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– Mike Kramer, eres una verdadera serpiente.

El soltó una risita. Lo más irritante de Mike era que cuanto más enfadado parecía uno estar con él, más le gustaba.

– Preciosa, me encanta cuando me murmuras cosas dulces al oído. ¿Qué he hecho ahora? ¿Ha sido algo muy malo? ¿Estás ya lista para vender?

Lisa no pudo evitar sonreír. Tendría que haber sido más lista y haber resistido la tentación de llamarle. ¿Por qué siempre caía en sus trampas?

– Nunca -dijo con firmeza-. Ya deberías saberlo a estas alturas.

– Oye, lo mejor antes de arruinarse es vender al mejor postor.

Lisa suspiró. Las cosas no habían cambiado mucho desde los días en que Mike la perseguía para asustarla con sus gusanos.

– Te agradecería que le dijeras a tu espía que se quede en su casa de ahora en adelante. Si quieres saber qué es lo que está pasando aquí, ¿por qué no vienes en persona y lo compruebas tú mismo?

– ¿Un espía, dices? Lisa, qué idea tan estupenda.

No tenía remedio.

– Hasta luego, serpiente.

– Yo también te quiero, Lisa. Qué divertido es esto, ¿verdad? Me alegro mucho de que hayas vuelto a la ciudad.

Ella colgó el auricular con cuidado, resistiendo los deseos de estrellarlo contra el teléfono y luego se hundió en las profundidades del gran sillón de cuero. Tenía la sensación de que comenzaba a comprender lo que iba a significar llevar adelante el negocio familiar y a la vez formar una familia. Porque de pronto todo aquello se había convertido en algo muy importante para ella. Al día siguiente iba a cumplir treinta y cinco años. Treinta y cinco. Era una fecha muy significativa.

– La familia es lo más importante -le había dicho su abuelo antes de morir-. No lo olvides. Tú y yo hemos dejado que las cosas se estropearan mucho entre nosotros. Y ahora tendrás que arreglártelas tú sola.

Lisa se quedó muy pensativa recordando aquellas palabras. La familia. Durante muchos años había pensado que la familia era una cosa poco importante. Y ahora se había quedado sin nadie.

En ese momento alguien llamó a su puerta, y Lisa levantó la vista para encontrarse con el rostro de Gregory Rice, el administrador de la tienda, quien se asomaba por la puerta entreabierta.

– ¿Estás ocupada? -le preguntó con una sonrisa.

– No para ti, Greg. ¿Qué es lo que me traes?

– Un par de cosas de las que debes acordarte -dijo él entrando en la habitación y sentándose en la silla que había frente a la mesa de Lisa. Greg era alto y esbelto y vestía con mucha elegancia. Era uno de esos hombres que dan la impresión de llevar siempre ropa hecha a la medida.

Por un momento, Lisa pensó en el espía que Mike le había enviado. Había un fuerte contraste entre ambos hombres. Greg parecía un modelo para un anuncio de colonia, y el espía llevaba su traje igual que lo haría un campeón de boxeo para pasar una noche en la ciudad. En aquellos momentos, el estilo de Greg la tranquilizaba más.

No podría haber salido adelante sin la ayuda de Greg. El había estado trabajando para su abuelo durante muchos años, y en los últimos tiempos prácticamente había estado llevando el negocio. Lisa a veces se preguntaba si Greg no guardaría resentimiento hacia ella por aparecer así de pronto, después de todo el trabajo que había derrochado en Loring's. Pero no podía ver en él el menor signo de descontento.

Greg se aclaró la garganta.

– No te olvides de que el consultante del banco viene mañana para empezar a investigar sobre nuestra situación.

– Ah, sí. Se me había olvidado. La verdad -dijo Lisa recostándose en su asiento-, no me imagino cómo un perfecto extraño va a poder ayudarnos a resolver nuestros problemas. Me parece que la solución debería surgir de nosotros.

Greg la miró sin expresión, como si esa fuera una idea que hubiera escuchado antes muchas veces.

– El banco es el que hace el préstamo, y son ellos los que imponen el ritmo. Si queremos que acepten el nuevo plan de financiamiento que les hemos pedido, tendremos que escuchar sus ideas. Eso no puede hacernos daño.

– A lo mejor no. Pero sigo preguntándome qué sería lo que habría dicho mi abuelo.

Greg rió suavemente.

– Eso es fácil. Les habría dicho a todos que se fueran al infierno, y todos hubieran huido espantados. Pero los tiempos cambian, Lisa. Tenemos que vivir de acuerdo con el presente.

Greg tenía razón, por supuesto. Y ella confiaba en él por completo.

– Vas a necesitar su ayuda, Lisa Marie -le había dicho su abuelo poco antes del final, hablando ya con dificultad-. Estaba aquí mientras tú estabas fuera. Le necesitas.

Bueno, su abuelo siempre había sabido cómo hacerla sentirse culpable. Pero ella había vuelto a San Feliz decidida a recuperar el tiempo perdido, determinada a no reaccionar de manera negativa a todo lo que su abuelo dijera, tal como había hecho en el pasado. El era anciano y sabio y la quería. Lisa todavía no lograba comprender por qué había lardado tanto tiempo en aceptar todo esto.

– Oh, Greg -dijo, viendo que su administrador se disponía a marcharse-. ¿Cómo se llama ese representante del banco que viene mañana a verme?

– Carson James -dijo Greg-. ¿No te ha hablado nadie de él?

– No. ¿Por qué?

– Bueno… -dijo Greg un poco molesto-. No sé. Dicen que tiene un poco de pinta de playboy. Si quieres, me quedaré por aquí cerca mañana…

– ¿Para protegerme? -dijo ella con una sonrisa-. Gracias, Greg. Te agradezco la oferta. Pero sé manejar a los playboys -dijo, pensando en el espía con el que se había enfrentado aquella mañana.

Carson se sentó frente a su escritorio y contempló el océano. Había una vista preciosa desde aquel séptimo piso. Parecía que desde allí arriba se podía ver todo: delfines, pelícanos, jóvenes haciendo surf , barcos de vela… y barcos que se perdían en dirección a puertos exóticos y remotos. Aquella vista le hacía desear levantarse de la silla y largarse de allí.

– Hola, Carson.

Su supervisor, Ben Capalletti, acababa de entrar con un sobre en la mano y le miraba con sus ojos brillantes y cálidos.

– Esta carta ha llegado hace un par de días. Has tenido tanto que hacer durante los últimos días que me había olvidado de dártela.

Carson tomó la carta, sabiendo que estaría sellada en Leavenworth. Miró de reojo a Ben y vio el signo de interrogación que había en su mirada. Ben se había dado cuenta de dónde había sido sellada la carta. Ben había oído rumores.

– Gracias -dijo Carson. Quería darse la vuelta y arrugar la carta, pero su mirada volvió a encontrarse con la de Ben y se dio cuenta de que no sería posible. La mirada de aquel hombre era tan cálida y simpática que echaba por tierra todas las barreras.

Carson relajó los hombros, como si acabaran de quitarle un peso de encima.

– En -dijo, sonriendo a su vez-, ¿qué tal ha ido el examen de conducir? ¿Ha aprobado Holly?

Viendo que le daban una oportunidad, Ben se embarcó en una minuciosa y divertida descripción de las tribulaciones que había pasado enseñando a conducir a su hija de dieciséis años. Tenía que admitir que Ben tenía unos hijos fantásticos. Lo que era un misterio era por qué había sentido la necesidad de tener tantos. Carson tuvo una súbita imagen de las seis criaturas rodeando a Ben como pajaritos con los picos abiertos y pidiendo comida.

– En otras palabras -dijo, cuando Ben se volvía para macharse-, que Holly todavía no es una mujer de la carretera.

– Gracias a Dios, no. Dentro de dos semanas volvemos para ver si es capaz de estacionar en paralelo.