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– Bueno, ¿estás preparado? -preguntó a Gabe mientras tomaba su bolso. Después le tendió los brazos a su hijo.

Gabe se lanzó hacia su madre, cariñoso, confiado, como si ella nunca fuera a hacerle daño, nunca fuera a fallarle. Porque ella nunca lo haría, fueran cuales fueran las circunstancias. Al menos, eso lo había entendido bien.

Jesse miró la dirección de la hoja de papel y después observó el sistema de navegación portátil que le había prestado Bill. Coincidían.

– Parece que alguien ha subido de nivel -murmuró al ver la larga calle de entrada que conducía a una casa frente al lago, en la parte más exclusiva de Kirkland.

Había una puerta de seguridad en el acceso a la finca, pero estaba abierta, así que Jesse la atravesó y recorrió el camino hasta la entrada de la casa, donde aparcó detrás de un BMW descapotable. Al salir de su coche, intentó no pensar en lo destartalado que parecía su Subaru de diez años en comparación. Sin embargo, su coche era fiable y servía para conducir en la nieve de Spokane.

Tomó el bolso y salió del vehículo. Se acercó a la puerta de la casa y, antes de llamar, tuvo que tragar saliva y respirar profundamente. Después, tocó el timbre y esperó. A los pocos minutos abrió alguien, y Jesse se preparó para ver a Matt de nuevo, pero se encontró frente a una pelirroja alta y esbelta con un camisón muy corto y muy sexy, y que no llevaba nada más, aparentemente.

La mujer tendría unos veinte años y era más que guapa. Tenía los ojos verdes, grandes, con unas pestañas increíbles. Su piel era blanca, sus pechos señalaban hacia el techo y sus labios formaban un mohín perfecto.

– Maaaatt -llamó quejumbrosamente-. Ya es bastante que me digas una y otra vez que no tengo exclusividad, eso lo acepto. No me gusta, pero lo acepto. Ahora bien, que aparezca otra durante mi cita… Eso no es justo.

– No he venido por ninguna cita -dijo Jesse rápidamente.

La pelirroja frunció el ceño.

– ¡Maatt!

La puerta se abrió más e, instintivamente, Jesse dio un paso atrás. Ni siquiera a un metro de distancia el impacto de verlo de nuevo iba a ser menor.

Era tan alto como recordaba, pero se había hecho más corpulento, más fuerte. Llevaba una camisa de manga corta por encima de unos vaqueros desgastados, abierta por el pecho. Jesse vio sus músculos y el vello oscuro de su pecho.

Después lo miró a la cara, a los ojos, que eran tan parecidos a los de su hijo. Al verlo, su cuerpo reaccionó de tal manera que comprendió que, a pesar del tiempo transcurrido, seguía echándolo de menos. Nunca podría olvidarlo, Gabe siempre se lo recordaría.

Matt había cambiado. Irradiaba poder y seguridad. Era el tipo de hombre que hacía que una mujer se preguntara quién era y cómo podía estar con él.

– Jesse.

Él dijo su nombre con calma, como si no le hubiera sorprendido verla, como si se hubieran visto la semana anterior.

– Hola, Matt.

La pelirroja se puso las manos en las caderas.

– Vete. ¡Arre!

¿«Arre»? Jesse sonrió. ¿Eso era lo mejor que se le ocurría a aquella chica?

– Espérame en la cocina, Electra -dijo Matt, sin apartar la vista de Jesse-. No voy a tardar.

La pelirroja se marchó de mala gana. Matt esperó a que desapareciera para hacerse a un lado.

– Pasa.

Jesse entró en la casa.

Tuvo una breve impresión de espacio, de mucha madera y de vistas increíbles del lago y del horizonte de Seattle en la distancia. Después se volvió hacia Matt y tomó aire.

– Siento haber venido sin avisar. Te he llamado varias veces.

– ¿De veras?

– ¿No te dieron mis mensajes? -preguntó ella, sabiendo que sí se los habían dado.

– ¿Qué quieres, Jesse? Ha pasado mucho tiempo. ¿Para qué has venido?

De repente, ella se sintió nerviosa y torpe. Había miles de cosas que podía decir, pero no le parecía que ninguna tuviera importancia.

Abrió el bolso, sacó unas fotografías y se las entregó a Matt.

– Hace cinco años te dije que estaba embarazada, y que tú eras el padre del niño. No me creíste, aunque te dije que podíamos hacer una prueba de ADN para comprobarlo. Ahora el niño tiene cuatro años y no deja de preguntar por ti. Quiere conocerte. Espero que haya pasado suficiente tiempo como para que tú también quieras.

Quería seguir hablando, explicándose, defendiéndose. Sin embargo, apretó los labios y se quedó en silencio.

Matt tomó las fotografías y las miró. Al principio no vio mucho más que a un niño pequeño. Un niño que se reía y que sonreía a la cámara. Las palabras de Jesse no significaban nada para él. ¿Un hijo? Él sabía que estaba embarazada. ¿Su hijo? No era posible. Se había negado a creerlo antes, y todavía no podía hacerlo. Jesse había vuelto porque él había tenido éxito y ella quería un pedazo de la tarta. Nada más.

Casi contra su voluntad, miró las fotografías una segunda vez, y después una tercera, y se dio cuenta de que el niño le resultaba familiar. Sus ojos tenían algo que…

Entonces vio el parecido. La curva de su barbilla era la misma que él veía en el espejo todas las mañanas, al afeitarse. La forma de los ojos. Reconoció partes de sí mismo, matices de su propia madre.

– ¿Qué es esto? -rugió.

¿Su hijo? ¿Su hijo?

– Se llama Gabe -dijo Jesse suavemente-. Gabriel. Tiene cuatro años y es un niño muy bueno. Es listo y divertido, y tiene muchos amigos. Se le dan muy bien las matemáticas, cosa que seguramente ha heredado de ti.

Matt no podía concentrarse en las palabras. Las oía, pero no tenían sentido. Sólo podía sentir ira, furia. ¿Ella había tenido un hijo suyo y no se había molestado en decirle nada?

– ¡Deberías habérmelo dicho! -exclamó, con la voz alterada por la rabia.

– Te lo dije, pero tú no me creíste. ¿No te acuerdas? Tus palabras exactas fueron que no te importaba que estuviera embarazada de un hijo tuyo. Que no querías tener un hijo conmigo -dijo Jesse. Después se irguió de hombros-. Quiere conocerte. Matt. Quiere conocer a su padre. Por eso he venido, porque es muy importante para él.

No era importante para ella. Jesse no tenía que decirlo. Él ya lo sabía.

Matt le tendió las fotos, pero ella negó con la cabeza.

– Quédatelas. Sé que esto es difícil de asimilar. Tenemos que hablar, y tú tienes que conocer a Gabe. Suponiendo que quieras hacerlo.

Él asintió, porque estaba demasiado encolerizado como para hablar.

– Mi número de móvil está en el reverso de la primera fotografía. Llámame cuando quieras y pensaremos en algo -dijo Jesse, y titubeó-. Siento todo esto. Quería hablar contigo antes de venir, pero no lo conseguí. No quería ocultártelo. Es sólo que tú me dejaste muy claro que no te importaba.

Después se dio la vuelta. Matt observó cómo se marchaba. Cerró la puerta y se encaminó a su despacho.

Electra apareció en el pasillo.

– ¿Quién era? ¿Qué quería? No estarás saliendo con ella, ¿verdad. Matt? No parecía tu tipo.

Él no le hizo caso y se encerró en el despacho. Después se sentó en su escritorio, extendió las fotos en él y las estudió una por una.

Electra siguió llamando, pero no abrió. Oyó que ella decía algo de marcharse, pero no se molestó en responder.

Tenía un hijo. Un hijo de más de cuatro años, del que nunca había sabido nada. En realidad, Jesse había intentado decirle que el niño era suyo antes de marcharse de Seattle, pero ella sabía que no la había creído, después de lo que había ocurrido. Había hecho todo aquello a propósito.

Tomó el auricular del teléfono y marcó un número de memoria.

– Heath, soy Matt. ¿Tienes un minuto?

– Por supuesto. Vamos a salir en el barco, pero tengo tiempo. ¿Qué ocurre?