Se puso en pie y subió las escaleras. Había tres habitaciones en el piso superior. Se detuvo en la principal. Por los colores de la decoración y los objetos que había en el vestidor, seguramente aquél era el dormitorio de Nicole. Al otro extremo del pasillo se hallaban las otras dos habitaciones y el baño compartido.
Una era la típica habitación de invitados, con una cama pequeña y colores neutros, y el otro era de color violeta, con carteles en las paredes y una mesa con un ordenador en un rincón.
Claire entró en aquella habitación y miró a su alrededor. Olía a vainilla.
– ¿Qué has hecho? -preguntó en voz alta-. Jesse, ¿por qué me has engañado? ¿Me perdonará Nicole de verdad?
Quería creer a su hermana desesperadamente, pero no podía. Wyatt había sido muy convincente demostrándole su antipatía.
La injusticia de que un extraño la juzgara así hacía que le doliera el pecho, pero se sobrepuso a aquella sensación. De algún modo, conseguiría arreglar todo aquello.
Volvió al piso de abajo y caminó hacia la puerta principal. Por el camino vio la escalera estrecha que bajaba al sótano. Sabía lo que había allí.
Todas las células de su cuerpo le pedían que no lo hiciera, que no bajara a mirar, pero ella caminó hacia la puerta, y después, lenta, lentamente, siguió descendiendo.
Las escaleras se abrían al sótano. Sin embargo, lo que antes era un espacio abierto estaba cerrado por una pared con una sola puerta. Nicole no lo había destruido, y Claire no supo qué pensar de ello. ¿Significaba que todavía había esperanza, o acaso la reforma hubiera causado demasiados problemas?
Claire titubeó con la mano sobre el pomo. ¿De verdad quería entrar?
Cuando Nicole y ella tenían tres años, sus padres las habían llevado a casa de unos amigos. Era un lugar en el que ninguna de las dos niñas había estado antes. Al principio, la visita no había tenido nada de especial; un día lluvioso de Seattle, con las dos pequeñas atrapadas dentro de una casa llena de adultos.
Uno de los invitados había intentado entretener a las niñas tocando el piano. Nicole se había aburrido y se había alejado, pero Claire se había sentado en el banco, embelesada con las teclas y el sonido que producían. Después de comer había vuelto al piano ella sola. Era demasiado baja para ver las teclas negras y blancas, pero sabía dónde estaban, y se había puesto de puntillas cuidadosamente para tocar una de las canciones.
Pese a lo pequeña que era, Claire lo recordaba todo de aquella tarde. Recordaba que su madre había ido a buscarla, y se había quedado observándola durante mucho rato. Recordaba que la había sentado en su regazo ante el piano, donde podía tocar aquella música tan bonita con más facilidad.
Nunca había podido explicar por qué sabía qué tecla producía cada sonido, cómo había empezado la música dentro de ella, borboteando, hasta que se había desbordado. Era una de aquellas cosas enigmáticas, una peculiaridad de la herencia genética.
Su madre también había sentado a Nicole en su regazo, pero ésta no había demostrado interés en el piano y cuando había puesto sus manos diminutas en el teclado, sólo había hecho ruido.
Aquel momento lo había cambiado todo. Claire había comenzado las clases dos días después. Entonces había comenzado la obra para convertir el sótano en un estudio insonorizado. Por primera vez en su vida, las mellizas no estaban haciendo lo mismo al mismo tiempo. La música, el don de Claire, se había interpuesto entre ellas.
Abrió la puerta. Vio el piano que le parecía tan perfecto y bello cuando era pequeña. Supuso que el hecho de comprarlo había sido un gran esfuerzo económico para sus padres. Claire había tocado en muchos de los pianos más famosos del mundo, pero aquél era el que más recordaba.
Lo miró. Vio que la tapa estaba cubierta de polvo. Probablemente, nadie lo había tocado en años y sería necesario afinarlo.
No tenía ganas de tocar. Tan sólo la idea de sentarse al teclado le producía ansiedad. Se obligó a respirar con calma. No tenía que tocar si no quería hacerlo. No pasaba nada. No tenía que inventarse excusas para evitar sus clases. Estaba muy lejos de aquel mundo.
El pánico se aferró a los límites de su mente. Ella lo empujó. Sin embargo, permaneció obstinadamente en su lugar, así que se retiró al piso de arriba, a terreno seguro. Cuando hubo subido las escaleras, pudo respirar con más facilidad.
Iba a desentenderse del piano, se dijo, fingiría que no estaba allí. Salvo para afinarlo. Después de una infancia de aprendizaje en él, no iba a permitir que se quedara así.
Dejó al monstruo en el sótano y se dirigió hacia el coche, a luchar con sus dos maletas. Las arrastró escaleras arriba, a la habitación de invitados, y volvió a la cocina a comer algo.
No había mucha comida en la casa. Encontró una lata de sopa y la puso a calentar. Mientras, tomó la guía telefónica y comenzó a llamar a los hospitales, hasta que le dijeron, en uno de ellos, que tenían ingresada a su hermana y le ofrecieron pasar la llamada al mostrador de enfermeras. Claire rehusó y colgó.
La buena noticia era que la operación había salido bien, porque Nicole estaba en una habitación de planta, y no en la UCI. La mala era que, según Wyatt, no sabía nada de que ella fuera a venir, y no quería verla. ¿Había recorrido todo aquel camino para nada?
Revisó el teléfono móvil por costumbre y vio que tenía dos mensajes de Lisa. Como su representante no podía tener nada que decirle que ella quisiera oír, Claire los borró sin molestarse en escucharlos.
Se tomó la sopa de pie, junto a la pila, directamente del cazo, mirando hacia el pequeño patio de la casa.
Sabía cuándo se habían estropeado las cosas con Nicole. Sabía cuál era el problema. Entonces ¿por qué no podía arreglarlo?
¿Tenía importancia? Ahora estaba allí, decidida a conseguir que Nicole y Jesse formaran parte de su vida. Dijeran lo que dijeran, hicieran lo que hicieran, no iban a librarse de ella. Iba a conseguir que la quisieran, e iba a quererlas. Eran su familia, y eso era más importante que ninguna otra cosa.
Nicole hizo lo posible por no moverse. Estaba muy dolorida. Los sedantes mitigaban el dolor, pero seguía allí, acechando, amenazando. Bendijo al inventor de las camas que se elevaban y bajaban con tan sólo apretar un botón. Se quedaría allí tumbada durante los seis u ocho años siguientes y después se encontraría bien…
Alguien entró en la habitación. Oyó pasos y se preparó para el inevitable examen y los pinchazos que seguirían. Sin embargo, sólo hubo silencio. Abrió los ojos y vio a Wyatt junto a la cama.
Se sentía fatal, y supuso que también tendría muy mal aspecto. En momentos como aquél, agradecía que sólo fueran amigos.
– Vas a tener una bonita cicatriz -dijo él.
– A los tíos les gustan las cicatrices -susurró ella, con la garganta seca-. Voy a tener que quitármelos de encima con un palo. Aunque ahora no puedo imaginarme con fuerzas para levantar un palo. ¿Podría ahuyentarlos con una pajita? Eso sí podría levantarlo.
– Yo te ayudaré.
– Qué suerte.
Él le acarició la mejilla. Después tomó una silla y se sentó.
– ¿Cómo te encuentras?
Ella sonrió.
– Es una pregunta tonta. ¿Entiendes lo que es una operación? Me han abierto y me han cortado, y creo que estoy enganchándome a los analgésicos.
– No te va a gustar la rehabilitación. Eres demasiado sarcástica.
– Y malhumorada. Que no se te olvide que soy gruñona -dijo, y señaló el vaso de plástico que había en la bandeja, junto a la cama-. ¿Puedes pasarme eso?