Выбрать главу

– ¿Puedes hacer eso?

Matt sonrió.

– Y tú también. Vamos, te lo voy a enseñar.

El interruptor estaba un poco alto. Jesse comenzó a moverse hacia ellos, pero Matt se agachó, agarró a Gabe por la cintura y lo subió para que alcanzara. El niño apretó el interruptor y el agua comenzó a caer otra vez.

Gabe se echó a reír.

– Mamá, ¿podemos tener uno de estos?

– Hasta dentro de una temporada no -dijo ella.

Matt dejó en el suelo a Gabe.

– A mí me apetece jugar a algo. ¿Y a ti?

Gabe asintió.

– Por aquí.

Matt los guió a través de una cocina enorme, hasta una sala de estar abierta. El techo tenía dos alturas, y había un paño completamente de cristal, que ofrecía una vista perfecta del lago Washington. La chimenea era muy grande, y frente a ella había dispuestos cuatro sofás.

Matt se dirigió a uno de ellos, pero Gabe se sentó en el suelo, sobre una suave alfombra que había frente a la chimenea. Jesse sonrió a Matt.

– Nosotros jugamos en el suelo.

Aunque se quedó algo desconcertado, Matt se sentó junto a ellos. Entonces Jesse sacó los dos juegos que había llevado.

– El juego de la oca o Candyland. Dos clásicos inmortales -dijo, y miró a su hijo con una sonrisa-. Vamos a empezar por el más fácil. Es nuevo en esto.

Gabe se rió y eligió la oca.

Jesse preparó el juego.

– ¿Tengo que explicar las reglas? -le preguntó a Matt.

– No, las iré entendiendo a medida que juguemos -respondió él con una mirada de diversión.

Gabe tomó el dado.

– Toma. Tú eres el primero.

– Muy amable -le susurró Jesse.

– Es novato -susurró Gabe.

– Os oigo a los dos -refunfuñó Matt, y tiró el dado.

Cinco minutos después, Gabe se rió, cuando tanto Jesse como Matt cayeron en la cárcel y él siguió avanzando y avanzando de oca en oca.

– Va a ganar -advirtió Jesse a Matt.

– Ya lo veo. Es porque tiene más práctica.

– Quizá. O porque se le da muy bien el juego.

Matt tiró el dado y gruñó al ver que le había tocado otra mala casilla.

Jesse pensó que se lo estaba tomando con mucho sentido del humor. Se sentía contenta por cómo estaban saliendo las cosas. Había mucha menos tensión, y aunque Matt no hablaba demasiado con Gabe, parecía que estaban cómodos el uno con el otro.

Cuando Gabe se acercó al gran ventanal a mirar el lago, ella se giró hacia Matt.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.

– Bien.

– ¿Te da menos miedo, o es que estás fingiendo mejor?

– He leído cosas sobre los niños de su edad en Internet. Cómo son y en qué punto del desarrollo están.

¿Significaba eso que había empezado a ver a Gabe como a una persona, como a su hijo? ¿Era demasiado pronto para eso? Antes de que pudiera encontrar la manera de obtener respuestas, su hijo de acercó y se lanzó sobre ella.

– Te quiero, mamá -le dijo mientras aterrizaba en su estómago.

Ella rodó con él, y Gabe terminó boca arriba.

– Yo también te quiero -le aseguró ella mientras le hacía cosquillas en el costado.

Él se encogió de la risa y Jesse también se estaba riendo, y después se abrazaron. Ella lo estrechó e inhaló con fuerza el olor del niño.

Su corazón creía y crecía. Tenía que hacerse cada vez más grande para albergar todo el amor que sentía por Gabe.

Se volvió y vio que Matt se había sentado. Estaba un poco apartado de ellos, con un aire ligeramente tenso y fuera de lugar. En sus ojos se reflejaba una emoción que ella no sabía reconocer. ¿Culpa? ¿Preocupación? Entonces él pestañeó y todo desapareció de su mirada.

Sin previo aviso, Gabe se lanzó hacia el pie de Matt y le hizo cosquillas. Matt se retiró tan rápidamente que estuvo a punto de caerse. Gabe se quedó boquiabierto.

– ¡Mamá, tiene cosquillas!

Parecía que la noticia era tan emocionante como el hecho de que lloviera dentro de la casa. ¿Un adulto que tenía cosquillas? ¿Era posible?

Gabe se lanzó nuevamente hacia él, y Matt extendió el brazo mientras continuaba retirándose.

– Espera, espera. No es buena idea, Gabe. Hacerle cosquillas a alguien puede ser peligroso.

Sin embargo, su hijo no escuchaba, y Jesse no sabía si debía intervenir o no. Cuando Gabe consiguió agarrar los pies de Matt, éste se puso en pie.

– ¿Quién quiere un brownie? -preguntó-. He pasado por la pastelería a comprar algunos.

Jesse se puso en pie y tomó en brazos a Gabe. Todos entraron en la cocina.

– He traído de dos clases -iba diciendo Matt mientras abría una caja de la pastelería Keyes-, Gabe, ¿quieres un vaso de leche con el tuyo?

– Sí, por favor.

– ¿Jesse?

Se estaba comportando de un modo muy relajado, como si no hubiera pasado nada, pensó ella. Como si no hubiera salido corriendo como un cobarde. Jesse hizo un cloqueo.

Él la miró.

– ¿Estás bien?

Ella volvió a cloquear.

– Gallina.

Él entrecerró los ojos.

– No soy un gallina. Es que tengo buenos reflejos. No quiero arriesgarme a hacerle daño a Gabe dándole una patada sin querer.

– Mmm… Tienes cosquillas y no querías que él te tocara el pie.

– Es una cuestión de reflejos.

Ella cloqueó.

Sin avisar. Matt la tomó del brazo, la acercó a él y la miró fijamente a la cara. Su boca quedó a centímetros de la de ella. Allá donde sus cuerpos se tocaban, la pasión ardía.

– Repítelo si te atreves -dijo él en voz baja.

– ¿Me estás desafiando? -preguntó Jesse con el aliento entrecortado.

– Por supuesto.

– ¿Puedo comerme el brownie ya? -preguntó Gabe, tirándole de la camisa a Jesse.

Ella volvió a la realidad. Se apartó de Matt, que la soltó rápidamente.

– Claro, cariño. Sin nueces, ¿verdad?

– Sí.

Se quedaron en la cocina mientras instalaban a Gabe en la mesa con su merienda, actuando como si no hubiera ocurrido nada, aunque Jesse era desesperadamente consciente de todos los movimientos de Matt.

El cuerpo le dolía de deseo. Quería…

Sonó su teléfono móvil.

Ella tomó el bolso, sacó el teléfono y respondió la llamada.

– ¿Diga?

– ¿Jesse? Soy Claire. Tienes que venir inmediatamente -dijo su hermana en un tono frenético.

– ¿Qué ocurre?

– Hay un incendio… Oh, Dios…

Jesse oía ruidos de trasfondo. Ruidos fuertes, chasquidos y gritos.

– ¿Qué quieres decir? ¿Dónde?

– Hay un incendio horrible. La pastelería se está quemando.

Capítulo Doce

Jesse estaba junto a sus hermanas frente a las ruinas humeantes de lo que una vez fue la Pastelería Keyes. La mayoría de las llamas ya estaban apagadas, pero el olor a humo impregnaba el aire.

No se había salvado nada. Cuando ella había llegado, las llamas se alzaban con fuerza hacia el cielo, y el calor los mantenía a todos alejados del edificio. Ahora que todo había pasado, sólo quedaban ascuas y cenizas.

– No puedo creerme que haya desaparecido -susurró Nicole, tan aturdida como Jesse-. Así, sin más.

Claire estaba entre ellas, y tenía a sus hermanas tomadas del brazo.

– No ha habido daños personales -les dijo-. Eso es lo más importante. Lo demás puede sustituirse.

Jesse no se molestó en contener las lágrimas.

– Ya no va a salir en Buenos días, América. No queda mucha historia que contar.

«Pequeño negocio destruido por el fuego». ¿A quién le importaba eso?

– No es el fin del mundo -dijo Nicole-. Tenemos el seguro, lo reconstruiremos. Lo único malo es que tardaremos un poco.

Jesse no dijo nada. ¿De qué iba a servir? Ella había vuelto a Seattle a demostrar algo, y se había concedido seis meses para hacerlo: que podía formar parte del negocio y contribuir. Con la pastelería cerrada, eso era imposible.