– Lisa, me había olvidado de felicitarte por última vez -dijo.
Sus ojos estaban tan oscuros como el cielo de medianoche, llenos de misterio. Cuando los brazos de él la rodearon, estrechándola como si ella fuera algo a lo que él no pudiera resistirse, Lisa levantó el rostro en un gesto que era cualquier cosa menos rendición.
El beso de Carson fue vehemente, casi furioso, y Lisa lo recibió igual que una ola que la arrastraba en medio de una tormenta cuya fuerza e intensidad la asustaban y excitaban al mismo tiempo.
Lo que Carson tanto se había temido, había terminado por suceder. Las cosas estaban a punto de salirse de control. Le había sorprendido la respuesta de ella. Después de todo, se habían conocido aquella misma mañana. Apenas se conocían el uno al otro. Pero al abrazarla, Carson había sentido que su cuerpo volvía a la vida con una ausencia de control que no sentía desde la adolescencia. Fue él el primero en apartarse. La miró a los ojos y ella le sonrió. Tenía los ojos húmedos, y sus labios estaban también húmedos y ligeramente hinchados.
– Feliz cumpleaños, Lisa.
Sus labios rozaron ligeramente su mejilla, y al instante siguiente él había desaparecido entre las sombras.
Capítulo 7
Carson estaba sentado en una tumbona al lado de la piscina, contemplando con atención el billete de avión que tenía en la mano. Hacía mucho calor.
– Viaje de ida para Tahití -dijo, pasando las hojas. Ya estaba pagado.
Habían pasado ya casi dos semanas desde el momento en que decidió que tenía que marcharse a los mares del sur cuanto antes. Había pasado aquellas dos semanas trabajando al lado de Lisa Loring, y, tal como ella prometió, fueron dos semanas donde no hubo otra cosa que eso, trabajo. Aquella mujer dulce y provocativa a la que había llevado a El Cocodrilo Amarillo, y que le había asustado tanto que casi le había hecho olvidar darle un beso de feliz cumpleaños, aquella mujer seductora desapareció, y había dado paso a la Lisa de las enormes gafas redondas y del ceño fruncido. Lo raro era que eso no cambió en nada las cosas. Seguía sintiendo la misma necesidad urgente de marcharse de aquel lugar y ponerse rumbo a Tahití lo antes posible.
Había algo en aquella mujer que le resultaba irresistible. Parecía difícil de creer que después de tantos años se iba a sentir tan atraído por una mujer que criticaba sus ideas y que lo miraba a través de unas gafas que le daban aspecto de maestra de escuela. Una mujer que quería casarse y tener niños. Eso era todavía peor. ¿Cómo era posible que hubiera sucedido aquello?
Había conocido hombres casados, almas perdidas y tristes que daban vueltas en los supermercados comprando comida de bebés y sumando los gastos en una calculadora de bolsillo, intentando que los números cuadraran para poder pagar la hipoteca mensual. Solían tener manchas de leche en el traje, y fingían no darse cuenta que los horribles sonidos que llenaban el lugar provenían precisamente del pequeño monstruo que llevaban sentado en su propio carrito.
Había visto muchos hombres así, y se había reído para sus adentros, sintiéndose feliz de saber que él nunca, jamás, se vería metido en una situación tan ridícula. Nunca entendió cómo había hombres que se doblegaban ante un destino tan triste. Merecía la pena hacer algún sacrificio para lograr el amor de una mujer que valiera la pena, pero no hasta ese extremo.
Sin embargo, ahora, por primera vez en su vida, estaba comenzando a comprender vagamente cuáles eran las razones de que un hombre deseara perder su libertad y apartarse de la vida social para casarse y tener una familia. Vagamente. Desde luego, no lograba comprenderlo del todo.
Sólo había un pequeño detalle que le preocupaba. Había tenido asuntos amorosos con muchas mujeres a lo largo de su vida, había seducido y se dejó seducir muchas veces, pero todas sus aventuras parecían mezclarse en la memoria unas con otras, sin dejar recuerdos perdurables y distintos. Entonces, ¿cómo era posible que un único signo de atracción física, aquel beso que le había dado a Lisa la noche de su cumpleaños, se hubiera quedado grabado en su alma de aquella manera?
Disgustado, se puso a contemplar a los otros ocupantes de la piscina. Sally pasaba a lo lejos y le hizo un saludo con la mano. Carson saludó también, pero no se molestó en hacerle ningún gesto para que se acercara. Sabía que estaba actuando como un idiota, porque Sally era exactamente la clase de mujer que él necesitaba. ¿Qué diablos le pasaba? ¿Por qué le resultaba tan difícil interesarse por la joven?
Reclinándose de nuevo en su tumbona, dejó que el sol acariciara su moreno cuerpo.
Y entonces la imagen de Lisa se deslizó subrepticiamente en sus pensamientos, como le sucedía últimamente. Lisa y sus ojos dulces y oscuros. Intentó imaginarse cómo sería Lisa si estuviera en Tahití. ¿Abandonaría ella sus gafas y su ceño fruncido? Luego se la imaginó vestida con una falda de playa. No, mejor incluso, con un sarong, su cabellera rubio platino adornada con orquídeas y cayendo sobre sus hombros, sus brazos y sus piernas desnudos. Cerró los ojos y se dedicó a disfrutar de la imagen. En los mares del sur sí que sabían vivir. Si pudiera llevarse a Lisa a Tahití…
– Oiga señor.
Conocía aquella voz. Abrió los ojos. Por supuesto. Michi Ann Nakashima estaba a su lado, con su temible gato en los brazos. Cerró el ojo de nuevo. A lo mejor podía convencerla de que estaba dormido.
Pero Michi no se lo tragó ni por un instante.
– Oiga, señor -repitió en voz un poco más alta.
Esta vez, Carson abrió los dos ojos y la miró fijamente.
– Mi nombre es Carson, Michi Ann. Carson James.
– Oiga, señor Carson James. ¿Puede usted ayudarme con mi gato?
Carson miró al gato que la niña tenía en los brazos, y que le miraba con ojos finos y malvados. Dios mío, ¿qué le había hecho él a aquel animal?
– ¿Qué es lo que le pasa al viejo Jake? -preguntó de mala gana.
– Se ha hecho daño en una pata. ¿Podría usted mirársela?
Carson sintió que le recorría un escalofrío. Todavía tenía en la mano las cicatrices que le había hecho aquel gatito la última vez que había intentado asirlo.
– No sé, Michi Ann. Yo creo que tu gato me odia.
– No, señor. Usted es el único que le cae bien.
– ¿Qué yo le caigo bien? -dijo Carson con incredulidad, mirando al gato de nuevo. Le parecía que había una sonrisa debajo de aquellos bigotes-. Y ¿qué me dices de tu madre? A las mujeres se les suelen dar bien estas cosas.
– A él le gusta usted.
– Ah, ¿sí? Bueno -dijo Carson por fin-. De acuerdo.
Luego tragó saliva y suspiró profundamente. Al fin y al cabo, no era más que un animal. No podía acobardarse de aquella manera.
– Tráelo aquí -dijo-. Le echaré una mirada.
Lisa estaba mordisqueando su estilográfica y mirando a Carson por el rabillo del ojo. Greg estaba hablando y hablando sobre medidas fiscales y planes de austeridad de cinco años, repitiendo cosas de las que ya habían hablado mil veces, y ella había perdido el interés hacía rato. Martin Schulz, el principal comprador, estaba dormido.
Terry estaba haciendo un crucigrama. Carson estaba haciendo dibujos sin sentido en la tapa de su agenda de teléfonos. Lisa había oído todas las propuestas que habían hecho Greg y Carson, planes de reducir el personal drásticamente, de limitar líneas productivas… Eran todas ideas que parecían predecir el desastre, y ninguna parecía positiva ni optimista. Y ella ya había decidido qué era lo que iba a dejar de lado y qué era lo que iba a tomar en consideración.
No sabía cómo iba a decírselo. Sus propias ideas estaban todavía formándose en su cabeza, pero estaba segura de que lo que ella iba a proponer era un plan totalmente distinto a todo lo que había oído hasta el momento. Y a ellos no les iba a gustar. Pero al fin y al cabo, la tienda era suya.