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– Voy a quedarme -dijo Claire-, mejor que lo sepa. Voy a quedarme, voy a ir al hospital y…

– No.

– Pero yo…

– No.

Ella lo miró.

– Es usted muy decidido.

– Protejo a los míos.

En los ojos de Claire se reflejó algo triste que él no quiso identificar.

– Muy bien. Esperaré en la casa hasta que Nicole vuelva del hospital -dijo ella por fin-. Después, mi hermana y yo resolveremos lo que está sucediendo.

– Sería mejor que volviera a Nueva York.

– Yo no me limito a lo fácil, nunca lo he hecho. Supongo que tengo una profesión arriesgada.

Él no tenía ni idea de sobre qué estaba hablando. ¿Acaso pensaba que alguien podía creerse que tocar el piano para un puñado de ricos en Europa era arriesgado?

Se encogió de hombros. No podía obligar a desaparecer a la hermana de Nicole. Siempre y cuando no intentara molestar a Nicole en el hospital, él se mantendría al margen.

– ¿Nicole volverá a casa dentro de un par de días? -preguntó Claire.

– Más o menos.

Ella sonrió.

– Parece que está empeñado en ocultarme la información, señor Knight, pero como voy a vivir en la misma casa, será difícil que Nicole no sepa que he vuelto.

– Como quiera.

La sonrisa se borró de los labios de Claire.

– No le caigo muy bien.

Él no se molestó en responder.

– Ni siquiera me conoce -continuó ella-. No es justo.

– Sé lo suficiente.

Claire se puso rígida, como si aquello hubiera sido un golpe fuerte. Egoísta y sensible, pensó él con tristeza. Vaya combinación.

Ella se dio la vuelta y salió de la panadería. Wyatt la siguió para comprobar que se subía al coche y se alejaba. Miró hacia el aparcamiento, pensando que iba a encontrarse con una limusina o un Mercedes. Sin embargo, Claire llevaba un coche de alquiler de tamaño mediano, de cuatro puertas, con el equipaje en el asiento trasero.

– Ha traído tanta ropa -dijo sin poder contenerse- que ni siquiera le cabe en el maletero.

Ella se detuvo y lo miró.

– No. Sólo he traído esas maletas.

– ¿Y qué tiene en contra del maletero? ¿Es que le da miedo romperse una uña?

– Me dedico a tocar el piano, así que no llevo las uñas largas -dijo Claire, y se irguió de nuevo, como si quisiera prepararse-. Y como ya le he dicho, vivo en Nueva York, donde no tengo coche. No sabía cómo abrir el maletero.

Wyatt entendió por qué se había preparado. Estaba esperando que él le lanzara otro ataque. Se le ocurrieron cientos de respuestas. ¿Quién no sabía abrir el maletero de un coche? Incluso su hija de ocho años sabía hacerlo.

Lo que le impidió decirle eso y más fue el hecho de que ella estuviera esperando el golpe y que, incluso sabiendo que no le caía bien, hubiera revelado un punto débil. A Wyatt no le importaba ser malicioso, pero no era un matón.

Se acercó a ella, le quitó las llaves de la mano y señaló el llavero.

– ¿Nunca había visto uno de estos? Los dibujitos le indican lo que hace cada botón.

Apretó uno y abrió el maletero.

Claire sonrió.

– ¿En serio? ¿Eso es todo? -se acercó y miró el amplio espacio-. Es enorme. Podía haber traído más maletas. ¿Hay más botones?

Ella estaba entusiasmada a un nivel que no se merecía un llavero.

– No sale mucho, ¿verdad?

Su sonrisa se hizo más amplia.

– Incluso menos de lo que usted piensa.

– Cierre de puertas, apertura de puertas, botón del pánico.

– Es genial.

Era como un niño con un juguete nuevo. Tenía que estar tomándole el pelo.

– Gracias -le dijo ella-. En serio, me sentía como una tonta en el aparcamiento de la oficina de alquiler, mirando el coche como si no supiera qué hacer -añadió, y arrugó la nariz-. Ojalá conducir hasta aquí hubiera sido tan fácil. ¿Es que la gente tiene que ir obligatoriamente tan deprisa?

Wyatt no sabía qué pensar. Por los pocos comentarios que Nicole hacía sobre su hermana, era consciente de que no debía confiar en ella. Sin embargo, aunque era tan inútil como decía Nicole, aquella mujer no era tan fría ni tan distante.

De todos modos, aquél no era su problema.

Le devolvió las llaves. Ésta las tomó y, durante un segundo, quizá dos, se tocaron. Sus dedos rozaron la palma de la mano de Claire. Nada de importancia. Excepto por la súbita llamarada.

Dios santo, pensó Wyatt; apartó la mano y se la metió rápidamente al bolsillo. No, no, ella no. Dios, cualquiera menos ella.

Claire seguía parloteando, seguramente, dándole las gracias. Él no la escuchaba. Se estaba preguntando por qué, de todas las mujeres del mundo, tenía que sentir una atracción sexual ardiente por aquélla precisamente.

La suave voz femenina del GPS condujo a Claire hacia la casa en la que había pasado los seis primeros años de su vida. Encontró un sitio para aparcar en la calle delantera y apagó el motor. Salió del coche y cerró la puerta con el llavero. Con un sentimiento tonto de orgullo por haberlo conseguido, dio la vuelta a la casa y encontró la llave en el lugar que le había indicado Jesse. Abrió la puerta trasera y entró.

Llevaba años sin pisar esa casa. Casi doce, pensó, recordando la única noche que había pasado bajo aquel techo después de la muerte de su madre. Una noche en la que Jesse la había observado como si fuera una extraña mientras Nicole la miraba con odio. Su hermana melliza no se había conformado con comunicárselo en silencio. A sus dieciséis años, no le había importado nada decirle lo que pensaba.

– Tú la has matado -le gritó-. Te la llevaste y ahora la has matado. Nunca te lo perdonaré. Te odio. Te odio.

Lisa, la representante de Claire, se la había llevado entonces. Se habían alojado en una suite del Cuatro Estaciones hasta después del funeral. Desde allí habían ido directamente a París. Primavera en París, le había dicho Lisa. La belleza de aquella ciudad la curaría.

No había sucedido así. Sólo el tiempo había podido curarle las heridas, pero las cicatrices habían quedado para siempre. Primavera en París. Siempre que oía aquella canción, se acordaba de la muerte de su madre, y de Nicole gritándole.

Claire apartó todos aquellos recuerdos de su mente y entró en la cocina. Estaba diferente; era más moderna y más grande. Parecía que Nicole había reformado la casa o, al menos, algunas partes. Continuó por las escaleras y se encontró con que varias de las habitaciones pequeñas se habían transformado en un espacio más amplio. Había un gran salón con muebles cómodos, colores cálidos y un armario contra la pared, que ocultaba una televisión de pantalla plana y otros aparatos electrónicos. El comedor estaba igual. El dormitorio pequeño que había en aquella planta se había convertido en un pequeño estudio.

La casa estaba oscura y fría. Encontró el termostato y encendió la calefacción. Encendió también algunas lámparas, pero con eso no consiguió que la casa fuera más acogedora. Quizá el problema no fuera la casa. Era ella, y los recuerdos que no se iban.

La última vez que había ido a Seattle había sido para el funeral de su padre. Había recibido una llamada de teléfono de un hombre, quizá del propio Wyatt, pensó Claire mientras se sentaba en el sofá, que la había informado de que su padre había muerto. Le había dicho la fecha, hora y lugar en que iba a celebrarse el funeral y después había colgado.

Ella se había quedado hundida. Ni siquiera sabía que estaba enfermo, nadie se lo había dicho.

Sabía lo que pensaban: que a ella no le importaba su propia familia, que no los quería. Lo que había intentado explicarles muchas veces era que ellos mismos la habían mandado fuera. Sus hermanas habían podido quedarse allí, donde se sentían seguras, donde tenían amor. Pero Nicole nunca lo había visto de ese modo, siempre había estado furiosa.

Claire acarició la tela suave del sofá. Nada de aquello le resultaba familiar. Wyatt tenía razón; aquél no era su sitio. Sin embargo, no iba a marcharse. Nicole y Jesse eran la única familia que tenía. Quizá hubieran hecho caso omiso de sus llamadas y sus cartas durante años, pero ahora ella había vuelto, y no iba a marcharse hasta que consiguiera llegar a sus hermanas. Hasta que hubieran hecho las paces.