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– Me los llevo.

– Mamá, mira -dijo Gabe, tirándole de la mano, y señaló hacia una vitrina de pulseras de diamantes. Algunas de ellas parecían tan caras como un coche pequeño.

– Son bonitas.

– Me gusta ésa.

Ella miró el aro de oro blanco con brillantes.

– Es muy bonita.

Matt se acercó a ella.

– ¿Cuál es la que te gusta? -le preguntó a Gabe.

El niño la señaló.

– Deberías probártela, Jesse.

Ella dio un paso atrás.

– No, gracias.

– ¿No es tu estilo?

Era demasiado bonita como para que ella dijera eso.

– No tendría ocasión de lucirla.

El vendedor sacó la pulsera de la vitrina.

– Hoy en día, las mujeres llevan pulseras como ésta habitualmente.

En su mundo no, pensó ella. Soltó a Gabe y puso las manos detrás de la espalda.

– Gracias por enseñárnosla -dijo.

– Sólo pruébatela -insistió Matt-. Para ver cómo es.

– Yo… -los tres hombres la estaban mirando fijamente. Jesse suspiró-. Está bien. Me la probaré.

– Es un brazalete Journey. Dos quilates de brillantes engarzados en oro blanco -dijo el dependiente, y se la ajustó en el brazo.

Le quedaba perfectamente, y era increíble. Jesse nunca se había puesto nada tan bonito en su vida. Los diamantes eran perfectos, tan brillantes que irradiaban arco iris cuando atrapaban la luz.

– Nos la llevamos -dijo Matt.

Ella soltó un jadeo.

– No, claro que no.

– ¿Por qué no? Te gusta y te queda perfectamente bien.

– Es una locura. No puedo llevarme esto.

– Tu pulsera es muy bonita, mamá -dijo Gabe.

Era demasiado. Significaba algo…, ella no sabía qué, pero algo.

Matt se inclinó hacia ella.

– Que un hombre le regale algo a la madre de su hijo es una tradición.

– Sí, pero cuando nace el niño -murmuró ella-. No puedo. Y aunque pudiera, esto es un despilfarro.

– Es tu regalo con intereses. Por favor, Jesse. Quiero regalártela.

– No demuestra nada -susurró Jesse-. No vas a conseguir caerme mejor.

Aquellas palabras sonaron con más aspereza de la que ella hubiera querido, pero antes de que pudiera disculparse, él asintió.

– Te conozco lo suficientemente bien como para creerlo. Acepta la pulsera, porque es casi tan preciosa como tú. Por favor.

Parecía que él podía ver el interior de su alma con aquella mirada oscura, que podía llegar al lugar que todavía quería creer en él.

– Matt, yo… -con un suspiro, Jesse asintió-. Gracias.

– De nada.

Él se puso contento. No victorioso, sino contento. Lo cual no debería haber conseguido que Jesse se sintiera mejor, pero así era.

El sábado por la mañana, Bill se llevó a Paula a hacer unos cuantos recados para que el resto pudiera preparar la fiesta. Matt llegó puntualmente a las diez y media, con los brazos llenos de bolsas y paquetes.

– Tengo la tarta en el coche -dijo mientras lo depositaba todo sobre la encimera de la cocina. Después tomó a Gabe en brazos-. ¿Cómo está mi niño?

Gabe se echó a reír.

– Hemos comprado helado.

– He intentado esconderlo al fondo de la nevera -dijo Jesse, tratando de mantener un tono despreocupado, para que no se le notara lo mucho que le gustaba verlo-. ¿Por qué no vas a buscar la tarta mientras yo ordeno todo esto?

– Claro -respondió Matt.

Le revolvió el pelo a Gabe y después salió al coche de nuevo. Jesse desempaquetó el contenido de las bolsas. Había sándwiches, flores y un paquete pequeño que contenía el regalo que le había comprado a Paula. También había un paquete con una pancarta de felicitación de cumpleaños y sorpresas de regalo.

Jesse comenzó a abrir las últimas, y Gabe las separó para que pudieran hacer las bolsitas para los invitados. Matt volvió con la tarta.

Trabajaron juntos, poniendo la mesa y cortando los sándwiches. Matt infló los globos y colgó la pancarta. Gabe enredó bastante, pero Matt tuvo paciencia con él. Jesse los observó, dándose cuenta del parecido que había entre ellos, en sus ojos y en su forma de moverse. Se sintió inundada de amor por el hijo y por el padre. Después recordó lo que había hecho Matt y se dio la vuelta.

Paula y Bill llegaron a mediodía. Jesse, Gabe y Matt, junto a los vecinos y los amigos de Paula, estaban escondidos en la cocina y, al oírlos, salieron todos juntos y gritaron: «¡Sorpresa!».

Paula se quedó sorprendida y después, encantada.

– ¿Una fiesta para mí? No he tenido una fiesta desde hace años -dijo.

Les dio un abrazo a cada uno y después se sentaron a comer.

Luego, antes de que Paula abriera sus regalos, Bill se llevó aparte a Jesse.

– ¿Cómo estás? -le preguntó.

– Mejor.

– ¿Todavía dolida?

Ella se encogió de hombros. Nadie quería oír la verdad. Ella no quería vivirla, pero no tenía escapatoria.

Bill le puso una mano en el brazo.

– No sé si es el mejor momento o no, pero voy a pedirle a Paula que se case conmigo. Hoy, durante la cena.

Jesse se echó a reír.

– ¿De verdad? Sí que ha sido rápido.

Él estaba muy complacido.

– Lo supe en el mismo momento en que la conocí. Somos lo suficientemente viejos como para saber lo que queremos. Ya he hablado de ello con Matt. No para pedirle permiso, exactamente, sino para comunicarle mis intenciones.

– ¿Y qué ha dicho?

– Que se alegraba por nosotros -dijo Bill, y le apretó suavemente el brazo-. Voy a vender el bar. Paula y yo hemos estado hablando de comprar una autocaravana grande y recorrer el país durante un par de años. Volveremos a veros cada dos meses, y después nos estableceremos aquí definitivamente, cuando hayamos terminado de ver todo lo que queremos conocer.

Jesse no quería que se fueran, pero sabía que eran sus amigos y, por supuesto, quería que fueran felices.

– Se lo he dicho a Matt -prosiguió Bill-. Quiere comprar la casa y regalártela. Así siempre tendrás un lugar propio. Paula y yo compraremos otra casa para nosotros más tarde.

Ella no sabía qué pensar.

– No puede comprarme una casa.

Jesse ya pensaba que el brazalete era demasiado.

– Es para arreglar las cosas. Quiere cuidar de ti y de Gabe.

Jesse no podía creer lo que estaba oyendo.

– ¿Es que te ha convencido?

– No, nada de eso. El chico cometió un error. Va a pasar un tiempo hasta que tú vuelvas a confiar en él, pero eso no significa que no pueda intentar hacer lo correcto.

– No puedo volver a creer en él otra vez -susurró Jesse-. Es que… yo… necesito un minuto.

Pasó por delante de él y salió de la casa.

La brisa estaba en calma y había una buena temperatura. Todavía estaban en verano, pero pronto, los días se acortarían y llegaría el otoño. Ella ya había apuntado a Gabe en la escuela de preescolar. El tiempo pasaba, por mucho que quisiera dar la vuelta.

Oyó unos pasos tras ella, y entonces notó que unas manos fuertes se posaban en sus hombros.

– ¿Estás bien? -preguntó Matt.

Estaba muy cerca, pensó Jesse con melancolía. Lo único que tenía que hacer era relajarse y se apoyaría en él. Sólo tenía que dejar que Matt se hiciera cargo de su vida. La idea era tentadora, y muy estúpida.

– Bill me ha dicho que le va a pedir a Paula que se case con él -comentó.

– Pero tú no has salido aquí por eso. Estás disgustada por lo de la casa.

Jesse se volvió a mirarlo. Él dejó caer las manos y ella deseó, con desesperación, que volviera a ponerlas en sus hombros.

– No puedes hacerlo. No puedes comprarme cosas con la esperanza de que todo se arregle. No va a suceder.

– Quiero cuidar de ti. Mi madre va a vender la casa, y tú necesitas un sitio donde vivir. Y no vas a venir a vivir conmigo.

No, no iba a hacer eso.