Ella siguió en silencio.
– Lisa -dijo él después de unos segundos-. Cambia de idea. Ven conmigo.
– No puedo, Carson -dijo ella por fin-. Lo siento.
El permaneció en silencio tanto rato que Lisa llegó a pensar que había abandonado el teléfono y se había marchado, pero cuando habló por fin su voz parecía casi normal.
– Bueno, escucha, mi vuelo hace una escala en San Francisco a las doce del mediodía, y tengo que estar allí dos horas esperando. ¿Por qué no te acercas y comemos juntos? -luego añadió, con voz ronca-: Me encantaría verte.
Esto era una tortura. Lisa deseaba con todas sus fuerzas correr a él, decirle que sí. Pero no podía. Tenía que ser fuerte.
Por el niño, se dijo poniéndose la mano sobre el vientre. Por el niño.
– ¿El sábado? -preguntó con falsa alegría-. Ay, lo siento, Carson, pero tengo planes para el sábado.
– Podrías si quisieras -dijo él con voz dura.
Ella cerró los ojos.
– Sí -admitió con voz suave-. Carson, estoy intentando hacer lo que es mejor para los dos.
– Por supuesto -dijo él, quedando en silencio de nuevo-. Espero que algún día encuentres a alguien que te merezca de verdad, Lisa -habló sin rastro de ironía-. Eres… eres especial de verdad. Te echo muchísimo de menos.
Las lágrimas corrían de los ojos de Lisa, y tenía un nudo tal en la garganta que le resultaba imposible hablar. Intentó decir su nombre, pero no salió ningún sonido de sus labios.
– Adiós, Lisa. Te quiero.
Luego sonó el "clic" del teléfono al otro lado de la línea. El había colgado. Había dicho que la quería, y luego había colgado.
– ¡Carson! -gritó. Pero él ya no estaba.
Por un momento se sintió desesperada, preguntándose cómo podría encontrar su número para llamarle de nuevo, pero en seguida logró calmarse. No serviría de nada. Había aprendido que el amor no lo arreglaba todo. Sin embargo, se aferró a esa palabra todo el resto de la noche, diciéndose al mismo tiempo lo orgullosa que estaba por no haberlo abandonado todo para ir en pos de él. Era lo mejor que podía hacer. Lo hacía por el bebé.
Ese pensamiento fue lo que la sostuvo durante los días siguientes. Sentía la necesidad de dormir durante horas y horas, como para no pensar en nada. El viernes por la noche, cuando estaba en la cama, a punto de quedarse dormida de nuevo, sintió que algo se movía en su interior.
Se puso ambas manos sobre el vientre y contuvo el aliento. Allí estaba de nuevo. En un principio había notado algo muy suave, como mariposas volando en su interior, pero ahora lo sintió con más fuerza. El bebé se estaba moviendo.
Se sintió llena de una felicidad como jamás la había sentido antes. Se sintió abrumada por la magnitud del milagro que estaba teniendo lugar. Su hijo… el hijo de Carson… era real, estaba allí. Y tenía que compartir con él aquella sensación, aquella felicidad. Tenía que hacerlo.
Se dijo que estaba loca. En el interior de su cabeza comenzó a desarrollarse una discusión feroz mientras se preparaba para salir a San Francisco, pero ella no le hizo el menor caso. Tenía que hacer un último intento. Se lo debía a sí misma. Se lo debía a Carson.
Se decidió por un vestido verde lima con una amplia chaqueta que ocultaría su vientre prominente. Y con la primera luz de la mañana, se metió en su coche y condujo en dirección a la autopista. A última hora de la mañana, estaba buscando un sitio vacío en el estacionamiento del aeropuerto de San Francisco.
Lo descubrió enseguida entre la multitud que salía del vuelo procedente del medio oeste. Parecía cansado, pero cuando la vio su rostro se iluminó con una sonrisa, y ella corrió a sus brazos.
– Estás preciosa -le dijo, cuando terminó de besar todos y cada uno de los rincones de su rostro y de su cuello-. Estar separada de mí te sienta muy bien. Has ganado peso.
Ella se apartó de él y se tiró del borde de la chaqueta.
– Vamos a buscar un sitio tranquilo donde podamos hablar -dijo mirando a su alrededor-. Tengo que decirte una cosa.
– Yo también -dijo él-. ¿Qué me dices de uno de esos pequeños restaurantes que tienen en el edificio principal? Pediremos una mesa al fondo.
Encontraron un sitio perfecto, se sentaron y pidieron la comida, riendo todo el rato.
Lisa se sentía tan feliz de estar con Carson que todo parecía fácil y ligero. Finalmente, la camarera les trajo la comida y los dejó a solas. Había llegado el momento de hablar, y Lisa sintió que el corazón comenzaba a latirle muy de prisa en el pecho.
Hubo una pausa, durante la cual ambos evitaron mirarse a los ojos el uno al otro.
– Carson, yo…
– Lisa, escucha…
Los dos se miraron y soltaron una carcajada.
– Tú primero -dijo ella-. Puedo esperar.
– ¿Seguro?
Ella asintió.
– Muy bien -el suspiró profundamente-. Ahí va. En dos palabras. No quiero ir a Tahití.
Lisa lo miró con los ojos muy abiertos.
– ¿Qué?
– Es cierto. Llevo toda la mañana mirando mi billete de avión y pensando… pensando que prefiero estar en cualquier sitio que tú estés mejor que en Tahití. No, espera -dijo levantando una mano-, déjame terminar. Yo… mira, yo siempre había pensado que tenía un alma inquieta, que tenía que vagar de un lado a otro, que jamás desearía quedarme en el mismo sitio mucho tiempo. Pero algo ha cambiado, y me doy cuenta de que las cosas ya no son así en absoluto.
Ella asintió, animándolo a que continuara y conteniendo la respiración.
– Siempre estaba buscando algo, Lisa. Y ahora… siento que ya no tengo que buscarlo más.
– Carson…
– Espera. Ya sé que no soy el hombre de tus sueños. Sé que no me parezco en nada al hombre al que tú has estado buscando para lograr que tu vida fuera como deseabas. Pero me gustaría seguir estando cerca de ti, Lisa. ¿Podrías… podrías soportarlo?
Sus ojos parecían tristes y vulnerables, y ella se mordió los labios y cerró los ajos antes de contestar.
– Lisa -dijo, su voz temblando por la emoción-. ¿Quieres casarte conmigo?
Ella asintió, con los ojos llenos de lágrimas.
– Sólo tengo una condición -dijo ella-. Sé que has dicho que no te gustan los niños. Pero yo voy a tener que tener uno. Por lo menos uno. Mira…
Tomando el rostro de ella entre sus manos, Carson la besó en los labios.
– Lisa, me da exactamente igual. Adelante, ten diez niños si quieres. Ya nos ocuparemos de eso cuando llegue.
– Entonces -dijo ella intentando sonreír, aunque lo que deseaba de verdad era llorar-, entonces, ¿vamos a casarnos?
El la besó de nuevo.
– Lisa, Lisa, claro que sí -dijo mirándola con ojos brillantes-. No hay nada que desee más en el mundo que casarme contigo.
Las lágrimas comenzaron a salir de los ojos de Lisa. Pero ella no había terminado todavía.
– Bueno, hay una cosa más que quiero decirte -dijo rápidamente-. Te tengo preparada una sorpresa. Ven, cierra los ojos y dame tu mano.
– ¿Qué?
– Dame la mano.
El la miró un instante, vio sus lágrimas y su sonrisa trémula, y sintió que su corazón se llenaba. Luego obedientemente cerró los ojos y dejó que ella tomara su mano. Ella la tomó y la puso con suavidad… él no sabía exactamente dónde. Intentó imaginárselo. Sentía la tela de su vestido en la palma de la mano, y sabía que tenía que ser en algún lugar de su cuerpo, pero era una zona redondeada y firme que no reconocía.
Entonces sucedió algo. Algo se movió bajo la palma de su mano.
– ¡Eh! -dijo apartando la mano como si se hubiera quemado, y abrió los ojos. Se encontró mirando al vientre de Lisa. Ella estaba echada hacia atrás y con la chaqueta entreabierta sobre su vientre redondeado. Carson intentó hablar pero no pudo.
– Estás embarazada -dijo por fin, mirándola.
– ¿Estás enfadado? -preguntó con suavidad.
– ¿Enfadado? -dijo, sin apartar los ojos de su vientre. Luego volvió a poner allí la mano-. Tenemos un bebé. Tú y yo -dijo con una sonrisa-. ¿Por qué no me lo habías dicho?