacerlo. Tendré que hacerlo yo.

Y se acercó todavía más.

– Seguro que puedo soltarme yo sola -aventuró Lisa sin mucha convicción.

– No sea cobarde -dijo él con una sonrisa-. Jamás he perdido un paciente.

Ella sintió cómo el corazón le comenzaba a latir con fuerza. Y esto era ridículo. El tenía que inclinarse sobre ella para alcanzar el anzuelo, y entonces oiría su corazón. Intentó contener el aliento, pero de ese modo era todavía peor.

– Quédese quieta -repitió con voz suave mientras intentaba soltar el anzuelo-. Sólo un segundo más.

Ella cerró los ojos para no tener que mirarlo, ahora que Carson estaba a escasos centímetros de su rostro. Pero el cálido aroma de su cuerpo era algo que no podía dejar de percibir. Lo estaba aspirando cada vez que respiraba. Y el cuerpo de él estaba tan pegado al suyo, que Lisa se sentía casi sofocada.

Sabía que esto ocurriría tarde o temprano. Lo había sentido hacía unos segundos, cuando él la había tomado en sus brazos.

Pero, ¿qué podía hacer? Estaba atrapada. No podía apartarse de allí aunque hubiera querido hacerlo. De modo que cerró los ojos y se dispuso a soportar como pudiera la excitación que le producía el cuerpo de él al entrar en contacto con el suyo. Unos segundos más tarde él habría terminado, y ella podría respirar por fin.

Los dedos de Carson permanecieron en su pelo. Ya había soltado el anzuelo pero no tenía el menor deseo de apartarse de allí. Se sentía muy bien donde estaba. Sentía la presión de los pechos de ella sobre su cuerpo, y al pensar en ellos sintió cómo se contraían los músculos de su estómago. Sin moverse ni un centímetro de donde estaba, apartó la cabeza para poder mirarla a los ojos.

Habría querido evitar que esto sucediera. Mezclar el amor con los negocios siempre había sido una receta desastrosa. Sabía que tenía que apartarse de ella inmediatamente y huir de allí. Pero no podía hacerlo. Esta vez no. La atracción que sentía era demasiado grande.

El rostro de ella estaba vuelto hacia él. Sus ojos estaban casi cerrados, y los labios entreabiertos. Todos sus instintos le decían que lo hiciera. Después de respirar profundo, se inclinó para besarla en los labios.

– No.

En un principio no estaba seguro de si la haba oído hablar realmente.

– ¿No? -murmuró, como si no pudiera creerlo.

– No -repitió ella, esta vez con tono más firme-. No me bese.

El se apartó unos centímetros, pero siguió todavía junto a ella. Sus manos se deslizaron hasta las solapas de su blusa y se detuvieron allí.

– ¿Por qué no? -preguntó él con tono casual.

Ella negó con la cabeza lentamente, sus ojos muy brillantes en la semioscuridad de la habitación.

– Porque yo no quiero que lo haga.

Sus palabras eran claras y concisas. Parecía que estaba hablando en serio.

¿O no? Carson todavía no sabía qué pensar. Algunas veces no resultaba fácil descifrar lo que las mujeres querían decir realmente. Se había sentido tan seguro…

– Tus ojos no estaban diciendo no… -dijo él con suavidad.

Ella suspiró y soltó una carcajada.

– Ya lo sé -dijo mirándolo-. De acuerdo, es cierto. Todos los impulsos de mi cuerpo me están pidiendo a gritos que me beses.

– Bueno, entonces…

Ella tenía que hacerle comprender. Levantando las dos manos, las puso sobre su pecho y empujó ligeramente para hacerle saber que hablaba en serio.

– Mi cabeza tiene preferencia sobre mi cuerpo. Y mi cabeza está diciendo que no en voz alta y clara.

El la contempló un instante y luego se apartó de ella, notando cómo ella se arreglaba rápidamente el pelo y la ropa.

– ¿Qué es lo que pasa? ¿No quieres envolverte en una relación con alguien vinculado con tu trabajo?

Ella le miró, sintiendo alivio y al mismo tiempo desilusión.

– No, no es eso.

No merecía la pena decir mentiras educadas. Ya lo había hecho muchas veces y no veía la necesidad de seguir haciéndolo. Le diría la verdad. El se lo merecía.

– Voy a ser muy honesta contigo, Carson. Soy demasiado mayor como para ir por ahí jugando y tomándome las cosas a la ligera. Sé qué es lo que necesito, y divertirme y tomarme las cosas a la ligera no tiene nada que ver con ello.

El la miró, perplejo. Divertirse y tomarse las cosas a la ligera era lo mejor que había en la vida. Divertirse y tomarse las cosas a la ligera era lo que hacía que la vida mereciera la pena ser vivida. ¿Es que ella no lo sabía? ¿No lo había oído nunca?

– Entonces, ¿qué es lo que piensas tú que necesitas?

Ella echó a caminar en dirección a los archivos que había pegados al muro, y él la siguió.

– Es fácil de contestar. Necesito mucho más. Una casita con un jardín de rosas en flor. Dos gatos en el patio. Un columpio en la parte de atrás.

– Y una cuna en la habitación de los niños -murmuró él, comenzando a comprender.

– ¿Qué? -preguntó ella, pero él negó con la cabeza-. Bueno, pues ya ves, eso es lo que yo tengo en la cabeza. Algo diametralmente opuesto a lo que tú deseas. Nosotros dos somos incompatibles.

Estaban al lado de los archivadores. Tirando de uno de los cajones, Lisa comenzó a sacar los papeles que estaban buscando y se los fue entregando a él.

– ¿Cómo sabes tú qué es lo que quiero yo? -preguntó él.

– Lo veo en tus ojos -dijo ella riendo.

Los dos atravesaban el sótano con los brazos cargados de papeles y carpetas, rumbo al ascensor.

– A ver si lo he entendido bien -indicó Carson sin molestarse en discutir qué era lo que ella creía que quería. Tenía la sensación de que ella lo sabía perfectamente-. Tal como yo lo veo, me parece que tú todavía sigues creyendo en cuentos de hadas…