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– Todo eso son tonterías, y tú lo sabes. Está perfectamente claro lo que hay que hacer. Si tú no puedes ayudarme, lo mejor será que el banco envíe a una persona que sí pueda.

El sonrió y negó con la cabeza, dejando que la ira de Lisa le acariciara como una brisa.

– ¿Estás viviendo en ese caserón de tu abuelo que hay frente a la playa? -preguntó.

– Sí, pero…

– Me pasaré por allí esta noche -dijo, volviéndose para marcharse-. Espero que para entonces ya conozcas la respuesta.

Se detuvo antes de salir y se volvió a mirarla, como si en verdad tuviera deseos de volverla a ver más tarde. Pero no había ningún problema. Ellos dos eran incompatibles. Y él iba a marcharse pronto. Todo iría bien.

Carson miró su reloj.

– Me voy al mar a navegar un poco -dijo. Luego añadió con un guiño-: tengo que practicar para cuando me vaya a Tahití.

Ella casi soltó una carcajada, más por desesperación que por buen humor.

Capítulo 5

Lisa estacionó el coche en el camino de entrada y se quedó mirando la vieja monstruosidad victoriana que ahora llamaba hogar. Hogar, dulce hogar. El hogar estaba donde estaba el corazón.

– El hogar está donde… -murmuró Lisa intentando recordar la frase-. Donde te llevan cuando no tienes otro sitio adonde ir.

¿Quién había dicho eso? Alguien horriblemente cínico.

Salió del coche y caminó hasta la entrada de la casa, semicerrando los ojos para contemplar el crepúsculo, que ponía un resplandor rosado en el cielo por encima del mar plateado. Una brisa ligera y salada movía su cabello. El camino de cemento de la entrada estaba salpicado de arena, que crujía bajo sus zapatos.

Muy bien. Ya había mirado las olas. ¿Dónde estaba la revelación?

– Quiero salvar Loring's -externó en dirección al viento-. Quiero salvar Loring's porque es mi manera de servir a mi familia y a aquello por lo que mi familia ha luchado siempre.

Bonitas palabras, pero, ¿qué significaban realmente? Carson se daría cuenta de que eran un fraude al instante. Con un suspiro se volvió hacia la casa y entonces se tropezó con algo que alguien había dejado prácticamente en su puerta.

Era un cochecito de niño. No, más exactamente un cochecito de muñeca, con un diminuto colchón y una almohada rosa. Alguna niña debía de haber estado jugando con él en la playa y lo había dejado allí al volver a casa. Frente a la casa de Lisa siempre aparecían las cosas más extrañas, cubos de playa, toallas, pelotas inflables. Y ahora un cochecito de bebé.

Lo dejó en la acera, para que la niña que lo había perdido lo encontrara con facilidad cuando volviera por él. De una de las asas del cochecito colgaba una placa donde se leía: "bebé a bordo".

Lisa sonrió y fue a recoger el correo del buzón. Felicitaciones de cumpleaños, facturas, publicidad… las arrojó todas en la mesa del comedor y fue a la cocina a prepararse un tentempié. Tenía un montón de trabajo que hacer y no tenía tiempo de ponerse a cocinar.

"Pero espera un momento", dijo una voz dentro de ella. "¡Es tu cumpleaños!"

Se volvió lentamente y miró el reloj en la pared.

– A lo mejor podría tomarme una hora…

Su mirada se deslizó al cajón de su despacho donde se escondía su secreto. Lisa contuvo el aliento. Ella no fumaba. No bebía, con excepción de algún sorbo ocasional para ser sociable. No tenía, por desgracia, ninguna clase de vida amorosa. Ni siquiera se sentía atraída por los bombones. Pero tenía un vicio, una cosa secreta y especial que le encantaba hacer y de la que nadie sabía nada.

Casi nunca se permitía practicar su diversión favorita. Pero aquella noche parecía una ocasión especial.

– Sólo una hora -se prometió cuando abría el cajón y sacaba un montón de revistas-. Incluso pondré el despertador para acordarme.

Llevó las revistas al sofá más cómodo del salón y se dejó caer en él con un suspiro. Luego se puso las gafas y comenzó a hojear las revistas. Eran revistas sobre bebés, la maternidad y el crecimiento del niño. Lisa no podía imaginarse que había tanto que aprender acerca de aquellas pequeñas y gordezuelas criaturas.

Durante las últimas semanas, había comenzado a sentir una enorme ansiedad por saberlo todo sobre el tema. Su mente estaba preocupada por salvar Loring's, pero en su corazón lo único que deseaba era tener un niño.

Matrimonio. Niños. Treinta y cinco.

Esas palabras le daban vueltas a la cabeza. No era justo. Si ella fuera un hombre, tendría mucho tiempo por delante todavía. Pero como era una mujer, se veía enfrentada al hecho de que le quedaba apenas tiempo. Era prácticamente ahora o nunca. Y ¿qué iba a hacer ella por solucionarlo?

Mirar revistas. No era una buena solución, pero de momento era suficiente para consolarse.

El tiempo pasó sin que se diera cuenta. En un momento se recostó más cómodamente en el sofá y metió las piernas por debajo de la falda. Más tarde se quitó las horquillas del pelo casi sin darse cuenta de lo que hacía y lo dejó caer libremente, perdida en el mundo, poco familiar para ella, de los cuidados infantiles.

En ese momento oyó un ruido que le hizo dar un salto y volverse. Carson James estaba en la puerta de la habitación.

– Hola -dijo con naturalidad, como si siempre llegara de esta manera, como si ellos fueran viejos amigos y hubiera total confianza entre ambos-. He llamado a la puerta, pero nadie ha contestado. He dado la vuelta y te he visto aquí leyendo en el sofá, de modo que he entrado por las puertaventanas del patio.

Ella tragó saliva y asintió, amontonando todas las revistas en una pila y buscando con el rabillo del ojo algún lugar donde esconderlas.

– Eh… hola -respondió con voz débil.

El entró en la habitación y se sentó en una butaca frente a ella.

– Este sitio no es muy seguro, ¿sabes? Deberías hacer algo al respecto.

– Es verdad -dijo ella intentando meter las revistas de bebés debajo de un almohadón de sofá. ¿Por qué la avergonzaba que la vieran leyéndolas? No estaba segura de por qué.

– Veo que estás trabajando -dijo Carson-. ¿Qué es eso? ¿Informes financieros?

– No exactamente -dijo ella. Las revistas no cabían debajo del almohadón. Una fotografía de dos piernecitas gordezuelas sobresalía por debajo.

– ¿Qué es eso? -dijo él, extendiendo el brazo y sacando de allí la revista.

– ¿Sabes cuántos años he cumplido hoy? -preguntó Lisa-. Treinta y cinco. Tengo treinta y cinco años.

Lo miró con aire expectante, como si de este modo la situación hubiera quedado perfectamente explicada. ¿Hacía falta que le describiera con detalle lo mucho que deseaba tener un bebé? Esperaba que no. El era una persona brillante. Seguramente le comprendería solo, sin más ayuda por su parte. Pero él seguía mirándola, como esperando a que continuara.

– ¿Y? -dijo él por fin, viendo que ella no continuaba-. Yo ya pasé los treinta y cinco hace unos años. Y ya ves, todo me sigue yendo bien.

– Sí, pero tú eres un hombre.

– Es cierto. Y tú eres una mujer. Ya me había dado cuenta de eso.

– Tenemos distintas funciones biológicas -continuó ella.

– No fastidies -dijo él recostándose en su asiento-. Esto promete ser interesante. ¿Vamos a tener una conversación científica, o qué?

– No si yo puedo evitarlo.

– Eres tú la que ha sacado el tema.

Ella le miró e intentó no soltar la carcajada. No servía de nada. Carson se obstinaba en hacer como si no comprendiera.

– Entonces seré también yo la que lo abandone.

– Si no hay más remedio -dijo él.

– No lo hay -dijo Lisa incorporándose-. Vamos á ponernos a trabajar.

El observó cómo atravesaba la habitación en dirección al escritorio para guardar las revistas. Le gustaba su manera de moverse. Sus movimientos eran rápidos e impacientes, pero tenían una gracia que le hacía sentirse intrigado.