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En esa ocasión fue ella la que se incorporó.

– Matt, no tienes por qué comprar un coche para sacar a pasear a Gabe. Eso es una locura.

– ¿Por qué? Es mi hijo. Voy a verlo más. Necesitaré un coche más seguro. Voy a comprar uno esta misma semana.

Claro. Para él, comprar un coche nuevo era como para ella comprar unos chicles.

Volvió a tumbarse en la cama y suspiró. Todo era distinto. Podía parecer que era igual, pero sólo se trataba de una ilusión. Todos habían cambiado, y fingir lo contrario no alteraba la realidad.

– ¿Jesse?

– ¿Mmm?

Matt la besó. Le dio un beso lento, que le recordó cómo habían sido las cosas. Un beso que hizo que recuperara la esperanza.

– Duerme un poco -aconsejó él-. Te despertaré dentro de un par de horas.

Después se marchó y la dejó sola en aquella gran cama.

Capítulo Trece

– Comprobad que los hornos funcionan bien -dijo Jesse el lunes por la mañana al entrar, con un montón de cajas, en la parte trasera de la cocina que habían alquilado.

Era más pequeña que el obrador de la pastelería, pero sólo la iban a usar temporalmente. Un restaurante había cerrado, y el dueño se la alquilaba hasta que encontrara nuevo inquilino. Por el momento, era suficiente.

Sid abrió la puerta del horno superior y comprobó la temperatura.

– Va bien -dijo-. Doscientos grados.

– Estupendo.

Lo más importante era que los hornos funcionaran correctamente.

– ¿Dónde quieres que ponga esto? -preguntó Jasper, refiriéndose a dos ordenadores portátiles.

– Fuera, en el mostrador -le indicó Jesse-. Recibiremos allí los pedidos y haremos el embalaje en el restaurante. ¿Funcionan los teléfonos?

Jasper descolgó uno de ellos.

– ¡Tenemos línea! -gritó.

– La compañía de teléfonos dijo que comenzarían a pasarnos llamadas a partir de las nueve -dijo Jesse, y miró el reloj. Eran las ocho y media-. Llama al número antiguo y comprueba que siguen derivándonos las llamadas.

Jasper obedeció.

Jesse se movió por la cocina, estimulada por el trabajo y las posibilidades. Cuando el resto del género estuviera inventariado, podrían empezar a cocinar. Los brownies saldrían aquel mismo día, y a la mañana siguiente, alguien los estaría probando al otro lado del país, y su vida cambiaría para siempre. Por lo menos, ése era el plan.

– Caos controlado -dijo Nicole mientras se inclinaba sobre la encimera y miraba a su alrededor.

Jesse asintió.

– Nos han llegado los pedidos esta mañana -informó a su hermana-. He hecho una comprobación preliminar y parece que lo han enviado todo. ¿Has visto los embalajes para los envíos? Vendrán a hacer la primera recogida esta tarde.

Nicole frunció el ceño.

– ¿De qué estás hablando? ¿Qué recogida?

– La de los pedidos que nos han hecho a nosotros.

– ¿Cómo es posible que tengamos pedidos?

Jesse no entendió la pregunta.

– Te dije que la página web comenzó a funcionar ayer.

– Lo sé, pero ¿ya hay pedidos? ¿Es posible?

Jesse se echó a reír.

– Pues claro. Ven y te lo enseño.

Jesse se acercó al ordenador, se sentó y tecleó la dirección de la página. Se descargó rápidamente. Era una página limpia y atractiva, con fotografías de los brownies y de la famosa tarta de chocolate Keyes. Ella hizo clic en un pequeño icono que había en una de las esquinas inferiores y tecleó su nombre y la contraseña. La página cambió y mostró columnas de números.

– Aquí está la última información sobre las visitas que hemos tenido -dijo mientras señalaba-. Tenemos… -Jesse se detuvo y pestañeó-. Esto no puede ser correcto.

– ¿Qué? -preguntó Nicole, mirando por encima de su hombro-. ¿Qué ocurre?

– Aquí dice que tenemos mil visitas por hora. Eso no es posible.

– Claro que sí -intervino Sid-. ¿Es que no viste las noticias anoche?

– Estaba demasiado ocupada montando la página. ¿Salió el incendio?

– Sí. Un gran reportaje sobre la pastelería Keyes, que después de estar varias generaciones en manos de la familia, se ha quemado en una sola noche. Y hablaron de que vamos a usar la tecnología para continuar con el negocio. Y tú salías muy bien, Nicole.

Jesse miró fijamente a su hermana, que se irguió con una expresión de sentirse incómoda.

– ¿Te entrevistó la televisión y no me lo dijiste?

– Estaban cubriendo la noticia del incendio. Yo estaba conmocionada. Ni siquiera me acuerdo de lo que dije.

– Les dijiste que íbamos a vender por Internet, y que querías tener a tus empleados trabajando hasta que pudieras reconstruir la pastelería -le recordó Sid-. Que había muchos modelos de negocio, y que tú querías aprovechar lo que te ofrecía la era de la informática.

Jesse tuvo la sensación de que le habían dado un puñetazo en el estómago. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Su hermana podía emocionarse por lo que iban a hacer cuando ella no estaba presente, y cuando sí estaba, comportarse de manera difícil y poco colaboradora?

– Fue un buen reportaje -prosiguió Sid-. Tal vez lo retransmitieran por otras cadenas locales. Ya sabes que siempre están deseando llenar el tiempo, sobre todo durante los fines de semana. Eso puede explicar por qué tenemos tantas visitas.

Alguna explicación tenía que haber, pensó Jesse. Hizo clic en la página de los pedidos y soltó un jadeo.

– ¡Tenemos ciento veinte pedidos!

– No es posible -susurró Nicole.

– Parece que sí. La mayoría son de brownies, lo cual es bueno. Son más rápidos de hacer. Hay unas cuantas tartas, también. Tenemos que revisar los pedidos y pensar qué vamos a hacer primero. La recogida para el reparto de mañana es a las cinco y media. Tenemos que sacar adelante la mayor parte de estos pedidos hoy -dijo Jesse, y miró a Nicole-. Vamos a necesitar más ayuda.

– Voy a llamar a Hawk. Tal vez algunos de sus jugadores, o de sus amigos, quieran un trabajo temporal.

– Yo haré el inventario para que podamos empezar. Tenemos que atender los pedidos.

Las dos hermanas fueron en direcciones distintas.

Mientras Jesse contaba las grandes botellas de vainilla y las latas de nueces, no podía dejar de pensar en Matt y en lo que había ocurrido unos cuantos días antes…, después del incendio. No quería pensar en él. Era demasiado desconcertante.

Miró el ordenador. El número de pedidos aumentaba minuto a minuto. Sintió una inyección de adrenalina. Por fin, una crisis que ella podía solucionar.

Matt esperó con azoramiento mientras Gabe saltaba del asiento del coche al suelo. Su nuevo BMW 5 Series tenía los últimos adelantos en seguridad, incluyendo air bags laterales. Y él había conducido hasta el acuario sin sobrepasar el límite de velocidad ni una sola vez.

– Yo me encargo de la puerta -dijo a Gabe, y la cerró-. Eh…, he estado investigando un poco en Internet. Hay una zona donde se pueden tocar muchas cosas. Plantas y animales. Bueno, animales no. Vida marina. Estrellas de mar.

Gabe lo miró cuando se detuvieron junto a un semáforo.

– ¿Vamos a cruzar la calle?

– Sí.

– Tienes que tomarme de la mano.

– Oh, claro.

Matt agarró la manita de su hijo. Se sentía superado e inepto. ¿En qué estaba pensando al querer estar un rato a solas con Gabe? No sabía lo que estaba haciendo, ni siquiera había sabido qué silla para el coche tenía que comprarle. Había tenido que ayudarle su madre.

El semáforo se abrió y cruzaron la calle. Cuando llegaron al acuario. Matt sacó las entradas, tomó un mapa y entró.

– Hay charlas durante todo el día -dijo-. He pensado que a lo mejor te gustaría ir a la de los pulpos.

A Gabe se le iluminó la cara.

– Sí. Eso me gusta.