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Claire entró rápidamente a su habitación y Nicole la siguió. Cuando llegó a la puerta, vio a su hermana arrodillada en el suelo, pasando las páginas de cientos y cientos de partituras. ¿Es que viajaba con ellas?

– ¿De qué estás hablando? -preguntó.

Claire la miró.

– Amy le dijo a su profesora del colegio que toco el piano. Ella se dio cuenta de quién soy y se lo contó a la directora. La directora me pidió que tocara para unos cuantos de los profesores. Hoy -dijo, sin dejar de mirar las páginas.

– ¿Y por qué estás tan nerviosa? -se extrañó Nicole-. A eso te dedicas.

– ¿No te lo ha contado Wyatt?

– ¿Que si no me ha contado qué?

Claire se sentó en el suelo y se tapó la cara con las manos.

– Llevo un tiempo teniendo ataques de pánico cuando toco. Comenzaron hace unos años. Una vez fingí que tenía uno para librarme de Lisa. Después perdí el control y ahora, en vez de controlar yo los ataques de pánico, me controlan ellos a mí.

– ¿Tienes ataques de pánico? ¿Como el que te dio en la panadería?

Claire asintió.

– Sí, pero peores que ése. Durante mi última actuación, me desmayé. Tuvieron que sacarme del escenario, fue horrible -dijo sacudiendo la cabeza.

– ¿Por eso quisiste venir aquí?

– ¿Qué? No. Por eso no tuve que cancelar ninguna actuación para venir.

– De acuerdo. ¿Y ahora qué va a pasar? ¿Estás yendo a terapia, o algo así?

– He estado yendo a terapia. Sé cuál es el problema, pero no sé cómo arreglarlo -dijo, cerrando los ojos con fuerza-. La música es lo que soy. Es mi vida. Me siento vacía sin poder tocar. He intentando disfrutar de este descanso, pero la verdad es que echo de menos tocar. Anoche, en vez de repasar mi cita con Wyatt, me di cuenta de que estaba recordando a Mozart. Estaba tumbada en la cama, tocando sus composiciones mentalmente.

– No es lo que yo haría -murmuró Nicole-. ¿Quieres volver a tocar?

– A todas horas del día, pero estoy aterrorizada. Peor todavía, dudo de mí misma -dijo, y se puso la mano sobre el pecho. Sentía una presión muy intensa-. No puedo respirar.

Nicole se acercó y se sentó sobre la cama.

– Claro que puedes. Inspira profundamente y concéntrate. Dentro, fuera. Dentro, fuera. Puedes respirar.

– No… -jadeó Claire-. Me parece que no…

– Eso no importa. Sí puedes respirar. Estás hablando. No estás de color azul.

– Sí. Sí. Tienes razón. Estoy bien -susurró Claire, con los ojos llenos de lágrimas, mientras intentaba convencerse a sí misma-. No, no me siento bien. ¿Qué va a pasar si no puedo hacerlo? ¿Y si no puedo volver?

– Yo te daré trabajo en la panadería. Me han dicho que cada vez se te da mejor la caja registradora.

Claire se echó a reír. Nicole se unió a ella. Se rieron y después, Claire se echó a llorar.

– Odio esto -admitió secándose las lágrimas-. Me siento tan débil y tan idiota… Quiero poder hacer lo que me gusta.

– Mira, sólo estamos hablando de un grupo de gente normal -dijo Nicole-. Las profesoras no pueden permitirse el lujo de ir a escuchar sinfonías todas las semanas. No van a distinguir si estás tocando bien o mal. Estarán muy emocionadas por poder verte. Eres la estrella de la música más grande a la que han oído en su vida.

Claire se enjugó las lágrimas.

– Tienen discos. Si lo hago mal, sí se van a dar cuenta.

– Oh. Bueno, lo que quiero decir es que vas a tocar en el piano de una escuela. No van a juzgarte.

– Probablemente, a la cara no.

– ¿Y lo demás qué importa? ¿Crees que la gente que paga por escucharte no es crítica?

– No tenía que preocuparme por eso.

– ¿Has tocado para alguien desde que viniste?

– Para Amy. Se quedó con las manos sobre el piano, sintiendo las vibraciones.

– ¿Y te sentiste bien?

– Amy es sorda.

– Ya lo sé. No has contestado a mi pregunta.

– Sí, me sentí bien.

– Entonces, que Amy se coloque a tu lado, como antes, y toca sólo para ella. Olvídate de las demás brujas.

Claire sonrió un poco.

– En realidad, son muy agradables.

– Seguramente sí, pero para el propósito de esta conversación, son brujas.

Claire asintió, intentando ser valiente. Sabiendo que la iban a masacrar emocionalmente, se puso de rodillas, se acercó a la cama y abrazó a Nicole.

– Te he echado tanto de menos -susurró, estrechándola con fuerza-. Por favor, no me odies más. No puedo soportarlo.

Nicole vaciló, pero después le devolvió el abrazo.

– No te odio -dijo, abrazando a Claire por primera vez en veinte años-. No puedo.

– Pero lo has intentado.

– Sí, es cierto. Me esforcé mucho por conseguirlo.

– Tienes que dejarlo.

– De acuerdo.

Claire se irguió.

– ¿Me lo prometes?

Nicole sonrió.

– Te lo prometo.

A Claire le costó encontrar sitio donde aparcar en la escuela aquella tarde, lo cual era un poco raro. Por la mañana había muchas plazas libres. Finalmente, dejó el coche junto a la valla y entró en el edificio, con la sensación de que iba a ocurrir un desastre de manera inminente.

Se dirigió hacia la recepción con las partituras de la pieza que había elegido en la mano, y sonrió.

– Hola. Soy Claire Keyes. ¿Podría acompañarme a la sala de música?

La recepcionista se puso en pie.

– Oh, aquí está. La gente se va a poner muy contenta. La señora Freeman me pidió que la acompañara al auditorio.

Claire tragó saliva.

– Discúlpeme. Voy a tocar en la sala de música.

La otra mujer se echó a reír.

– Ya no. Se corrió la voz, y estamos desbordados. Han venido muchos padres a escucharla tocar. Es usted muy famosa.

La mujer seguía hablando, pero Claire no oía las palabras. No oía nada salvo un zumbido.

– ¿Cuánta… cuánta gente? -susurró.

– Unas cuatrocientas personas.

Dios santo. La habitación comenzó a dar vueltas a su alrededor y el zumbido se intensificó, como la presión que sentía en el pecho. Iba a morir, allí mismo, en el colegio de Amy.

– Sé que son muchos más de lo que esperaba usted, pero ¿cómo íbamos a decirle que no a la gente? Oír a alguien de su calibre tocando en vivo…

Si el pánico no mejoraba, la oirían tocar muerta. Aquello no era posible. No podía hacerlo. No tenía por qué, no les debía nada. ¿Qué pensaban, que podían oírla tocar gratis? Ella ganaba miles de dólares en cada concierto…

Suspiró. No tenía nada que ver con el dinero, eran excusas. O hacía lo que había prometido que iba a hacer, o se escabullía.

Claire agarró las partituras contra su pecho.

– Por favor, ¿podría decirme dónde voy a tocar?

– Claro. Me llamo Molly, a propósito.

– Encantada de conocerla, Molly.

Recorrieron un largo pasillo y se detuvieron ante varios pares de puertas dobles. Claire ya oía a la gente que había dentro.

– Tengo que entrar por la puerta del escenario -dijo. Quizá el hecho de no ver al público la ayudara.

– Muy bien.

Molly la acompañó a una puerta lateral. Quizá aquel auditorio fuera más pequeño que los lugares donde ella solía tocar, pero el enredo de cables y de utilería era el mismo. El contraste entre lo que veía el público y el caos que había detrás del escenario no era muy reconfortante.

– ¿Algo más? -preguntó Molly.

Claire asintió.

– Por favor, ¿le importaría comprobar que las cortinas están cerradas, y avisar a Amy Knight para que venga conmigo al escenario?

– Ahora mismo.

Cuando se quedó sola, Claire practicó las respiraciones que le habían enseñado. Se paseó, hizo estiramientos, repasó la música. Al cabo de unos minutos, oyó unos pasos.