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El se apoyó contra la pared en busca de apoyo, en parte por el alivio que sentía al haberla encontrado y en parte por la impresión que le causaba verla así vestida. Después de pasarse todo el día tirándose pullas el uno al otro, después del miedo y la preocupación que había sentido al no poder comunicarse con ella, después de todo eso, se la encontraba así. La seda azul de su pijama moldeaba su cuerpo con toda claridad, sus redondas caderas, su vientre suave y liso, sus pechos llenos y redondos, los pezones claramente marcados a través del tejido. Sintió que los músculos de su abdomen se contraían dolorosamente.

– He venido para sacarte de aquí -dijo cuando logró recuperar el habla, mirando con fiereza los ojos oscuros de ella-. Vamos. No puedes quedarte aquí. Es demasiado peligroso.

Ella sacudió la cabeza.

– No seas tonto. Esta casa lleva aquí casi cien años. Una pequeña tormenta no va a acabar con ella.

Le habría gustado tomarla de la muñeca, echársela al hombro y salir con ella por la puerta.

– Esta tormenta no tiene nada de pequeña. Están cayendo árboles por toda la zona. Tu tejado podría ser el siguiente. El mar puede llegar a tu porche en cualquier momento -dijo señalando en dirección a la puerta-. Toda esta zona ha sido evacuada.

Ella negaba con fuerza, y Carson no pudo evitar contemplar la forma en que sus pechos se movían debajo de la tela sedosa de su pijama. Estaba llegando al límite de su resistencia. Tenía que hacer algo. Tenía que mantener el control.

– Vamos-dijo-. Vamonos.

– Quiero quedarme -insistió ella, con las manos en las caderas-. Esta es mi casa.

¿Era imaginación suya, o era verdad que ella seguía desafiándole? Acercándose a ella, abrió completamente la puerta de la habitación y la hizo volverse por los hombros.

– Ponte algo -le dijo-. Te voy a llevar conmigo.

Lisa reconoció la nota de autoridad que había en su voz, y sus ojos cambiaron. No era propio de ella actuar con testarudez, y no pensaba hacerlo ahora. Si él pensaba de verdad que era tan importante, haría lo que el decía.

– ¿A dónde me llevas? -le preguntó mientras abría un cajón para sacar un suéter y unos vaqueros. Se volvió a mirarlo a los ojos. No le había pasado inadvertida la forma en que Carson había reaccionado ante su pijama. Un estremecimiento de excitación la atravesó. Si iba a pasar la noche con él…

– A mi casa, supongo -dijo él-. A no ser que tengas otro sitio al que prefieras ir.

– No -dijo ella sacudiendo la cabeza-. No. Tu casa es perfecta.

Las miradas de los dos se encontraron, y los dos supieron lo que el otro estaba pensando.

– Rápido -dijo él.

– Sí.

Pero no se movió. Se quedó inmóvil donde estaba, mirándolo con sus grandes ojos oscuros y pidiéndole… Carson sintió un escalofrío. Estaban tan cerca el uno del otro que podía sentir el calor del cuerpo de ella, oler el perfume de sus cabellos. Como si estuviera en estado de trance, y sin saber lo que estaba haciendo, levantó la mano y la tocó, deslizando la mano por debajo de la tela del pijama, apresando uno de sus pechos y acariciando con el dedo el duro pezón. Estaba sin aliento.

Pero a aquellas alturas le resultaba imposible controlar su deseo. El deseo se había apoderado de Carson por completo, se había convertido en él mismo, y todo lo que él era, su cuerpo y su espíritu, no deseaba otra cosa que poseerla allí mismo, sin esperar un instante. Y dejó que su mano se deslizara hacia abajo, sobre su vientre, y luego entre sus piernas.

Ella no hizo el menor movimiento para detenerlo. Un gemido surgió de lo hondo de su garganta, y sus caderas se movieron, aceptándole, mientras al mismo tiempo comenzaba a desabrocharse la parte de arriba del pijama, que en seguida se deslizó de sus hombros y cayó al suelo sin hacer ruido.

Carson contempló sus pechos coronados de rosa, y sintió que había algo fuerte y poderoso que crecía dentro de él. No podía respirar. No podía pensar. Lo único que podía hacer era acercarse a ella, tocarla, acariciarla. Jamás había sentido el tacto de algo tan suave y tan cálido. Pero no podía detenerse a disfrutar de aquellas sensaciones. Había esperado durante demasiado tiempo, y ahora tenía que poseerla inmediatamente. Los dos estaban en la cama, y ninguno de los dos sabía a ciencia cierta cómo habían llegado allí. El se quitó los vaqueros, y cuando se volvió a mirarla, vio que Lisa estaba completamente desnuda. Su piel brillaba como el oro a la luz de la lámpara de la mesita. Carson deslizó la mano sobre su cuerpo, tocando su hombro, su brazo, su pecho, su vientre, deslizándola entre sus muslos hasta sentir su calor, su humedad.

No debería estar haciendo aquello. Tenía que haberse detenido. Miró a Lisa a los ojos, igual que si estuviera drogado. A lo mejor ella hacía o decía algo para detenerlo.

– No te detengas -murmuró ella-. Por favor, Carson, no te detengas.

Estaba tan excitada en aquellos momentos, que la sola idea de que él pudiera apartarse de ella de nuevo le resultaba insoportable. No pensaba dejarlo que se marchara. Incorporándose ligeramente, hundió sus dedos en los espesos cabellos de Carson y le atrajo hacia sí. La boca de él descendió sobre la suya, y Lisa abrió los labios para recibirle y él la besó con una ansiedad como jamás había sentido antes, como si quisiera realmente devorarla. Luego él se tendió sobre Lisa, y ella recibió su peso con un gemido de felicidad. Su cuerpo era firme, duro y suave como el satén y Lisa se apoderó de él con mano temblorosa. Carson jadeó suavemente, y Lisa sintió el poder que tenía sobre él.

Dio un grito cuando la penetró, y luego una y otra vez a medida que su placer aumentaba en una espiral incontrolable, hasta llegar un momento en que pensó que iba a volverse loca. Sentía la fuerte respiración de él en el oído. Luego se abandonó a la sensación de estar unida a él, y todo lo que deseó fue que su placer y el de Carson se unieran en uno y que no terminara nunca.

Pareció durar una eternidad. E incluso cuando terminó, ella no le permitió que se separara de ella, y siguieron unidos durante un largo rato, sin decir una palabra. Las lágrimas corrían por las mejillas de Lisa, y se alegró de que el rostro de Carson estuviera hundido en sus cabellos y que no pudiera verlas.

Las lágrimas se debían a la increíble intensidad de lo que acababan de compartir juntos. Pero se debían también a que ahora ella sabía que estaba enamorada de él, y que el amor tenía que ser agridulce.

– Dios mío, Lisa -dijo-. No debería haberlo hecho.

Pero se inclinó para besarla en los labios.

– Yo quería que lo hicieras -contestó ella-. Y me alegro.

Carson se deslizó a su lado para poder contemplarla, y sintió que el deseo lo invadía de nuevo. Bajando la cabeza, comenzó a acariciar uno de sus pezones con la lengua, y sintió cómo su cuerpo comenzaba a reaccionar de nuevo. Ella suspiró suavemente, y estaba a punto de decir algo cuando la interrumpió el sonido de un altavoz que llegaba a través de la ventana.

– Esta zona ha sido evacuada. Si queda alguien en el interior de esta casa, tiene que marcharse inmediatamente. No queda absolutamente nadie en la manzana, y no podemos garantizar su seguridad.

Carson levantó la cabeza.

– Dios mío. He dejado el coche en medio de la calle. Escucha -dijo, mirando a Lisa y recordando de pronto la razón por la que había ido allí-, tenemos que marcharnos de aquí.

– ¡No! -dijo ella abrazándose a él.

– Tenemos que irnos. Dentro de una hora habrá marea alta. Cualquiera sabe lo que podrá pasar.

Ella se incorporó.

– ¿A tu casa? -preguntó.

El asintió.

Se vistieron a toda prisa y se dirigieron a la puerta de atrás.

– Espera -dijo Lisa cuando salían, echando a correr en dirección a la puerta principal a pesar de las protestas de Carson. ¿Dónde estaba el cochecito de bebé que había visto allí durante los últimos días? Quería guardarlo para que no se estropeara con la tormenta, pero por mucho que buscó, no logró dar con él. Había desaparecido por completo.