– Ponen Casablanca esta noche -dijo Lisa-. A lo mejor…
El sacudió la cabeza.
– Ni lo sueñes. Te harán papilla si lo intentas. Ellos no tienen piedad.
Probablemente tenía razón. Carson parecía saber un montón sobre niños, y en vez de quedarse a un lado y reírse de los errores que cometía ella, lo que hacía era ayudarla y darle consejos. Estaba impresionada.
Cuando C.C., el niño de dos años, tiró las llaves del coche en el retrete, fue Carson quien las rescató. Cuando Deanie, de siete años, dio a todos los animales de peluche de su hermana mayor un corte de pelo, fue Carson el que intentó arreglar un poco el desastre con la máquina de afeitar de Ben. Y al final, se dedicó a pasear él bebé, para que Lisa pudiera meter a los demás en la cama.
Para gran sorpresa de Lisa, fue Billy quien le pidió que le contara un cuento. Se las arregló para inventarse una historia llena de acción y aventuras arriesgadas, en vez de princesas y castillos.
Mientras le estaba contando el cuento, Carson la observaba desde el pasillo, con el bebé dormido sobre su hombro. Estaba allí inmóvil, escuchando la voz de Lisa. Sentía el pecho lleno de emociones contrapuestas. Su plan había sido que ella se sintiera abrumada con los niños y se diera cuenta de la cantidad de problemas que causaban. Lo que había sucedido era que ella se había puesto a cuidar de los niños como si lo hubiera estado haciendo toda la vida. ¿Qué podía hacer él, entonces? ¿Cómo iba a lograr quitarle de la cabeza su idea de ser madre si parecía estar hecha para serlo?
Miró al niño, que se estaba quedando dormido con su gorra de béisbol en la cabeza. Todo lo que le había contado a Lisa sobre su niñez, era cierto, pero se había olvidado de incluir a su padre en la descripción. En aquel momento, mirando a Billy dormido, recordó las veces que su padre había estado con él, en las temporadas que no estaba en la cárcel. También su padre le había arropado, le había contado historias por la noche, le había llevado a partidos de béisbol. Era extraño que se hubiera olvidado de todo aquello. ¿Por qué lo había intentado borrar de su mente durante todos aquellos años? Su padre había estado con él cuando pudo hacerlo. Sin embargo, se había pasado años guardando resentimiento contra él por haberle abandonado, por haberle hecho vivir con la tía Fio. De pronto, se dio cuenta de que gran parte de la rabia que sentía contra su padre se debía a que los ratos que pasó con él fueron maravillosos. No podía aceptar que su padre hubiera hecho cosas que tuvieron como resultado que se terminaran los buenos tiempos. A lo mejor había llegado el momento de comenzar a ver las cosas de otra manera.
Había llevado a Lisa a aquella casa para que cambiara su manera de ver las cosas, para demostrarle que ella no quería realmente las cosas que decía que quería. Pero lo que había logrado en cambio había sido tener una revelación él mismo. Le salió el tiro por la culata.
La mañana siguiente fue bastante febril, pero en absoluto agobiante. Lisa disfrutó haciendo un desayuno para tanta gente, pero llegó un momento en que los humos de la cocina parecieron ser demasiado para ella
– Te estás poniendo muy pálida -le dijo Carson acercándose a ella y quitándole la espátula que tenía en la mano y haciéndola sentarse.
Ella respiró hondo y apartó la vista de la comida.
– Tengo el estómago revuelto.
– Ah, ¿sí? -dijo él mirándola preocupado-. ¿Algo que has comido?
Ella tragó saliva, evitando los ojos de Carson.
– No, es sólo que… yo creo que son los nervios. Me he sentido un poco rara desde el momento en que decidimos poner en marcha el Loring's Family Center.
– ¿Por qué no tomas algo? -dijo él acariciándole los cabellos-. Seguro que Ben tiene algo en el armario de las medicinas.
– No, no -se apresuró a decir Lisa-. No, no puedo tomar nada.
– ¿Por qué no?
– Porque… bueno, porque nunca tomo nada. No me gusta tomar medicamentos a lo loco.
Carson la contempló durante unos instantes y luego salió para ayudar a Jeremy a buscar su pelota de baloncesto. Lisa salió al pasillo y se miró en el espejo. Lentamente, levantó la mano y se tocó la mejilla. ¿Cuándo iba a decidirse a admitirlo? Lo que sentía desde hacía unos días no podía ser simplemente nervios. Todo su cuerpo estaba cambiando. ¿Y si estaba embarazada?
Le había parecido imposible en un principio. Al fin y al cabo, había sido muy cuidadosa. Pero había habido aquella primera vez…
Una visita al médico un par de días más tarde lo confirmó.
– Sí -le dijo-, creo que estás embarazada desde hace más de un mes. ¿Qué es lo que piensas hacer?
Ella le miró sorprendida.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, sé que no estás casada. Y tienes treinta y cinco años. Es una decisión difícil.
Una decisión difícil. La cabeza le daba vueltas. Estaba embarazada de Carson, llevaba a su hijo en las entrañas, y no podía decírselo. No podía decírselo a nadie.
Qué irónico resultaba todo aquello. Ahora tenía lo que tanto había deseado. Pero no de esta manera, las dos cosas que más había deseado en el mundo estaban ahora a su alcance. Pero para lograr una de ellas tendría que renunciar a la otra.
Estaba enamorada de Carson. Estaba locamente, salvajemente enamorada de Carson. Lo necesitaba tanto como el aire que respiraba. Pero no podía ir a él en aquel estado. El había dejado bien claro que un bebé era algo que no aceptaría de ningún modo. No podía hacerle eso a Carson.
Y al mismo tiempo quería a su niño, lo quería y lo necesitaba con una fuerza instintiva e imperiosa a la que le resultaba imposible resistirse. Y ahora que había concebido a aquel niño, tenía la responsabilidad de cuidarlo y quererlo de la forma que se merecía. Lo cual quería decir renunciar a Carson.
Renunciar a Carson. No podía ni soportar la idea. Su cuerpo se había hecho adicto a él. ¿Cómo podría vivir sin él?
El fue a su casa a cenar aquella noche, y llevó comida china para que ella no tuviera que cocinar. Lisa se sintió como una traidora por guardarle el secreto, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Peor aún, ¿qué sería lo que él querría que hiciera? No quería ni pensar en ello.
Hicieron el amor y pasearon por la playa, y Lisa se comportó todo el rato como si no hubiera nada nuevo, riendo y bromeando con él como si todo fuera como siempre. Y a cada minuto que pasaba sin que le dijera la verdad, sentía como si algo dentro de su alma fuera muriendo.
Un bebé. Su bebé. ¿Sería un niño? ¿Se parecería a él? Este debería ser el momento más feliz de su vida. Sin embargo, se sentía como si el peso del mundo le hubiera caído sobre los hombros.
Y entonces, justo antes de dormirse, Carson le recordó que él se marcharía pronto.
– Me marcho a Tahití justo después de la inauguración -dijo tomándola en sus brazos-. ¿Vendrás conmigo?
Se lo preguntaba a pesar de que ya sabía la respuesta. Ella se volvió e intentó sonreír.
– Me encantaría ir contigo. Ya lo sabes.
– Pero no puedes -dijo él contestando por ella. Y en sus ojos apareció algo parecido a la rabia.
Ella asintió, sin poder articular palabra.
El se dio la vuelta y se puso a mirar el océano. Sentía su alma llena de desesperación. No sabía qué iba a hacer sin ella. ¿Debería quedarse?
No. No podía quedarse. Quedarse sería lo mismo que hacerle promesas que nunca podría cumplir. Quedarse sería una mentira. Tenía que marcharse.
Lisa levantó la vista, preguntándose por qué Carson había quedado en silencio. Estaba tan frío, tan inexpresivo. Sabía que estaba preocupado, pero no estaba segura de cuál era la razón. ¿Debería contárselo? ¿Qué haría él cuando se enterara?