– ¿Finales felices? Sí, por supuesto -dijo ella apretando el botón del ascensor.
– Entonces, si ponemos todo esto en términos de cuento de hadas… -comenzó a decir él, con un brillo de buen humor en sus ojos azules.
– Entonces tú eres el lobo malo -dijo ella, volviéndose a mirarlo para ver cómo se tomaba sus palabras.
El pareció muy sorprendido.
– ¿Qué? Yo siempre me había visto como el príncipe encantado.
– Piensa un poco más -comentó ella cuando los dos entraban en el ascensor.
– No, hombre… El príncipe encantado ofrece a la preciosa dama romance, diversión…
– Sí, estoy segura de que todo eso lo harías muy bien -dijo ella-. O sea que esa es la versión masculina del cuento, ¿verdad? La versión femenina es un poco diferente. A nosotras nos gusta interpretar "y fueron felices y comieron perdices" como que se casaron y tuvieron un montón de hijos.
El ascensor llegó a su destino, y Carson sujetó la puerta para que ella pasara.
– ¿Y qué clase de felicidad es esa? -preguntó.
Sabía que estaba intentando vencer su resistencia, pero no se sentía con ánimos para enfadarse con él. Lo único que hizo fue echar a caminar con paso firme en dirección a su oficina, sabiendo que él la seguiría.
– Oh, por supuesto. Me imagino que para ti eso de "vivir felices" significa encontrar una nueva hermosa dama cada semana.
El no contestó inmediatamente. En su mayoría los empleados de las oficinas estaban almorzando, y Terry no estaba en su escritorio. Aprovecharon esta circunstancia para dejar todos los papeles que traían en la mesa de Terry antes de entrar en el despacho de Lisa. Cuando se acercaban a la puerta del despacho, Carson puso el brazo para impedirle a Lisa la entrada, y la obligó a que lo mirara a los ojos. A ella le sorprendió comprobar que él llevaba todo aquel tiempo pensando en su última observación.
– Lo creas o no -dijo con tono serio-, me parece que yo no soy tan frívolo.
Ella había ido demasiado lejos. Le habría gustado poder rectificar sus palabras.
– Escucha, yo no quería dar a entender que tú fueras… así. Lo que pasa es que…
– Lo que tú querías dar a entender es que no merece la pena que nosotros dos nos conozcamos mejor porque lo que tú buscas es un marido y yo no sirvo para eso.
Ella se ruborizó. Lamentaba que hubieran llegado a esto.
– No. Lo que yo quería decir era que a estas alturas de la vida yo quiero encontrar algo serio y duradero, y no creo que tú quieras lo mismo.
– Es lo mismo -dijo él-. Pero tú no me conoces en absoluto. Estás reaccionando ante una imagen, sin molestarte en escarbar un poco para conocer a la persona de verdad.
El tenía razón. Le miró con atención, intentando ir más allá de sus ojos azules… y sus anchos hombros… y su rostro duro y masculino… e intentó compararle con su hombre de tweed , aquel que sería padre de sus hijos y responsable de su hogar. Por espacio de un instante, se imaginó que sería posible encajar a Carson James dentro de aquella imagen, y sintió que su pulso se aceleraba. ¿Qué pasaría si…?
Pero entonces su mirada se encontró con la de él, y fue consciente del aire de buen humor y de sensualidad que rodeaba a aquel hombre. Ah, sí. Este era el principal inconveniente. El futuro padre de sus hijos nunca podría mirar a una mujer tan provocativa. Incapaz de detenerse, se echó a reír.
– ¿Qué pasa? -preguntó él desconcertado.
– Lo siento. No eres tú -dijo ella riendo de nuevo, levantando la mano como para pedir perdón y rozando casi su pecho. El capturó su mano y la sostuvo suavemente por la muñeca.
– Nunca me había dado cuenta de que fuera un personaje tan cómico -dijo él.
– No, no, no es eso. Lo que pasa es que…
Y antes que pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo, allí estaba su otra mano, deslizándose por la solapa de su chaqueta. Le resultaba tan fácil tocarle. Apenas se conocían, y ya se había creado entre los dos una increíble familiaridad física. Pero no se conocían lo suficiente como para acercarse tanto el uno al otro.
Ella se apartó de él y le miró. Ya no estaban en contacto, pero seguía sintiendo en toda su piel la presencia física de Carson.
– Eres un hombre muy atractivo, Carson, pero no eres lo que estoy buscando -dijo con sencillez, deseando que estas palabras fueran suficientes para mantenerlos alejados al uno del otro, pero sabiendo al mismo tiempo que eso no bastaría.
El la miró.
– ¿No podemos ser amigos? -preguntó.
Ella negó con la cabeza.
– No, creo que no podemos.
– No sería por mucho tiempo -dijo él-. Me marcho a Tahití dentro de poco tiempo.
– Oh.
Bueno, no estaba nada mal. El era exactamente lo que ella había imaginado que era, un playboy disfrazado de banquero. Pero se iba a marchar en seguida, de modo que podía estar tranquila.
– ¿Por qué a Tahití?
– Porque es diferente. Y además, nunca he estado allí.
Ella le miró un instante, y luego rió.
– Muy bien, señor Carson James. Ya está bien de jugar conmigo. Acabas de demostrar que todo lo que yo decía era cierto.
– Ah, ¿sí?
– Sí. Yo quiero estabilidad. Tú quieres viajar a sitios remotos. Tal como yo decía, somos personas absolutamente opuestas. De modo que -dijo, entrando en su oficina y lanzándole una seductora sonrisa por encima del hombro-, deja ya de intentar influir en mi juicio. Yo sé lo que estoy haciendo.
Al entrar, se quedó atónita. Su despacho había sido convertido en un pequeño y elegante restaurante francés. Los libros y los papeles habían sido trasladados a una mesa del fondo de la habitación. Sobre su escritorio habían puesto un mantel de encaje y cubiertos de plata. Las velas esperaban a ser encendidas. Brillaba la porcelana. Resplandecía el vidrio.
Ella había encargado un almuerzo de gourmet. Suponía que Delia se había enterado quién era el que venía a almorzar y había extraído sus propias conclusiones. Probablemente la reputación de Carson James se había extendido a todas partes. Pero todo esto tenía todo el aspecto de una invitación al romance. Tendría que tener una pequeña charla con aquella mujer.
Miró a Carson y vio que él estaba tan sorprendido como ella misma. No serviría de nada asegurarle que ella no había planeado que fueran así las cosas, de modo que sonrió.
– Ah, aquí está la comida. ¿Quieres que nos sentemos y comamos?
El no dijo ni palabra. Lo vio tomar una silla y acercarla al escritorio. ¿Qué estaría él pensando?
Había champiñones salteados en vino blanco, alcachofas rellenas con gambas y pollo a la mostaza, con una tarta especial de postre. Lo más probable era que él se estuviera preguntando cuál era la razón de aquella celebración extravagante.
Era eso exactamente lo que Carson se estaba preguntando. Había asistido a muchos almuerzos de negocios, pero jamás había visto nada parecido. ¿Habría en Tahití comida como esta?
No importaba. En Tahití había frutas tropicales y mujeres que vivían para el presente y no estaban obsesionadas con montar un hogar. Y dos gatos en el patio, pensó, recordando los arañazos que tenía en la mano.
Empezaba a pensar que ella tenía toda la razón. Los objetivos de ambos eran incompatibles. Pensó que le agradecía a Lisa que hubiera dejado las cosas tan claras. Ahora ninguno de los dos tenía ilusiones absurdas. Ahora podrían evitar fácilmente meterse en líos porque, a pesar de la obvia atracción física, los dos sabían que sus intereses eran diametralmente opuestos. Era así de simple.
– ¿Te gusta la comida? -preguntó ella.
– Claro que sí -dijo él-. Es deliciosa. Pero si almuerzas así todos los días, no me extraña que este negocio tenga problemas.