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– ¿Sabe usted? -dijo Lisa de pronto dejando su lápiz sobre la mesa y Volviéndose a él-. Vamos a necesitar los informes anuales de diez años atrás, y están todos en el almacén.

Tomó el auricular, marcó un número y esperó unos segundos.

– Están todos almorzando -comentó-. ¿Quiere bajar usted conmigo y ayudarme a buscarlos?

La idea tenía su atractivo.

– Muy bien -dijo él levantándose de la silla. Luego abrió la puerta y la dejó pasar, preguntándose si ella se daría cuenta de que su cortesía no era en realidad sino una maniobra para hacer que ella pasara a su lado y poder oler el perfume de su pelo.

Los ojos de ella se encontraron con los de Carson por espacio de un segundo, y él se dio cuenta de que había pocas cosas que se le escaparan a aquella mujer. Lo sabía. Pero el gesto de su rostro, su media sonrisa, le decían que no tenía nada que hacer, que ella no tenía la menor intención de jugar con él a ningún juego.

Hacía mucho tiempo que no se encontraba con una mujer tan rápida y tan perceptiva como ella. Sí, definitivamente Lisa Loring le intrigaba.

Capítulo 4

El almacén era una cavernosa zona del sótano, en el que se atesoraban sobre todo propiedades personales. Dieciocho años de historia se amontonaban en aquella habitación.

– ¿Qué hay aquí? -preguntó Carson.

– Toda clase de cosas. Cosas de las que mi abuelo no quería separarse por nada del mundo. Partes de carrozas de desfiles de hace veinte años. Mire -señaló un rincón-, esa es la corona de Miss Libertad, me parece, de alguna celebración del Cuatro de Julio. Cosas que no se vendieron -añadió, cuando pasaban al lado de una enorme jirafa de peluche que sólo tenía una oreja, y luego señalando un enorme candelabro dorado que colgaba del techo-. Líneas de productos que no salieron adelante.

Lisa había amado aquel lugar cuando era una niña. Había pasado horas y horas allí. Aquel sótano había sido su territorio de juegos privados. A lo mejor, pensó con un latido de tristeza, había sido precisamente allí donde había aprendido a vivir en el país de los sueños. Los imaginarios príncipes y piratas que la salvaban de dragones y renegados en sus ensueños infantiles, habían seguido evolucionando, y se habían convertido en su héroe vestido de tweed , ese hombre que ella imaginaba como único posible padre de sus hijos. A lo mejor esa era la razón de que ese hombre ideal fuera tan difícil de encontrar.

Se volvió a contemplar a Carson, quien avanzaba hacia ella atravesando los restos de un viejo carrusel. El era real. El era un hombre. Pero por mucho que lo intentaba, no lograba imaginárselo vestido de tweed . Pero, por qué ese empeño en que se vistiera de tweed . A lo mejor un cardigan… Intentó imaginárselo sentado al lado del fuego con expresión pensativa, con una pipa en una mano y con un grueso volumen de poesía en la otra. Entonces él levantó la vista y Lisa se volvió para mirar a otro lado. No quería darle la impresión de que estaba interesada en él, porque, por supuesto, no lo estaba.

– ¡Eh! -dijo él entonces-. Mire lo que he encontrado.

Estaba al lado de lo que parecía una vieja versión de plástico del trineo de Santa Claus, y parecía haber encontrado un montón de viejos retratos.

– ¿Qué es eso? -preguntó Lisa caminando hacia él-. Me parece que no los había visto nunca antes.

Había retratos enmarcados en dorado, y retratos de su abuelo, de su bisabuelo, de su abuela y de dos de las hermanas de su abuelo, de su padre cuando era joven y de su bisabuela.

Y encima de un viejo piano de pared había un montón de viejas fotografías amarillentas de su familia. Su familia. La sola palabra hacía que se le acelerara el pulso. Estaba su padre con uniforme de oficial de la marina, su padre graduándose en la universidad, su padre cortando la cinta de inauguración de una nueva sección de la tienda. Luego había una foto de su padre y de su madre, con una pequeña Lisa de unos cuatro años de edad.

Pero Lisa apenas se fijó en la pequeña que aparecía en la foto. Tenía muy pocas fotos de su madre, y aquella era una de las mejores que había visto.

– Caray. ¿Quién es esa celebridad? -preguntó Carson, mirando por encima de su hombro.

– No es ninguna celebridad -dijo Lisa con una rápida sonrisa-. Es mi madre.

– Era una mujer muy guapa.

– Sí que lo era.

Valerie Hopkins Loring había sido una de esas bellezas que normalmente sólo se ven en las películas. Allí estaba, mirando de frente, riendo, los ojos abiertos en gesto de sorpresa, sus rizos rubios rodeando su hermoso y delicado rostro.

– Una verdadera rompecorazones -dijo Carson.

Lisa asintió de nuevo. No podía negar esa última observación. El día de la boda de su madre había sido de luto para la mitad de los hombres de la ciudad. Su hermosa madre. Aquel rostro que ella sentía que apenas conocía. Trazó el perfil de su barbilla con el índice, y de pronto sintió un nudo en la garganta.

Carson observó lo que le estaba sucediendo a Lisa, pero no le hizo ninguna pregunta. Se daba cuenta de la emoción que la embargaba. Y por fin, ella le dio la información que él esperaba.

– Mis… mis padres murieron en un accidente de barco en el Caribe, cuando yo tenía diez años -le dijo. Se volvió a mirarle, intentando sonreír-. Algunas veces todo aquello me vuelve con tanta fuerza…

Se le había quebrado la voz, y de pronto sus ojos se llenaron de lágrimas.

El se acercó a ella. No podía hacer otra cosa. La tomó en sus brazos, y ella entró en ellos como si aquel hubiera su lugar desde siempre, y por espacio de un instante, se fundió contra él.

Pero antes de que él tuviera tiempo de asimilar por completo las sensaciones que recorrían su cuerpo, ella ya se había separado de él, y se reía suavemente para ocultar su embarazo.

– Lo siento -dijo secándose los ojos. Maldita sea, ¿qué diablos le pasaba? Apenas había llorado la muerte de su abuelo, y ahora esto-. Normalmente no me pasan cosas así.

No podía imaginarse de dónde había venido esa oleada de emoción. Toda su vida se había sentido un poco avergonzada de su madre, trivial y estúpida. Su abuelo le había transmitido mucho de su resentimiento contra la mujer que pensaba que había arruinado a su hijo. Durante años y años, apenas había recordado a su madre. Pero desde que había vuelto a casa, había comenzado a verse invadida por los recuerdos de su niñez, y había empezado a ver a su madre bajo una luz distinta. Sonrió a Carson con nerviosismo. De ahora en adelante, tendría que aprender a esconder mejor sus emociones.

El se mantuvo inmóvil, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. No recordaba haberse sentido nunca así. Deseaba con todas sus fuerzas ayudarla, consolarla, pero sabía que no era eso lo que ella deseaba, de modo que se mantuvo a distancia. Pero aquella sensación que le había envuelto cuando ella estaba entre sus brazos… ¿Qué era aquello? ¿Instinto de protección? Era como si lo que más deseara en el mundo fuera protegerla de cualquier peligro y aunque le fuera la vida en ello. Era extraño. Muy, muy extraño.

– De modo que -preguntó él-, ¿creció sin familia?

Ella asintió.

– Sólo tenía a mi abuelo -respondió-. ¿Y usted?

Esa era siempre una pregunta difícil para él.

– Yo… mi madre murió cuando yo nací. Y mi padre… bueno, yo crecí con unos familiares. Unos primos, ellos me recogieron.

Ella sonrió. Sus pestañas todavía estaban húmedas de lágrimas.

– De modo que también usted es un huérfano.

El no contestó. De ningún modo pensaba intentar decirle la verdad. Eso es, que su padre estaba en prisión, que siempre había estado en una cárcel o en otra, y que así había sido desde que él tenía memoria. Robo, fraude, apropiación indebida, falsificación de cheques, se le diera el nombre que se le diera, el hecho es que era un ladrón, y uno verdaderamente experto en dejarse atrapar. Pero todo esto era algo que Carson nunca le contaba a la gente.