Paula miró a Jesse.
– Prepárate.
Jesse asintió. No podía hacer otra cosa que escuchar y rezar para que la crítica fuera buena.
– «Seattle, tenemos un nuevo nirvana. Olvidad las mezclas de chocolate y moca, los cafés con leche con nata y todas las demás formas de placer decadente de vuestra vida. Abandonad vuestras tareas y encaminad vuestros pasos directamente a la Pastelería Keyes. Pedid todos los brownies que podáis comprar, y después entregaos a un lujo de chocolate delicioso, rico, increíble, que os proporcionará una energía diferente a cualquier cosa que hayáis podido experimentar en esta vida».
Paula continuó leyendo, pero Jesse no oía nada. No tenía que hacerlo. Los brownies eran un éxito, lo había conseguido. Se echó a reír: aquél iba a ser un buen día.
Jesse apareció para su turno de las diez de la mañana. Todo el edificio estaba inmerso en el caos. El aparcamiento estaba abarrotado, había docenas de personas formando cola, y cuando Jesse dio cinco pasos hacia el interior de la pastelería, se encontró con una Nicole nada contenta.
– ¿Lo sabías? -le preguntó su hermana-. ¿Sabías lo de la crítica?
– La leí en el periódico esta mañana.
Nicole no parecía muy convencida.
– No tenemos suficientes. Vamos a quedarnos sin existencias en menos de una hora. ¿Qué le voy a decir a la gente?
Jesse la miró fijamente.
– No lo sé. Si lo hubiera sabido, te lo habría dicho. ¿No crees que preferiría que estuviéramos preparadas para esta avalancha? Como mínimo, habría querido restregártelo por las narices.
Eso debió de convencer a su hermana.
– Esto es un desastre -murmuró Nicole-. Están comprando de media docena en media docena. Los hacemos todo lo rápidamente que podemos, pero la capacidad de producción del obrador es limitada. No se suponía que iba a ser así.
Jesse pasó por alto lo que implicaban aquellas palabras: que sus brownies no podían tener éxito. En aquel momento, tenían un problema más importante.
– ¿Hay pedidos telefónicos?
– Unos pocos.
Jesse supuso que habría muchos.
– Esto va a empeorar. ¿Y si alquilamos una cocina de forma temporal? Con un par de hornos comerciales valdría. Eso tendría un coste muy bajo.
– Me parece una solución casi permanente para un problema pasajero.
Jesse no creía que fuera pasajero, pero decidió no comentarlo.
– Podríamos vender los excedentes por Internet.
Su hermana rugió.
– ¿Es que no vas a dejar eso de una vez?
– No. Es una idea muy buena, dinero fácil. Tengo la página de Internet preparada. Lo único que hace falta es encontrarle un hospedaje y estaremos en la Red.
– ¿Otra de tus clases de la universidad?
– Sí -dijo Jesse-. He investigado sobre cuáles son los mejores embalajes y el mejor material de envío. En dos días podríamos estar funcionando.
– No -dijo Nicole.
– ¿Es que no puedes demostrar ni una pizca de entusiasmo por lo que está pasando? -preguntó Jesse, con una sensación de amargura y derrota-. No estás contenta porque la receta es mía.
– Soy precavida porque tengo una responsabilidad hacia este negocio, y hacia mis empleados. No puedo malgastar los recursos porque tú creas que es una buena idea. Estamos hablando de mucho dinero. Yo tengo que pagar las nóminas de la gente que depende de mí. No puedo permitirme cometer un error.
Jesse señaló hacia el aparcamiento.
– No es un error.
– Hoy no, pero ¿cuánto va a durar? ¿Una semana, un mes? ¿Contratamos a más gente para este momento y después los despedimos si no funciona? No voy a jugar con la vida de la gente por capricho. Tengo preocupaciones más importantes que tus brownies, Jesse, siento que te moleste. Si quieres aprender más sobre el negocio, encantada; te daré la oportunidad de hacerlo. Pero en una pastelería hay mucho más que el sabor del mes. Yo debo tenerlo en mente.
Jesse no sabía qué decir. Por suerte, vio que Sid se acercaba a ellas. No supo descifrar su expresión.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Nicole.
– Nada. Línea dos. Tienes que contestar a esa llamada.
Nicole se acercó al teléfono, apretó un botón y descolgó.
– Nicole Keyes, ¿dígame? -habló con cautela. Escuchó durante unos treinta segundos, y después le pidió a su interlocutor que esperara un segundo. Se volvió hacia Jesse-. Es para ti -dijo, y le entregó el auricular con malos modos. Después se alejó.
Jesse se quedó mirándola sin entender nada. ¿Qué demonios…?
– ¿Diga?
La mujer que estaba al otro lado de la línea suspiró.
– ¿Con quién hablo ahora?
– Con Jesse Keyes.
– ¿De veras? Estupendo. Por fin. No ha sido fácil dar contigo. Soy Margo Walkin, la productora de Buenos días, América. Estoy en Nueva York, pero antes vivía en Seattle. Es mi cumpleaños, y mi madre me ha enviado unos brownies de su pastelería de regalo. Oh, Dios mío. Son increíbles. Me dijo que están tomando mucha fama, así que pensé que podía hacer un segmento del programa sobre ellos. O sobre ti. Sé que hay una buena historia en esto. Me gustaría tener una entrevista telefónica contigo para que podamos hablar, y después enviaría a un equipo allí, para hacer la filmación. ¿Qué te parece?
Jesse miró a la multitud de coches que había en el aparcamiento, pensó en la crítica del periódico y se echó a reír.
– ¡Me parece que va a ser un día estupendo!
– ¿Yo le caigo bien a mi papá? -preguntó Gabe.
– Por supuesto que sí -dijo Jesse-. Le caes muy bien. Lo que pasa es que no tiene experiencia con los niños, y no sabe qué decir. Por eso tiene miedo de decir algo equivocado. A los adultos, eso no les gusta nada, así que, para no cometer un error, no dice nada.
– Pero no pasa nada por cometer un error, si luego te disculpas, ¿no?
Ella se rió.
– Es cierto. Se lo recordaré a tu papá.
– Muy bien. Porque yo quiero que sea mi papá.
– Yo también -dijo ella.
Después, salió del coche y sacó también a Gabe, y recogió los juegos de mesa que habían elegido para pasar la tarde en casa de Matt.
Había sido una sugerencia de Jesse. Estaba nerviosa por su encuentro en la oficina, pero su objetivo más importante era conseguir que Gabe y su padre forjaran lazos. Le parecía una tontería evitar a Matt por lo fácilmente que él conseguía que le ardiera el cuerpo. Eso era problema suyo, no de él, y tenía que enfrentarse al problema como una adulta.
Caminaron hasta la enorme entrada de la casa de Matt. La puerta se abrió antes de que ella pudiera tocar el timbre. Él apareció en el umbral, muy alto y atractivo, vestido con vaqueros y una camiseta. Relajado.
– Hola -dijo ella con nerviosismo.
– Hola -respondió Matt, y miró hacia abajo-. Hola, Gabe.
– Hola -respondió el niño en voz baja.
– ¿Quieres pasar?
Gabe miró a su madre. Después asintió y entró en la casa. Jesse lo siguió.
El vestíbulo era tan grande como toda su casita de alquiler en Spokane, pensó Jesse, observando la pared que había frente a ellos. Tenía doble altura, y por ella se deslizaba una cortina de agua.
Gabe lo observó con los ojos muy abiertos.
– Está lloviendo por dentro -susurró-. Mira, mamá, está lloviendo por dentro.
– Ya lo veo. Es genial, ¿verdad?
Matt se acercó a una pared lateral y presionó un interruptor. Inmediatamente, el agua cayó al estanque que había debajo. Después hubo silencio.
La expresión de Gabe se volvió de reverencia.