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Sin embargo, cuando la niña se volvió hacia él y se puso en jarras, comprendió que no tenía más remedio que hacerle caso. Dejó el cepillo y puso ambas manos boca arriba.

– ¿Qué?

– Ya sabes qué -respondió Amy por signos.

Wyatt lo sabía. No quería, pero el mensaje de su hija había sido muy claro.

– No es buena idea -dijo él.

– ¿Por qué?

¿Por qué? Había cientos de razones, pero ninguna que quisiera explicarle a una niña de ocho años.

– Quiero a Claire -dijo ella, y adoptó aquella expresión terca que él temía tanto.

Por lo general, Nicole cuidaba de Amy desde que la niña salía del colegio hasta que Wyatt terminaba de trabajar. Si él estaba en la oficina, Amy iba allí, pero la mayor parte de las tardes, Wyatt estaba en alguna de sus obras, y no era sitio para una niña de ocho años.

Ahora que Nicole estaba convaleciente, el cuidado de su hija por las tardes se había convertido en un problema. Amy quería proponer su solución.

Él no quería decirle que Claire no era apta para cuidar a un niño. Amy no sabría a qué se estaba refiriendo. Tampoco podía mencionar el hecho de que él estaba intentando evitar a Claire en lo posible. Las chispas que saltaban entre ellos eran demasiado peligrosas, por no decir indeseadas.

– Me cae bien -dijo Amy-. Es simpática.

– Ella no querrá hacerse cargo de ti -respondió él, por signos-. Está muy ocupada.

Amy sonrió.

– Yo también le caigo bien.

Wyatt se vio atrapado. No podía decirle la verdad a su hija: que no confiaba en Claire y que no estaba del todo seguro de poder controlarse en su presencia. ¿Acaso no era una excusa patética?

– Hablaré con Nicole y con Claire.

La respuesta de Amy fue echarse a sus brazos. Él la abrazó con fuerza. El amor lo embargó, como siempre que estaba con su hija.

Quizá tuviera la peor suerte del mundo con las mujeres, pero en lo referente a los niños, tenía a la mejor de todos.

Claire dejó el coche en el aparcamiento de la panadería y entró decididamente por la puerta trasera del edificio.

– ¿Hola?

No obtuvo respuesta, así que se dirigió hacia la tienda. Al abrir la puerta batiente, se encontró con un caos.

Había gente por todas partes. La zona de espera estaba llena, y todos los clientes tenían cara de impaciencia.

Había demasiada gente, pensó con el estómago encogido. ¿Por qué tenían que ir todos a la vez?

Sid la vio.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó-. No damos abasto.

Antes de que ella pudiera responder, le entregó una redecilla para el pelo y un delantal, y le ordenó que se los pusiera. Después, sin más, la llevó al mostrador.

– Maggie te dirá cómo utilizar la caja registradora. Es fácil. Tecleas lo que compren y les dices el total. Después les cobras. Las tarjetas de crédito son muy fáciles. Buena suerte.

Dicho aquello se metió en el obrador y dejó allí plantada a Claire, que no sabía qué hacer.

La mujer a la que había visto el día anterior le entregó el cambio a un cliente y se acercó a ella rápidamente.

– Los precios están en esa lista de ahí -dijo, y le señaló a Claire una hoja que había junto a la caja-. Donuts, bagels, cruasanes. No te preocupes por las teclas de la cantidad. Si compran cinco, teclea cinco veces lo mismo.

Después le explicó por encima el funcionamiento de la máquina, le mostró cómo cobrar una tarjeta de crédito y le señaló el número que brillaba en la pared.

– Llama al siguiente.

¿Eso era todo? ¿Treinta segundos de capacitación y habían terminado? Claire miró a su alrededor sin saber qué hacer. Miró hacia atrás, a la pared.

– Eh… ¿número ciento sesenta y ocho?

– Aquí -dijo una mujer muy bien vestida, que se acercó al mostrador-. Quería dos docenas de bagels variados, dos docenas de magdalenas y crema de queso normal y sin grasa.

Claire se acercó a los bagels, que estaban en cestas de metal. Tomó una bolsa de papel pequeña y comenzó a echar en su interior un bagel de cada clase. Después de un par de segundos se dio cuenta de que la bolsa no era lo suficientemente grande. Tomó una más grande, pero no sabía cómo poner los bagels de la primera bolsa en la segunda.

– ¿Podría darse prisa? -pidió la mujer con impaciencia-. Llego tarde.

– Eh, claro -dijo Claire.

Sin saber qué hacer, echó los bagels de la primera bolsa en la segunda y continuó llenándola. Cuando terminó, volvió hacia la mujer, intentando no chocarse con Maggie, y le entregó la bolsa.

– Lo siento. ¿Qué más quería?

La mujer la miró como si fuera idiota.

– Queso en crema. Normal y sin grasa. Y dos docenas de magdalenas. Rápido.

Claire se dio la vuelta. No estaba segura de en qué lugar tenían la crema de queso. Maggie le puso dos paquetes en las manos.

– Gracias -murmuró Claire, y se acercó hacia las magdalenas.

Cuando hubo reunido todo, se acercó a la caja registradora. Su clienta le entregó una tarjeta de crédito.

Claire se quedó mirándola, y después miró la máquina.

– Dios santo, ¿no podría darse más prisa?

Claire sintió una opresión en el pecho, e intentó no hacerle caso.

– Lo siento. Es la primera vez que hago esto.

– Nunca lo habría imaginado.

Maggie se acercó y tomó la tarjeta de crédito.

– Yo cobraré esto. Tú atiende al próximo cliente.

Claire asintió y miró el número del letrero electrónico.

– Ciento setenta y cuatro.

Se acercaron dos adolescentes de uniforme.

– Un danés de queso con cerezas y un café mediano. Con mucha leche, por favor -dijo la primera chica.

– Claro -respondió Claire, y tomó aire dos veces, profundamente. No consiguió mitigar el dolor. La presión que tenía en el pecho se incrementó y sintió un pitido en los oídos.

Rodeó a Maggie y se puso frente a la vitrina.

– ¿Cuál? -le preguntó a la chica.

– El de queso y cerezas -respondió la adolescente, y le señaló el pastel con impaciencia-. Sí, ése.

Claire tomó una servilleta de papel y lo sacó de la vitrina. Se lo entregó a la chica y fue a buscar el café.

Había cuatro dispensadores en fila. Tomó un vaso de plástico y lo llenó casi hasta el borde. Cuando lo llevó al mostrador, la chica se quedó mirándola.

– Mediano, no pequeño, y café normal, no descafeinado. ¿Qué le ocurre?

Claire miró la taza, y después miró hacia atrás y vio que el letrero del dispensador que había usado decía que era café descafeinado.

El dolor del pecho empeoró. No podía respirar. Por mucho que inspirara, el aire no le llegaba a los pulmones. Iba a desmayarse, y después iba a morir.

– No puedo… -jadeó, y dejó el café en el mostrador-. No puedo.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó la chica-. ¿Le está dando un ataque?, ¿le está dando un ataque? ¿Puede darme mi café primero?

Claire tenía un zumbido en los oídos. Se tambaleó hacia atrás. Tuvo que apoyarse en la pared.

Maggie se acercó rápidamente a ella.

– ¿Qué te pasa?

– No puedo… respirar. Tengo un ataque… de pánico.

– Eres peor de lo que decía Nicole. Sal de aquí, vete. Estás asustando a los clientes.

Era exactamente lo que le había ocurrido en el escenario durante su última actuación, sólo que en aquella ocasión, nadie la ayudó. No le dijeron que se tumbara y tomara un poco de agua. Era como si no existiera.

Se puso de cuclillas, jadeando. Le ardían las lágrimas en los ojos. Aquello no era lo que quería, pensó con tristeza. Quería ser algo más que una loca con manos de mutante. Quería ser fuerte y capaz. Quería ser normal. Pero ¿cómo?

Se dijo que, pese a lo que estaba sintiendo, sí podía respirar. Que estaba respirando. De lo contrario, habría muerto ya. Los ataques de pánico sólo eran una sensación. En realidad no le ocurría nada.