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– No.

– Míralo en Internet. Tienes unos ojos maravillosos. Sería agradable poder verlos. ¿Te parece que los Mariners tienen posibilidades de ganar esta temporada?

Él se quedó confundido.

– Eso es béisbol, ¿no?

Jesse soltó un gruñido.

– Sí. Sigue al equipo esta temporada. Y haz los deberes.

Él apartó su silla y se puso de pie.

– Todo esto es una tontería. No sé por qué te molestas. Olvídalo.

Jesse se levantó y lo agarró del brazo. Era mucho más alto que ella, y tenía músculo. Eso estaba bien.

– Matt, no. Sé que parece mucho, pero cuando consigamos resolver lo más difícil, no será tan malo. Quizá te guste. ¿No quieres encontrar a alguien especial?

– Quizá no tanto.

– No lo dirás en serio…

– ¿Y por qué estás haciendo esto? -preguntó-. ¿Qué sacas tú?

– Me estoy divirtiendo. Me gusta pensar en ti. Es más fácil que pensar en mí.

– ¿Por qué?

– Porque en este momento estoy atascada.

Matt se quedó muy sorprendido.

– Pero si tú eres la que no hace más que hablar de cambios.

– Los que pueden, lo hacen. Los que no pueden, enseñan.

Él la observó durante un segundo.

– Eres evasiva.

– Algunas veces.

– ¿Por qué?

– Porque no siempre me gusta quién soy. Porque yo no sé cómo cambiar, pero veo exactamente cómo cambiarte a ti. Conseguir algo así hace que me sienta mejor.

– Has sido muy sincera.

– Lo sé. También a mí me ha sorprendido -dijo Jesse, y esperó a que él se sentara-. Dame un mes. Haz lo que yo te diga durante un mes. Si odias los cambios, podrás volver a tu vida anterior como si no hubiera pasado nada.

– No si me opero de la vista.

– ¿Y eso es algo malo?

– Quizá no.

– Tienes que confiar en mí -dijo ella-. Quiero que esto salga bien para ti.

Porque, por algún motivo, si funcionaba para él, quizá también funcionara para ella. Al menos, ésa era la teoría.

Diez días más tarde, Jesse estuvo a punto de desmayarse al verlo entrar en el vestíbulo del restaurante. Se levantó del banco en el que estaba sentada y lo señaló con el dedo.

– ¿Quién eres?

Matt sonrió y se detuvo frente a ella.

– Tú me dijiste qué ropa tenía que comprar. No deberías sorprenderte.

– Pero puesta es mejor de lo que recordaba -murmuró Jesse, indicándole que se diera la vuelta lentamente.

Era asombroso lo que se podía conseguir con un poco de tiempo y una tarjeta de crédito. Matt había cambiado de pies a cabeza. Se había dado un buen corte de pelo, y se había quitado los vaqueros demasiado cortos, las zapatillas deportivas y los calcetines blancos. En su lugar llevaba una camisa azul claro, unos pantalones de pinzas y unos mocasines de cuero.

Sin embargo, el mejor cambio de todos era que ya no llevaba gafas.

Su cara tenía unos rasgos muy masculinos, y una suave hendidura en la barbilla, cosa que ella no había notado antes. Sus ojos eran mejores incluso de lo que había pensado, y su boca… ¿Siempre había tenido aquella sonrisa burlona?

– Estás despampanante -le dijo, y sintió un cosquilleo por dentro-. Verdaderamente sexy. Vaya.

Él se ruborizó.

– Tú también estás muy guapa.

Jesse descartó el cumplido con un gesto de la mano. Su aspecto no tenía importancia. Lo importante era él.

La maître se acercó a ellos y los guió hacia una mesa.

– ¿Te has dado cuenta? -preguntó Jesse en voz baja cuando se sentaron-. Se ha fijado en ti.

Matt se ruborizó otra vez.

– Eso es lo que tú crees.

– No, de verdad. Si yo me fuera en este momento, ella te abordaría.

Aquello le puso más nervioso que contento.

– No vas a marcharte, ¿verdad?

Ella se echó a reír.

– Quizá la próxima vez. Primero tendrás que acostumbrarte a llamar la atención, y después podrás empezar a disfrutarlo -dijo Jesse. Sin prestarle atención a la carta, se inclinó hacia él-. Bueno, y dime, ¿cómo ha reaccionado la gente en el trabajo?

– Ahora es diferente.

– ¿En qué sentido?

– La gente me habla.

Jesse sonrió al saber que ya tenía resultados.

– ¿Te refieres a las mujeres?

Matt sonrió.

– Sí. Muchas de las secretarias han empezado a saludarme. Y hay una mujer del departamento financiero que me pidió que la ayudara a llevar unas cosas a su coche, pero no era mucho y ella podría haberlo hecho sola perfectamente.

– ¿Y le pediste que saliera contigo?

– ¿Cómo? No -dijo él, horrorizado-. No podía hacer algo así. Era… bueno, ya sabes… mayor.

– ¿Cuánto?

– Unos cinco o seis años. No es posible que esté interesada en mí.

– Oh, querido, tienes mucho que aprender sobre las mujeres. Eres alto, estás en buena forma y eres guapo. Tienes un buen trabajo, eres amable, divertido y listo. ¿Cómo no ibas a interesarle?

Él enrojeció.

– Yo no soy así.

– Sí, exactamente así. Estaba ahí todo el tiempo, escondido detrás del protector de bolsillo -dijo ella, y entornó los ojos-. Te dije que los tiraras todos. ¿Lo has hecho?

Él puso los ojos en blanco.

– Sí, te he dicho que sí.

– Está bien.

El camarero se acercó y tomó nota de las bebidas que querían. Cuando se las sirvió, un poco más tarde, Jesse dijo, mientras removía su té helado:

– Estás haciendo algunos cambios estupendos. ¿Cómo te sientes al respecto?

– No vas a conseguir que hable de lo que siento. Es una incapacidad masculina.

– Buena respuesta.

– ¿Me estás tomando el pelo?

– Tal vez un poco.

– Me aguantaré.

Sin dejar de mirarla, Matt le preguntó:

– ¿Cuál es tu historia? Sé que no eres asesora de estilo de vida. ¿Quién eres, y qué haces cuando no me estás obligando a ir al centro comercial?

– No hay mucho que contar -dijo Jesse-. Trabajo en una pastelería, que es mía y de mi hermana mayor. Bueno, mi parte está en fideicomiso hasta que cumpla veinticinco años. No me gusta demasiado trabajar allí, pero porque no me llevo bien con Nicole, no por otra cosa.

– ¿Y por qué no os lleváis bien?

– Bueno…, tengo otra hermana. Se llama Claire. Es una pianista famosa. Se marchó de gira por el mundo justo después de que yo naciera, así que no la conozco mucho. Cuando yo cumplí seis años, mi madre se fue para estar con Claire y Nicole se quedó a mi cuidado. Mi padre no ayudaba nada. Yo era muy rebelde, según dicen. Nicole piensa que soy una inútil, y yo creo que ella es una bruja. Por ejemplo, con lo de la pastelería. Le he suplicado que me compre mi parte para poder marcharme, pero ella no quiere.

– ¿Y qué harías con el dinero?

– No lo sé.

– Entonces quizá por eso no quiere dártelo.

Jesse sonrió.

– Si vas a ser razonable, no podemos tener esta conversación.

– Lo siento.

– No pasa nada, pero ya está bien de hablar de mí. Sé que vives con tu madre. ¿Y tu padre? ¿Están divorciados?

– No llegaron a casarse. Mi madre no habla de él para nada. Siempre hemos estado solos. Ella trabajaba mucho cuando yo era pequeño. Lo hizo todo por mí.

Una idea que posiblemente daba miedo, aunque Jesse decidió no juzgar hasta conocer todos los hechos.

– Parece muy buena.

– Lo es. No le molestaba que a mí me gustaran tanto los ordenadores. Nunca me presionó para que saliera, ni se preocupó porque yo no tuviera muchos amigos. Decía que yo crecería y me convertiría en quien debía ser, y que no debía preocuparme si las cosas no eran exactamente como yo quería en aquel momento.

– Bien dicho.

– Un día, a los quince años, me sentí muy frustrado por un juego al que estaba jugando. Entré en su sistema, accedí al código y lo escribí de nuevo. Después les llevé la versión nueva. Me pagaron la licencia. Nuestra situación económica mejoró mucho entonces.