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Mientras Jesse volvía a dormir a Molly, Nicole despidió a su hijo. Después regresó a la cocina con aspecto de encontrarse agotada. Las dos hermanas se quedaron mirándose durante un segundo embarazoso.

– Entonces ¿has vuelto a Seattle? -le preguntó Nicole mientras se sentaba de nuevo.

– Por ahora.

Jesse recordó las fotografías que había llevado, y fue a buscarlas. Cuando volvió, se las entregó a su hermana.

– Gabe ha estado preguntando mucho por su padre. He pospuesto el encuentro todo lo posible, pero se me han acabado las excusas. Así que aquí estamos. Creo que nos quedaremos algunas semanas.

Vaciló, porque Nicole no había mirado las fotografías.

– He ido a ver a Matt esta mañana. No me esperaba. Antes de marcharme le dije que estaba embarazada, pero él no se creyó que fuera el padre del niño. Dadas las circunstancias, supongo que no puedo echarle la culpa.

Ahora llegaba la parte más difícil, pensó Jesse. Había practicado cientos de veces lo que quería decir, pero de repente, no recordaba ninguna de las frases que había preparado con tanto cuidado.

– No me acosté con Drew -dijo, con la esperanza de que su hermana la escuchara-. Nunca me acosté con él, ni intenté acostarme con él, ni pensé en él como en otra cosa distinta a tu marido. Él y yo éramos amigos. Hablábamos, y eso era todo. Yo estaba enamorada de Matt.

– No quiero hablar de eso -dijo Nicole.

– Tendremos que hacerlo, finalmente.

– ¿Por qué? -dijo Nicole. Después, suspiró-. De acuerdo. Quizá. Pero hoy no.

Jesse quería seguir. Se sentía fatal por la ira y el dolor que había sentido Nicole durante cinco años, y no quería esperar más. Sin embargo, sabía que lo mejor era dejar que su hermana se acostumbrara primero a la idea de que ella había vuelto.

– Te dejo las fotografías -dijo Jesse en voz baja-. Puedes mirarlas después. Gabe se parece mucho a Matt. Sobre todo, en los ojos. Eso me puso muy difícil olvidarlo.

No muy difícil. Imposible.

Nicole asintió.

– Lo haré -dijo, y se cruzó de brazos-. Pensaba que tendría noticias tuyas cuando cumplieras veinticinco años.

Quería decir que pensaba que ella aparecería para pedir su mitad del negocio de la pastelería. Su padre les había dejado en herencia el negocio a las dos, pero la mitad de Jesse la había puesto en fideicomiso hasta que cumpliera veinticinco años. Cuando se graduó en el instituto, intentó que Nicole le comprara su parte, pero su hermana se había negado. Aquello había sido otra causa más de disputas entre ellas.

– No quiero que me des nada -dijo Jesse-. Quiero recuperar mi sitio.

Nicole arqueó las cejas.

– ¿Qué significa eso? ¿Que quieres un trabajo? Creía que odiabas trabajar en la pastelería.

¿Un trabajo? Jesse no había pensado en tanto, pero no le iría mal el dinero.

– Un trabajo sería estupendo, pero tengo otra cosa que ofrecer. Una receta de brownies. He estado trabajando en ella durante estos dos últimos años. Ya está lista. Es mejor que ninguna otra cosa que haya por ahí.

Nicole no parecía muy convencida.

Jesse tuvo que luchar contra la decepción, y contra la voz que le decía que su hermana siempre la vería como una inútil. La verdad era que ella sabía lo mucho que había cambiado, pero Nicole no, y tendría que convencerla. No importaba. No iba a marcharse, por el momento, a ningún sitio.

– Haré un par de hornadas -propuso-. Podemos quedar para una degustación.

– Está bien, pero si son tan buenos, ¿por qué no has empezado un negocio propio?

¿Una pregunta inocente… o una pulla? Cinco años atrás, ella había tomado la receta de la famosa tarta de chocolate Keyes, había hecho tartas en una cocina alquilada y las había vendido por Internet. Nicole se había puesto furiosa y la había denunciado, y habían llegado a detenerla.

– Son muy buenos -respondió con calma-. Podría haberme establecido por mi cuenta, pero quería traerlos a la pastelería. Ya te he dicho que me interesa recuperar mi sitio.

Nicole se la quedó mirando con falta de convencimiento. Jesse decidió que era hora de marcharse de allí.

– Te llamaré -le dijo mientras se encaminaba hacia la puerta- para que podamos quedar un día, a una hora que te venga bien.

– ¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo? -preguntó Nicole.

– He escrito mi número en una de las fotografías.

– Oh. De acuerdo.

Jesse llegó a la puerta.

– Espera -dijo Nicole.

Ella se volvió.

– Gracias por ayudarme con las gemelas. Normalmente estoy más tranquila que hoy.

– Los bebés son difíciles -dijo Jesse, satisfecha por haber sido de ayuda-. Hablaremos pronto.

– De acuerdo. Adiós.

Jesse se acercó a su coche, sonriendo, y sintiéndose más esperanzada que después de su reunión con Matt. Iba a costarle convencer a Nicole, pero tenía la sensación de que podía recuperar la relación con su hermana.

Jesse aparcó frente al YMCA de Bothell, donde había dejado a Gabe al cuidado de dos de las voluntarias del centro, con varios niños más. Al verla, Gabe corrió hacia ella con una gran sonrisa.

– Mamá, mamá, he hecho amigos nuevos.

Ella se inclinó y lo tomó en brazos.

– ¿De veras? Eso es estupendo.

– Me lo he pasado muy bien y quiero venir otra vez.

– Bueno, pues tendremos que asegurarnos de que suceda, ¿no?

Él asintió vigorosamente.

Después de rellenar el papeleo y despedirse del personal, Jesse se dirigió al coche con Gabe parloteando a su lado. No dejaba de pensar en algo que estaba intentando ignorar, pero que cada vez se hacía más presente en su cabeza.

Cuando Gabe estuvo colocado en su sillita, y ella se sentó al volante, le dijo:

– Creo que quiero que conozcas a una persona.

A Gabe se le iluminó la cara.

– ¿A papá?

– Eh…, todavía no. Es tu abuela.

Gabe abrió los ojos como platos.

– ¿Tengo una abuela?

– Sí. Es la mamá de tu papá -dijo Jesse.

Gabe sabía lo básico sobre los abuelos, sobre todo, que él no tenía. Bueno, salvo Paula.

Sólo había un problema: la madre de Matt siempre la había odiado, se dijo Jesse.

Sin embargo, había pasado mucho tiempo. Quizá Paula hubiera cambiado. De lo contrario, sería una visita muy breve.

Jesse condujo hasta Woodinville, a la preciosa casa que Matt le había comprado a su madre años atrás, después de ganar los primeros millones de dólares por la licencia de los juegos. Se detuvo frente a la casa y paró el motor.

– ¡Date prisa! -le pidió Gabe mientras ella le quitaba el cinturón de seguridad de su silla-. ¡Date prisa!

Corrió por delante de ella y, cuando llegó a la puerta de la casa, se puso de puntillas para tocar el timbre. Jesse tomó su bolso, cerró la puerta del coche y se apresuró a seguirlo, pero demasiado tarde. La puerta se abrió antes de que ella pudiera llegar.

Paula estaba allí, un poco envejecida, pero no muy distinta. Seguía teniendo el pelo oscuro, como el de su hijo. Tenía también unas cuantas arrugas más en la cara, y había engordado un poco, pero por lo demás, seguía tal y como Jesse la recordaba.

– Hola -le dijo Gabe con una sonrisa-. Eres mi abuela.

Paula se quedó rígida, mirando al niño, y después miró a Jesse.

– Hola -dijo Jesse. Era consciente de que debía haber manejado la situación de otra forma, pero ya era demasiado tarde-. Debería haberte llamado antes de venir. Llegamos a Seattle ayer.

– Soy Gabe -dijo el niño-. Tú eres mi abuela.

A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¿Estabas embarazada?

Jesse asintió. No sabía qué iba a suceder. Se preparó para oír unos cuantos gritos, o acusaciones desagradables. Sin embargo, Paula se limitó a sonreír a Gabe como si fuera un tesoro que nunca hubiera esperado encontrarse.