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Sin embargo, no le quedaba más remedio que fiarse. No podía dejar el trabajo, y tenía que cuidar de su hija.

– Estaré cerca. Vigilando.

– Juzgando. Es diferente.

Él se encogió de hombros. No le importaba si la había ofendido.

Se sacó una tarjeta del bolsillo de la camisa.

– Ahí tienes mi número de móvil. Si hay algún problema, llámame.

– No habrá ningún problema.

Wyatt le entregó la tarjeta en vez de dejarla en la encimera, y entonces se dio cuenta del error que había cometido, en cuanto sus dedos se rozaron.

La descarga fue tan intensa y tan pura que Wyatt pensó que la cocina iba a estallar. Soltó un juramento en voz baja y fulminó a Claire con la mirada, culpándola de la inesperada química que había entre ellos. Ella miró la tarjeta, y después lo miró a él.

– Qué raro ha sido -dijo.

Había una confusión genuina en su voz, y sorpresa en sus ojos, como si ella lo hubiera sentido también pero no supiera lo que significaba.

«Sí, claro», pensó él. Estaba manipulándolo. Que siguiera así, a él no le importaba. No le importaba nada cómo reaccionaba al tocarla. No iba a hacer nada respecto a aquellas sensaciones, no se dejaba controlar por sus hormonas. Era un hombre racional que pensaba con la cabeza, no cedía sin más a los impulsos.

Sin embargo, cuando ella sonrió y dijo: «Gracias por cuidar de ella», poniéndole una mano sobre el brazo, él quiso ceñirla contra su cuerpo y besarla hasta que le pidiera clemencia. La imagen fue tan poderosa que se le quedó la boca seca y se le aceleró el pulso. Humillante.

Salió de la cocina a zancadas, sin decir adiós, jurándose que mantendría las distancias con Claire. Lo que menos necesitaba en su vida era otra mujer inútil que lo volviera loco y estropeara todo lo que tocaba.

Claire miró la ropa que había dejado sobre la cama y suspiró. Parecía que hacer las maletas no era una habilidad instintiva. Había tenido mucho cuidado con todo, pero allí estaba su ropa, completamente arrugada.

En circunstancias normales, la ayudante de Lisa se llevaría aquella ropa y se la devolvería perfectamente planchada. Y si ella no estaba cerca, llamaba al servicio de lavandería del hotel. Sin embargo, aquello no era un hotel.

Observó una blusa de seda y se preguntó si podía plancharse. Con otro suspiro, se acordó de que no sabía planchar, y si quería practicar, quizá no fuera lo mejor hacerlo con una blusa de diseñador.

– ¿Soy totalmente inútil, o esto es un incidente aislado? -se preguntó en voz alta. Era mejor saber la verdad que fingir. Su objetivo era cambiar, adaptarse al mundo real.

Oyó un sonido que provenía del pasillo y, sin soltar la blusa, corrió hacia la habitación de Nicole y se la encontró saliendo del baño. Estaba doblada por la cintura, con un brazo en el estómago. Estaba pálida y tenía la boca fruncida de dolor.

– Tenías que haberme avisado -dijo Claire, mientras acudía rápidamente a su lado-. Estoy aquí para ayudarte.

– Si se te ocurre cómo puedes hacer pis por mí, soy todo oídos. De lo contrario, apártate.

Claire hizo caso omiso de aquel comentario y se acercó a la cama, donde rápidamente, apartó las mantas. Nicole no le hizo caso y muy despacio, con cuidado, se tendió. Claire intentó taparla.

– Si me tapas, te juro que te mataré. Hoy no, pero pronto, cuando menos te lo esperes.

Claire se apartó de la cama.

Cuando Nicole se hubo acomodado, cerró los ojos. Después de un segundo, volvió a abrirlos.

– ¿Es que vas a quedarte ahí?

– ¿Necesitas algo? ¿Más agua? ¿Trocitos de hielo? Te ayudarán a mantenerte hidratada sin provocarte náuseas.

– ¿Cómo lo sabes?

– He estado leyendo algunos artículos en Internet.

– Vaya, eres toda una enfermera.

Claire agarró con fuerza la blusa.

– No decían nada sobre que una operación le vuelva a uno sarcástico, así que supongo que es un rasgo únicamente tuyo.

– Lo llevo con orgullo, como si fuera una medalla al mérito -dijo Nicole, que se movió e hizo un gesto de dolor-. ¿Qué estás haciendo aquí, Claire?

– Jesse me llamó hace unos días y me dijo lo de la operación. Me advirtió que ibas a necesitar mi ayuda. También dijo que sentía que todavía estuviéramos distanciadas, y que tú querías que fuéramos una familia.

Lo dijo sin temblar, sin que su voz delatara el sufrimiento. Sin embargo, estaba allí, escondido. Porque acercarse a su hermana era lo que quería.

– ¿Y la creíste? -Nicole movió la cabeza-. ¿De verdad? Después de todo este tiempo, ¿crees que voy a cambiar de opinión sobre ti?

– Tu opinión sobre quién crees que soy -replicó Claire-. Tú no me conoces de verdad.

– Una de las bendiciones de mi existencia.

Claire hizo como si no la oía.

– Ahora estoy aquí, y es evidente que necesitas ayuda. No veo a ningún otro candidato, así que parece que estamos atrapadas.

Nicole se puso tensa.

– Podría llamar a mis amigos.

– Pero no lo vas a hacer. Odias deber favores a los demás.

– Como tú también has dicho, no me conoces de verdad.

– Pero me lo imagino.

Ella también odiaba deber favores.

– No finjas que tenemos algo en común -le espetó Nicole-. Tú no eres nadie para mí. Muy bien, si crees que puedes ayudar, ayuda. No me importa. Lo bueno es que no creo que seas capaz de hacer nada, aparte de esperar a que te sirvan, así que mis expectativas son bajas.

Aquello no era lo que había imaginado, pensó Claire con tristeza. Esperaba que podrían entenderse. Nicole y ella eran mellizas, estaban conectadas desde su nacimiento. ¿Acaso todo el tiempo que habían pasado separadas y los malentendidos habían terminado con aquel vínculo?

Ella estaba allí para averiguarlo.

– Seguro que querrás descansar -dijo-. Te dejo tranquila.

– Ojalá.

Claire hizo como si no hubiera oído el comentario y se giró hacia la puerta. Entonces se detuvo.

– ¿Tienes algún servicio de limpieza?

– ¿Para la casa? No. Limpio yo.

– No, me refería a… No importa.

Nicole miró la blusa.

– ¿Te referías a una tintorería?

Claire negó con la cabeza.

– No importa.

– Sí, claro. Deja que adivine. Una princesa del piano como tú no puede ocuparse de su ropa. Te diría cómo funciona la lavadora, pero no iba a servir de nada, ¿verdad? Demasiada seda y cachemir, seguro. Pobre, pobre Claire. Nunca has tenido unos vaqueros. Debes de llorar todas las noches hasta que te quedas dormida.

Claire hizo lo posible por evitar los dardos envenenados que le estaba lanzando su hermana.

– No voy a disculparme por mi vida. Es diferente de la tuya, pero no menos valiosa. Has cambiado, Nicole. Recuerdo que antes siempre estabas enfadada, pero no que fueras mala. ¿Cuándo te volviste así?

– Sal de aquí.

Claire asintió.

– Estaré en mi habitación si me necesitas.

– Eso no va a suceder. Prefiero morirme de hambre antes que verte.

– No, claro que no.

Sin hacer caso del ardor que sentía en los ojos, y de la sensación de pérdida que la abrumaba, Claire volvió a su cuarto, decidida a arreglar todo lo que se había estropeado.

La alarma sonó a las cuatro menos cuarto de la mañana. Claire la apagó y miró la luz roja que parpadeaba. ¿En qué estaba pensando? ¿Quién se levantaba a aquellas horas?

La gente que trabajaba en una panadería, claro. Ella era una de las hermanas Keyes. Tenía una obligación hacia el negocio familiar. Como Nicole no estaba en condiciones de supervisar las cosas y Jesse había desaparecido por razones que todavía no estaban claras, debía ocuparse de la panadería.

Se levantó y se vistió. La ropa estaba un poco menos arrugada después de haber pasado un rato en un baño lleno de vapor de agua. Se lavó la cara, se peinó y bajó las escaleras. Quince minutos después había llegado a la panadería y había aparcado en la parte trasera, junto a los demás empleados.