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Las luces ya estaban encendidas. Claire entró por la puerta trasera.

Aquel espacio era cálido y brillante, y olía a azúcar y canela. Había aparatos por todas las encimeras y las paredes. Los formidables hornos irradiaban muchísimo calor. Había freidoras gigantes y mezcladoras enormes, montones de harina y azúcar y algo que olía al chocolate más rico del mundo.

Claire se detuvo e inhaló aquellos aromas deliciosos. La noche anterior sólo había conseguido hacer algo de sopa, aunque Nicole no tenía apetito. Sin embargo, después de tres días de dieta líquida, Claire estaba hambrienta.

Un hombre de mediana edad, vestido de blanco, la vio y frunció el ceño.

– Eh, tú. Sal de aquí. No abrimos hasta las seis.

Ella le dedicó su mejor sonrisa.

– Hola. Soy Claire Keyes, la hermana de Nicole. He venido por su operación, para cuidarla.

– ¿Hermana? Ella no tiene… -el hombre frunció el ceño-. ¿Eres la que toca el piano? ¿La altanera?

– Sí, toco el piano -dijo Claire, preguntándose qué había estado diciendo Nicole a la gente sobre ella-, pero no soy altanera. Nicole, eh… me ha pedido que viniera a ayudar, porque todavía no puede levantarse.

– No te creo. Tú no le caes bien.

Algo que parecía que había compartido con todo el mundo. Claire se había sentido culpable por sentir, pero ya no. Encontraría la manera de encajar, y la panadería era el lugar más obvio por donde podía empezar.

– Hemos llegado a un acuerdo -dijo, con una sonrisa forzada-. Debe de haber algo en lo que pueda ayudar. Soy su hermana. Llevo el oficio en la sangre.

O debería. Nunca había puesto a prueba la teoría haciendo un bizcocho.

– Mira, no sé lo que está pasando, pero no me gusta. Tienes que marcharte.

El hombre se alejó, pero Claire lo siguió.

– Puedo ayudar. Soy muy buena trabajadora, y se me da muy bien trabajar con las manos. Tiene que haber algo que pueda hacer. No estoy pidiendo que me dejen hacer la famosa tarta de chocolate Keyes, ni nada por el estilo.

El hombre se volvió hacia ella.

– Apártate de la tarta de chocolate, ¿entendido? Eso sólo lo hacemos Nicole y yo. Llevo quince años aquí y sé lo que hago. Y ahora, lárgate.

– Eh, Sid. Ven un segundo.

La voz procedía de detrás de una pared de hornos. Sid la miró con mala cara y después se fue corriendo en la dirección desde la que lo habían llamado. Claire aprovechó la oportunidad para explorar una panadería de verdad. Sonrió a una mujer que estaba inyectando una masa de aspecto delicioso en moldes de bizcocho. El olor era tan bueno que comenzó a rugirle el estómago. Dio un paso hacia la máquina y se chocó con un hombre que llevaba algo.

Mientras los dos intentaban mantener el equilibrio, la bolsa que llevaba él saltó por el aire. Instintivamente, Claire intentó agarrarla. Sin embargo, no lo consiguió, sino que la lanzó hacia un lado y esparció todo el contenido sobre ellos, en el suelo y en los donuts ya azucarados que avanzaban por la cinta transportadora. Giró y giró antes de aterrizar, abierta, en un gigantesco tanque de masa.

– ¿Qué demonios has hecho? -preguntó el hombre, y comenzó a soltar juramentos en un idioma que ella no reconocía.

Sid se acercó corriendo.

– ¡Tú! ¿Todavía estás aquí?

La mujer que estaba a cargo de los donuts detuvo la cinta y se puso a inspeccionarlos.

– Sal -murmuró-. Está por todas partes. Todo esto se ha echado a perder.

Claire tuvo ganas de que se la tragara la tierra.

– Lo siento -dijo-. Nos tropezamos y…

– Se supone que no tenías que estar aquí -gritó Sid-, ¿no te dije que te fueras? No me hiciste caso. Dios, no me extraña que Nicole hable de ti como habla -añadió. Después se inclinó hacia el tanque de la masa y dijo una palabrota-. Sal -gritó otra vez-. Hay una bolsa de tres kilos de sal en la masa del pan francés, nadie va a querer eso. Era toda la hornada del día. Del día.

Oh, no.

– ¿Y no se puede hacer un poco más? -preguntó Claire con un hilo de voz. Se sentía muy mal.

– ¿Entiendes algo de hacer pan desde cero? Claro que no. Sal de aquí. Vete. No podemos permitirnos más desastres esta mañana.

Claire quería decir algo para arreglarlo, pero ¿de qué serviría? Los cuatro la estaban mirando como si fuera la criatura más repugnante que conocían. No les importaba que sólo quisiera ayudar, que no tuviera intención de tropezarse con el otro empleado, que sólo hubiera sido un accidente.

Sin saber qué hacer, se dio la vuelta y se marchó.

Eran más de las cinco cuando llegó de nuevo a la casa. Comprobó que Nicole estaba bien; su hermana seguía durmiendo. Después, bajó a la cocina e hizo café. La primera cafetera olía raro, y sabía peor. Tiró el café y comenzó de nuevo.

La segunda cafetera era aceptable. Se sirvió una taza y se la tomó sentada a la mesa de la cocina.

¿Cómo podía haber empezado tan mal el día? ¿Cómo era posible que hubiera formado aquel lío sin proponérselo? No era justo. Ella no era una mala persona. Sí, tenía una vida extraña con la que la mayoría de la gente no se identificaba, pero eso no cambiaba su forma de ser.

Sin embargo, parecía que existir fuera de su jaula dorada iba a ser más difícil de lo que había pensado.

– No voy a rendirme -dijo en voz alta-. Voy a resolver esto.

No le quedaba más remedio. Si no podía tocar más el piano, necesitaría tener una vida sin música. Sin música. Con sólo pensarlo, se ponía triste. La música lo era todo para ella. Era su razón de vivir.

– Encontraré otra razón -se dijo-. Tengo facetas sin explorar.

Al menos, eso esperaba.

Un poco después de las seis, se puso a buscar la tostadora. Había bastante pan en el congelador. Quemó las tres primeras rebanadas, y seguía intentándolo cuando vio a Wyatt entrar en la cocina. Wyatt, que la odiaba tanto como Nicole. Wyatt, que le había producido un cosquilleo el día anterior.

Sin embargo, antes de poder preguntarse qué significaba aquello, vio a una niña muy guapa que llegaba tras él.

Wyatt depositó varias bolsas del supermercado sobre la mesa.

– Huele mal.

– Se me han quemado varias tostadas -dijo Claire, que no podía apartar la vista de la niña-. ¿Es tu hija? -preguntó. ¿Wyatt tenía una hija? Lo cual significaba que tenía una esposa.

– Es Amy -dijo, moviendo las manos mientras hablaba para apartar el olor a quemado-. Amy, te presento a Claire -añadió, moviendo los dedos-. Amy es sorda.

– Oh -dijo Claire, y se dio cuenta de que la niña llevaba aparato auditivo en ambos oídos.

No conocía a ninguna persona sorda. Sin sonidos. ¿Cómo sería eso? ¿Cómo sería no poder oír nunca un concierto de Mozart, ni una sinfonía? Sin melodía, sin ritmo. Todo su cuerpo se contrajo al pensarlo.

– Qué horrible.

Wyatt la atravesó con la mirada.

– Nosotros no pensamos eso, pero gracias por compartir tu entendida y sensible opinión. Cuando ves una persona con una sola pierna caminando por la calle, ¿le das una patada?

Ella se ruborizó y miró a la niña.

– No. Lo siento. No quería decir eso. Estaba pensando en la música y en cómo… -no había forma de arreglarlo, pensó, presa de la culpabilidad-. No quería decir nada malo.

– La gente como tú nunca quiere.

Él no lo entendería, porque no quería entenderlo. Pensaba lo peor de ella, y parecía que ella no hacía otra cosa que demostrarle que tenía razón.

Wyatt comenzó a sacar cosas de las bolsas. Claire pensó en ofrecerle ayuda, pero sabía que él iba a rechazarla. Así pues, se retiró al salón, preguntándose si no debería contratar a una enfermera para que cuidara de Nicole y volver a Nueva York. Al menos, allí sí encajaba.